Pasolini. La noche que Italia se miró al espejo
- Redacción El Salmón

- hace 3 días
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La madrugada del 2 de noviembre de 1975, Italia amaneció frente a su reflejo más brutal. En un descampado de Ostia, entre la arena húmeda y el olor a gasolina, yacía el cuerpo destrozado de Pier Paolo Pasolini. Lo encontraron boca abajo, con la cabeza fracturada y el rostro irreconocible. Era una imagen intolerable para un país que había preferido no verlo. Esa madrugada, Italia se miró al espejo y descubrió que el monstruo no era otro que ella misma.
Durante los días siguientes, el país entero se debatió entre el estupor, la negación y el escándalo. La noticia fue presentada como un crimen pasional, una pelea con un muchacho, una “desgracia privada”. Pero pronto se entendió que había algo más. Pasolini no era un nombre cualquiera: era poeta, cineasta, ensayista, intelectual incómodo, profeta de la incomodidad. Su muerte no podía ser solo un accidente. Era una advertencia, un símbolo, una herida política.
El poeta que vino del barro
Pasolini había nacido en 1922 en Bolonia, pero su alma pertenecía a Casarsa, un pequeño pueblo del Friuli donde descubrió su primer idioma y su primer amor: la lengua campesina. Hijo de un militar y de una maestra, creció entre la rigidez y la ternura. Desde joven escribió poemas en dialecto friulano, convencido de que en esas voces marginales sobrevivía una pureza que la modernidad estaba por destruir.Esa búsqueda —de una inocencia perdida, de un pueblo que aún no había sido devorado por el consumo— atravesaría toda su obra.
Tras la guerra, Pasolini se afilió al Partido Comunista Italiano, del que fue expulsado en 1949 acusado de “corrupción de menores” y “actos obscenos”. Fue la primera de muchas expulsiones. Desde entonces, vivió en el margen, en esa frontera incómoda entre el deseo y la culpa, entre la fe y la herejía. En Roma descubrió las borgate, los barrios pobres donde la miseria convivía con la vitalidad de los jóvenes sin futuro. Allí filmó, escribió y se reconoció. Allí comenzó su vida como cronista del otro país: el que la Italia oficial no quería ver.
El cine como testamento
En 1961, su primera película, Accattone, fue un golpe seco contra la conciencia burguesa. Filmada en los arrabales de Roma, con actores no profesionales y una cámara casi documental, mostraba la vida de un proxeneta que no sabía amar. La música de Bach contrastaba con la mugre de los cuerpos, la santidad con el hambre. Era el evangelio según los pobres.Con Mamma Roma (1962), Pasolini compuso su elegía a la maternidad y al fracaso, con Anna Magnani como madre proletaria condenada a la humillación. La censura lo persiguió, la Iglesia lo condenó, la crítica lo elevó a profeta.
Pero Pasolini nunca repitió un camino.En El Evangelio según San Mateo (1964), rodó la vida de Cristo como si fuera un campesino del sur de Italia: filmó la fe sin adornos, con la misma austeridad que había visto en los pobres. El Vaticano, sorprendentemente, lo elogió. La izquierda lo acusó de místico. Y él siguió caminando solo, hacia su siguiente provocación.
Teorema (1968) fue el retrato más cruel de la burguesía italiana: un extraño llega a una casa, seduce al padre, a la madre, al hijo, a la hija, y los deja vacíos. El deseo como revelación y castigo. Después vinieron El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, donde exploró la sensualidad popular y la alegría precapitalista del cuerpo.Su cine, entre el mito y la herejía, no mostraba el sexo como escándalo sino como lenguaje: el cuerpo como último territorio de resistencia frente al poder.
En 1975 estrenó Salò o los 120 días de Sodoma. Nadie estaba preparado. Inspirada en el Marqués de Sade, ambientada en la república fascista de Mussolini, Salò convertía el horror político en una orgía administrada: el poder devorando cuerpos, la ideología convertida en pornografía. Fue prohibida, insultada, temida. Era, sin saberlo, su testamento.
El país que se devoraba a sí mismo
Italia, mientras tanto, se desangraba. El milagro económico de los años sesenta había traído progreso, pero también desarraigo. Los campesinos emigraban, las fábricas se llenaban, la televisión convertía la vida en espectáculo. La vieja Italia de las oraciones y los campos desaparecía bajo la nueva religión del consumo.Pasolini lo vio con horror. Lo llamó “la mutación antropológica”: el pueblo italiano había dejado de ser pueblo, había sido colonizado por los valores de la burguesía. “El nuevo fascismo”, decía, “es el de los electrodomésticos y los anuncios publicitarios”.
En los setenta, el país vivía entre el terrorismo y la conspiración: las bombas de Piazza Fontana, las Brigadas Rojas, la logia P2, la corrupción política. En ese paisaje de sospecha, Pasolini escribía contra todos: contra la derecha, contra la izquierda, contra la televisión, contra el Estado. Su lucidez lo volvió peligroso. Denunciaba con nombres, hablaba de los vínculos entre el poder y las empresas petroleras, de los nuevos fascismos disfrazados de democracia. Trabajaba en una novela —Petrolio— que nunca terminó. Decían que allí estaban los secretos del poder italiano, los nombres que no debía pronunciar. Y entonces, la madrugada del 2 de noviembre, lo mataron.
Ostia: la noche final
Aquella noche, Pasolini salió de Roma en su Alfa Romeo. Se encontró con un muchacho de 17 años, Pino Pelosi. Fueron hasta la playa de Ostia. Después, el silencio. Amaneció el cuerpo: golpes, fracturas, huellas de neumáticos, señales de una persecución. Pelosi fue detenido y confesó: dijo que habían discutido y que lo había atropellado con el coche. Fue condenado.Pero nadie creyó del todo esa versión. Había demasiadas marcas, demasiadas sombras. Con los años, el propio Pelosi se retractó: “No estaba solo”, dijo. “Había otros”. Nunca se supo quiénes. Italia prefirió olvidar.
El espejo y la herida
Pasolini había sido todo: comunista y católico, homosexual y moralista, profeta y pecador. Su vida fue una contradicción que se negaba a reconciliarse. Pero su muerte la resolvió brutalmente: fue asesinado por la misma Italia que retrató.Su cuerpo en la arena era una imagen exacta de su país: moderno y bárbaro, sensual y cruel, incapaz de mirarse sin destruirse.
El asesinato de Pasolini significó el fin de una época. Italia perdió a su conciencia, y el mundo perdió al único intelectual que había comprendido que el poder del siglo XX ya no era político sino cultural. Que la televisión, la publicidad y el consumo eran las nuevas dictaduras. Que el fascismo no volvería con camisas negras, sino con sonrisas.Y tenía razón.
El legado que no envejece
Cincuenta años después, Pasolini sigue siendo incómodo. Sus películas no envejecen: Accattone sigue oliendo a hambre; Mamma Roma sigue llorando por todos los que soñaron con una vida mejor; Teorema sigue desnudando a la burguesía; Salò sigue doliendo como una profecía cumplida. Su cine no fue solo arte: fue un campo de batalla. En cada plano, Pasolini puso su cuerpo, su fe, su culpa, su deseo. Filmó como quien confiesa y acusa al mismo tiempo.
Hoy, cuando las pantallas han reemplazado a las plazas y la publicidad dicta las creencias, su voz resuena más clara. Pasolini comprendió antes que nadie que la verdadera revolución sería contra el lenguaje, contra la imagen, contra la uniformidad del deseo. Lo mataron para no escucharlo, pero su silencio siguió hablando.
Italia ante el espejo
Cada año, en Ostia, algunos dejan flores junto al mural que lo recuerda.El mar, indiferente, sigue golpeando la costa. La arena conserva su eco.Italia, como entonces, sigue mirándose en ese espejo que Pasolini le dejó: el espejo donde se reflejan la belleza, la violencia, la pobreza y la impostura.A veces parece que no aprendió nada. A veces parece que todo empezó esa madrugada.
La muerte de Pasolini fue un crimen, pero también una confesión colectiva. Fue Italia matando a su poeta, su conciencia, su testigo más incómodo. Oficialmente, el joven Pino Pelosi fue condenado por el asesinato; pero con los años él mismo negaría haber actuado solo. Desde entonces, las sombras se extendieron: la ultraderecha, la mafia, los servicios secretos, el poder político. Nadie sabe con certeza cuántas manos empuñaron esa noche el hierro que destrozó su cuerpo.
Lo cierto es que, cada vez que Italia se asoma al espejo de su historia, sigue viendo lo mismo: el rostro herido de Pier Paolo Pasolini, mirando fijo, recordándole al país que hay verdades que aún sangran.













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