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El mundo de las dualidades: Chepén- Guadalupe


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No se trata solo de estas dos ciudades o lugares que duplican el nombre: hay muchos más. Sondor y Sondorillo, camino a la sierra de Piura; Túcume y Túcume Viejo, en Lambayeque; Pacanga y Pacanguilla, en la ruta hacia Trujillo. También en el centro del país: Andahuaylas y Talavera de la Reina, o más al sur, Pachacámac y Pachacamilla. Algunos de estos pares representan lo criollo-peninsular frente a lo indígena; otros, la oposición entre lo viejo y lo joven; y en varios casos, la diferencia entre una capital distrital y un pueblo vinculado, o bien una distinción económica o religiosa. Recordemos, además, que dentro del Perú existen múltiples repeticiones toponímicas: Guadalupe en el valle del Jequetepeque y Guadalupe en Ica, donde, curiosamente, también se halla Cahuachi, nombre que comparte con otro pueblo cercano a la primera Guadalupe.


¿Dualidades propias del pasado reinventadas en la época colonial? Sabemos que en las sociedades tradicionales, como la del mundo andino antiguo, los nombres de los lugares reflejaban la geografía del entorno. Huancabamba, situada en la sierra y ceja de selva de Piura, tiene su réplica menor en la ruta hacia Oxapampa, en la sierra central: ambas comparten características geográficas similares. Pero en el caso que nos ocupa, no se trata de rasgos naturales, sino de ejes de articulación económica: Guadalupe–Chepén y Lambayeque–Chiclayo.


Quien conozca la zona comprenderá fácilmente que Guadalupe es a Lambayeque lo que Chepén es a Chiclayo: las primeras son ciudades de raigambre hispánica, mientras las segundas remiten al comercio, la actividad mercantil y su condición de puertos de sierra. Chepén, más pequeña, es la puerta de ingreso o salida hacia Cajamarca y la sierra norte en general; Chiclayo, por su parte, abre el camino hacia la ceja de selva, en dirección a Loja y al sur del Ecuador.


Lambayeque fue la villa señorial fundada en el valle medio del actual departamento (hoy región) del mismo nombre. Desde el siglo XVI, permitió acceder —y dominar— numerosos pueblos indígenas: Mochumí, Túcume, Íllimo, Pacora, Jayanca y Motupe, entre otros. Guadalupe, en cambio, fue un asentamiento español, nunca un pueblo formal pero siempre un importante santuario mariano que convocaba a la población indígena por lo milagroso de su Señora, la Perfecta.


En Lambayeque se buscó controlar la mano de obra para las tierras de cultivo; en Guadalupe, las “cabezas, corazones y mentes” a través de la devoción religiosa. ¿Será casual que tan cerca de Nuestra Señora de Guadalupe se encuentre el poco estudiado centro ceremonial de Pakatnamu? En el siglo XVI, se consideraba ese lugar malsano, “lleno de huacas nefastas”. ¿No habría allí, como en México, una Virgen imponiéndose sobre antiguos dioses indígenas? Nuestra Señora de Guadalupe domina el fértil valle del Jequetepeque.


Hoy, tanto Lambayeque como Guadalupe conservan casas antiguas y espacios señoriales, más en la primera, por supuesto, testimonios de su pasado virreinal aún perceptible en su patrimonio arquitectónico.


A tan solo ocho kilómetros de Guadalupe se encuentra Chepén; entre Lambayeque y Chiclayo, apenas once o doce. Ambas parejas de ciudades se sostienen en una intensa actividad mercantil y en el dinamismo de su población. Chiclayo, de origen marcadamente indígena, habría tomado su nombre del cacique Chiclayoc, cuyos restos se hallaron bajo la antigua capilla —ya desaparecida— del parque principal.


A su alrededor existían grandes huacas, desmontadas a lo largo de la historia republicana: primero por Balta, hacia 1866, que ordenó al ejército excavar para eliminarlas; luego por el alcalde Virgilio Dall'Orso, entre 1902 y 1903, en nombre de la expansión urbana. La actual avenida que parte del correo y el centro recuerda aún esos vestigios destruidos.


Chepén comparte una herencia cultural semejante, rodeada también de huacas: Farfán, Anlape y El Moro, junto a antiguas haciendas como Lurifico, Talambo y Limoncarro. Esta última fue administrada en algún momento por un inmigrante chino, Fan-Long, en la ruta a Pacasmayo, lo que evidencia la presencia china, poco reconocida, en la zona. Ese mismo legado se percibe en Lambayeque, donde aún se conserva un templo chino, y en Chiclayo, aunque su existencia es igualmente ignorada. Todo ello remite a formas antiguas de ordenamiento territorial donde centros ceremoniales y núcleos productivos se intercalaban, articulando el espacio económico y social. Falta estudiarlo en profundidad.


Ahora bien, si las semejanzas entre estas ciudades resultan notorias, también lo son sus problemas. El crecimiento demográfico ha sido rápido y desordenado. La inmigración serrana es intensa: cajamarquinos y chotanos imprimen otro ritmo a la vida urbana, según los propios chiclayanos o chepenanos.


La vitalidad comercial es innegable, pero las ciudades parecen pequeñas frente a la saturación vehicular. El tráfico es abrumador, y las normas de tránsito responden a un principio tácito: “quien puede, puede”. En las carreteras se entrecruzan motos, mototaxis, pequeños bajajs tipo torito —que han reemplazado al “taxi cholo”—, automóviles, camionetas, buses y enormes camiones de carga.


A ello se suma una situación difícil de entender para el visitante: el ruido constante, que los locales naturalizan como “música”. Las municipalidades poco hacen al respecto; lo inevitable se justifica como amor por la música. No hay horarios: las discotecas a cielo abierto inundan acústicamente amplias zonas urbanas. Quizás aquí se exprese una diferencia cultural en el uso del espacio público: para algunos, de ascendencia criolla y urbana, lo público es de nadie y, por tanto, requiere permiso; para otros, con herencia rural o andina —de costa o sierra—, lo público es de todos y, por ende, todos pueden usarlo.


Es un fenómeno común en todo el norte (y quizá más allá) que merece estudio: ¿por qué la música-ruido es un acompañante vital para ciertos grupos? ¿Qué hay de malo en el silencio? Tal vez se trate de una forma tradicional desarraigada de su contexto original, que hoy no encaja con la civitas moderna como base de la ciudadanía. Para muchos, el espacio público es de libre uso, incluso si ello afecta al otro.


En Chiclayo, por ejemplo, un campo de fulbito funciona de seis de la mañana a dos de la madrugada —o más—, con música estridente, en medio de edificios residenciales construidos antes de que el antiguo bosquecillo fuera convertido en canchas. En Chepén ocurre algo semejante, con discotecas al aire libre. Y más de uno dirá que se trata de una costumbre típica del norte, quizá del país entero.


En suma, Chiclayo y Chepén fueron y siguen siendo puntos de encuentro de múltiples poblaciones que sostienen una vida comercial intensa, aunque pobre en lo cultural, generando un caos organizado que solo los locales comprenden. Sus contrapartes, Lambayeque y Guadalupe, representan lo opuesto: ciudades más ordenadas y promotoras de cultura. Todas ellas parecen prolongar especializaciones urbanas de un pasado remoto, reinventadas y reanimadas por la inmigración reciente. Han crecido con prisa y sin pausa, impulsadas por una vitalidad humana que es tanto comercial como simbólica, y que continúa redefiniendo los ejes económicos y culturales de contacto entre la costa y la sierra del norte peruano.

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