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Fragmentación política formal, coalición predatoria sustancial


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¿En qué distopía estamos que el presidente de la República, mayormente conocido por seguir páginas pornográficas y tener una acusación por violación sexual, tiene como prioridad hacer TikToks y emular a Nayib Bukele? ¿Qué tipo de distopía cyberpunk vivimos en el que las personas deciden no contestar llamadas por temor a ser extorsionadas? ¿En qué submundo han convertido el país cuando los medios recomiendan elegir asientos del bus en donde estadísticamente es menos probable que te caiga una bala perdida?

 

Cuando cayó el fujimorismo en noviembre del 2000 y se inauguraba el gobierno de transición, cuando Fernando Rospigliosi era anti-fujimorista acérrimo y canal N un bastión de la prensa libre, poco parecía sugerir que 25 años después el legado de ese régimen mega-corrupto y asesino iba a capturar nuevamente el aparato público. Que ese legado haría metástasis en buena parte del sistema político y el Estado, haciendo que la Defensoría del Pueblo defienda primigeniamente sus intereses, que el Ministerio de Economía y Finanzas opere como su caja chica, que el Tribunal Constitucional funcione como su staff de abogados, y así, pervirtiendo cada vez más instituciones públicas.

 

Esta forma de alcanzar el poder y ejercerlo sin la legitimidad de haber ganado una elección, ni ser formalmente gobierno, es una fórmula ideal para una alianza depredadora del Estado. Una alianza de los políticos más repudiados sustentada en pactos oscuros con los poderes económicos de arriba y abajo, los tradicionales y los ilegales. Una alianza unificada en torno a discursos macartistas, en donde todo crítico es enemigo o incluso potencial terrorista, desde aquel que sale a protestar hasta el streamer que simpatiza con las marchas. Es una alianza que tiene, en suma, al cinismo como principal estilo de gobierno, en donde el repudio generalizado no importa porque el poder no se sustenta en procesos democráticos, sino en la represión, los grupos de interés y el show mediático.

 

 

Fragmentación formal, coalición sustancial

 

Una lectura ingenua trata de encajar esta dinámica política perversa y vulgar en moldes conceptuales e institucionales de la Ciencia Política. “El problema es la fragmentación de partidos”, “el problema son las reglas electorales”, “el problema es la interpretación normativa que favorece el parlamentarismo”. Este diagnóstico tiene como punto de referencia un sistema político funcional. Entonces, la fragmentación política es una desviación, una anomalía. Pero vamos, la fragmentación política es la representación transparente de la ideología ultra neoliberal que es la base de la política peruana desde los noventa y que solo ha ido evolucionando y asentándose.


Es la “razón neoliberal” que describió tan bien Verónica Gago, exacerbada e institucionalizada en el sistema político. Más allá de las escuelitas naranja, las centrales partidarias o los mítines políticos hay pura gestión de intereses, no programas de gobierno. Ese es el sistema estrictamente transaccional en el que se basan Fuerza Popular, Alianza por el Progreso, Avanza País, Renovación Popular y demás. Son maquinarias distintas, pueden competir, eventualmente entrar en conflicto, pero en puridad defienden los mismos intereses, con casi los mismos actores, tan parecidos que pueden ser intercambiables ¿o es que hay alguna diferencia si, por ejemplo, Phillip Butters postulara por el Fujimorismo o Renovación Popular en lugar de Avanza País?

 

Es lo mismo porque los actores políticos están formalmente fragmentados, pero operan en lo sustancial bajo la misma agenda: leyes pro-impunidad, amnistía a violadores de derechos humanos, desfalco fiscal, privilegios fiscales a sectores tradicionales, promoción de la minería ilegal, de la tala ilegal, y más. La fragmentación partidaria formal esconde una coalición predatoria sustancial.

 

Las reglas que gobiernan el balance de poder político, por lo tanto, no son solo defectuosas. No tienen mayor sentido. Desde el momento en que esas fuerzas políticas deciden que no importa un referéndum en el que la ciudadanía votó para que no sean reelegidos, desde el momento en que decidieron que pueden aprobar normas que favorecen al crimen solo para asegurar su impunidad (cuando la mayor preocupación de la gente es la seguridad ciudadana); en suma, desde que operan políticamente sin importarles un ápice la legitimidad democrática de sus decisiones, entonces, simplemente no tenemos democracia. No es que sean “poderes paralelos” que están “acabando con la democracia” como se sugiere un artículo reciente publicado en el New York Times. Son poderes que, como dijimos, vienen capturando al aparato público y erigiendo un Estado lumpen, de forma abierta y casi sin controles, al menos desde que el régimen se impuso a punta de asesinar protestantes y perseguir opositores, con Dina Boluarte como títere de turno.

 

En dicho contexto, cualquier propuesta de reforma, grupos de expertos y demás, pierde razón de ser. Porque todo se sustenta en ese poder que tiene varias cabezas negociando cómo seguir asaltando al Estado mientras la gente sortea como puede la ola criminal, el desempleo y la pésima provisión de servicios públicos.

 

Una batalla tras otra

 

El actual Premier dice que, como la gente no sabe votar, debemos pasar a un sistema parlamentarista. Ya no quieren ni siquiera disimular una competencia electoral, quieren institucionalizar el poder político del pacto. Y es claro que buscan el poder ilimitado, el todo o nada, con medidas tales como denunciar el Pacto de San José o intervenir el Poder Judicial y el Ministerio Público. La estrategia podría ser una suerte de “terapia del shock” a punta de leyes pro-crimen y terruqueo generalizado. Se trata de mantener atemorizada a la población en plena crisis de seguridad, no para imponer el neoliberalismo (según el agudo diagnóstico de Naomi Klein), pues este ya está inmerso en la sociedad, sino para imponer como normalidad el sistema político predatorio que hoy degrada al país. Expandir el pánico para afianzar su poder.

 

El Fujimorismo de los noventa tuvo también poder cuasi absoluto en el Estado, pero además, tenía gran apoyo popular. La alianza mafiosa que hoy gobierna no tiene respaldo ciudadano. Más allá de sus financistas y sus redes de poder no son nada. Y, sin embargo, se sostienen en espectáculos bukelescos y en la atomización de la organización social, debilitada por la represión y su impunidad. Más importante, se sostiene en su propia naturaleza fluida e híbrida bien resumida en las fotos de las últimas mesas directivas del Congreso, con fujimoristas, cerronistas y satélites juntos y revueltos. Porque la realidad distópica que vivimos hoy no es que hayamos tropezado con la misma piedra, sino que enfrentamos su multiplicación, varios fujimorismos que se canibalizan y reproducen en una suerte de autopoiesis perversa.

 

Una batalla a la vez, una tras otra, es lo que toca. Como en la película de Paul Thomas Anderson, los demonios del pasado persisten y evolucionan. En el Perú, antes enfrentamos una dictadura que compraba medios y congresistas, ahora es una dictadura sin dictador pero con dictadores, que no tienen que comprar nada porque son ellos mismos dueños de partidos y grupos económicos. Pero la resistencia también evoluciona entre streamings, tiktoks e influencers.


Es fundamental canalizar el malestar social tanto en las calles como en el voto. Para comenzar, exigiendo la derogatoria de las leyes pro-crimen e impunidad, defendiendo a los pocos espacios autónomos que existen en el Estado, sobre todo en el sistema de justicia y el sistema electoral, y desenmascarando a los que se muestran como “anti-sistema” y que no son más que los representantes más radicales del sistema. Estos mínimos son fundamentales de implementar ahora porque, de lo contrario, las próximas elecciones pueden ser una mera convalidación del sistema predatorio que está acabando con el país.

 

 

 

 

 

 

 

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