Lima no debe convertirse en botadero de la transición energética
- Roger Merino

- 24 jul
- 3 Min. de lectura

Las principales ciudades de China han alcanzado casi el 100% de la electromovilidad de su sistema de buses o “city buses” y sus redes ferroviarias alcanzan el 70% de electrificación. En la Unión Europea, en promedio, el 50% de los buses adquiridos en el 2024 fueron eléctricos y las redes ferroviarias alcanzan el 50% de electrificación. Y si vemos la región, la flota de buses eléctricos en Santiago de Chile alcanza el 30% del servicio. Se trata de una tendencia global. “El giro eléctrico” en la movilidad, como ha sido llamado en las últimas décadas por la literatura especializada, no es solo resultado de compromisos climáticos ni de una toma de conciencia global sobre el imperativo existencial de enfrentar la crisis climática. Es la constatación de que la transición energética es rentable en términos económicos y sociales. Una movilidad pública menos contaminante es más eficiente en todo sentido: reduce los costos sociales asociados a la dependencia en el petróleo y la mala calidad del aire.
En este contexto, es un despropósito económico y ambiental adquirir trenes con cuatro décadas de antigüedad, desechados por ser altamente contaminantes en su país de origen, los Estados Unidos, un país además rezagado en la ola de electromovilidad. Pero esta operación es mucho más que una mala decisión de gestión o un intento desesperado por obtener réditos políticos. Expresa una dinámica internacional perversa en la que algunos países avanzan en su transición energética y, para ello, exportan sus desechos hacia aquellos países que no tienen empacho en ser los botaderos de esa transición.
El concepto de “colonialidad climática” formulado por Farhana Sultana, es útil para entender este proceso. En lugar de concebir los impactos del cambio climático como fenómenos recientes y naturales, y las respuestas gubernamentales a estos impactos como ejercicios meramente tecnocráticos, estas dinámicas se enmarcan en procesos históricos de violencia y colonización que han producido y siguen produciendo ganadores y perdedores. Así, los generadores históricos de la contaminación, los hoy países industrializados y sus megaciudades, son los mayores responsables de la crisis climática pero son los que menos sufren sus impactos. Estos se encuentran localizados más claramente en comunidades rurales cuyos medios de vida se ven afectados por el estrés hídrico, la degradación de la tierra, la pérdida de cultivos, y más. Por su parte, las respuestas gubernamentales que buscan hacer frente a esta crisis, avanzando en la transición energética, requieren de “minerales críticos”, como el cobre, el litio, el cobalto y tierra raras, que son fundamentales para baterías y dispositivos de almacenamiento de energía, paneles solares, entre otras tecnologías. Y las comunidades de donde se obtienen estos minerales son aquellas históricamente racializadas y violentadas por las diferentes formas de extracción de los recursos. El “extractivismo verde” resignifica estas relaciones bajo discursos de sostenibilidad, pero mantiene la base material e ideológica extractiva.
La colonialidad climática no solo refleja relaciones centro – periferia a nivel de Estados. Como lo demuestra el Alcalde de Lima, esta dinámica requiere articuladores locales que facilitan estos procesos. Para estas élites locales, militantes del desprecio a la ciudadanía, la gente no tiene derecho a un transporte público acorde con el siglo XXI, solo más cemento y petróleo, vías para transporte privado y trenes vetustos, falsas soluciones proyectadas en el territorio como sea, con la promesa de que solucionarán el “problema del tráfico”. Un problema generado por ellos mismos y sus soluciones neoliberales que, décadas atrás, privatizaron las rutas de toda la ciudad sin planificación ni estándares de calidad ambiental y social mínimos.
Y sus nuevas promesas son aún más retrógradas. Disfrazada de altruismo, la “donación de trenes” tiene mucho de aquellos proyectos ferroviarios de mediados del siglo XIX que hipotecaron las cuentas públicas a favor de intereses mercantilistas. Porque de lo que se trata aquí no es ni de solucionar el tráfico, ni avanzar hacia la modernización de la ciudad, ni mucho menos atender las necesidades ciudadanas. De lo que se trata es de lucrar con unidades desechadas, en una operación que tiene unos cuantos ganadores a costa de toda una ciudad y su futuro. Solo ganan aquellos que se deshacen de la chatarra, aquellos que quieren capitalizarla políticamente y aquellos que buscan ser subsidiados por gestionarla.
Hay que decirlo sin ambages. Lima no merece ser el estercolero de la transición energética global. Y sus autoridades, en sus afanes mesiánicos, no tienen derecho a hacer de la ciudad su porqueriza personal.













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