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Derechos sub-humanos

Foto del escritor: Roger MerinoRoger Merino



En el día internacional de los derechos humanos una periodista preguntó al Ministro de Educación, Morgan Quero, sobre las acciones del gobierno por las 50 personas asesinadas por la represión estatal durante las protestas entre diciembre del 2022 y febrero del 2023. La respuesta del ministro fue grotesca: “las ratas no tienen derechos humanos”. Esta declaración abyecta, descarnada y visceral es solo la punta del iceberg de un sistema que ha institucionalizado el desprecio a los derechos humanos. En este sistema, aquellos que critican, disienten o denuncian los abusos del régimen son potenciales terroristas y, por eso, deben ser monitoreados, acosados en las redes sociales, o incluso perseguidos por los agentes del orden. Aquellos que protestan o tiene el infortunio de estar cerca de las protestas y calzar en el imaginario de enemigo, son -sin ambages- seres infrahumanos, sin derechos. Y, por lo tanto, desechables, eliminables. 


Estos imaginarios se sustentan en discursos políticos y dispositivos legales que no han surgido de la noche a la mañana. Varios sectores políticos y sociales influyentes llevan décadas denigrando los hallazgos de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, despreciando los derechos humanos de vastos grupos sociales, sobre todo de aquellos vinculados a protestas sociales. El país lleva décadas de terruqueo y estigmatización. La diferencia es que las fuerzas ultra conservadoras y anti-derechos hoy han capturado el Estado y promueven la violencia política desde las más altas esferas del poder. 


Perseo y los fantasmas del terrorismo


La sentencia del caso Perseo es un claro ejemplo de cómo el terruqueo abarca diversos gobiernos (el caso comenzó durante el gobierno de Ollanta Humala) y diversos poderes del Estado, pero que hoy se normaliza en un discurso político dominante. Con esta sentencia personas que nunca han levantado un arma y que nunca han formulado discursos de violencia política han sido condenadas por el delito de terrorismo. Fundadores y simpatizantes del Movimiento por la Amnistía y Derechos Fundamentales – MOVADEF, presentados por la policía y la fiscalía como “el brazo legal” de Sendero Luminoso, han sido condenados por firmar planillones, participar en eventos públicos, haber tenido algún cargo en la organización. Todas ellas acciones que bajo ningún forma legal pueden configurar el delito de terrorismo.  


El problema, en el fondo, no es la imposición de un castigo injustificado por “pensar diferente”. ¿Cuál es el pensamiento que la sentencia del caso Perseo busca condenar? El pensamiento Gonzalo, mencionado en los documentos fundacionales de la organización, fue usado por MOVADEF como marco ideológico para su principal objetivo de amnistía de militares, policías y terroristas involucrados en el conflicto armado interno. Esa fue la agenda derrotista del propio Abimael Guzmán una vez que fue apresado. El movimiento y su agenda, con todo lo repulsivo que nos parezca, ha buscado canalizar ese objetivo político en los canales formales. Eso es justamente la antinomia de la subversión. Someterse a las reglas de juego del sistema político. Entonces ¿qué se está castigando? No son acciones ni ideas, se castiga la existencia misma de personas potencialmente desechables por calzar en el imaginario de terrorista y, de esta forma, ser fácilmente instrumentalizables en el objetivo de legitimar las acciones de gobierno.


Más importante que ser terrorista es parecerlo


Porque la etiqueta “terrorista” es un significante vacío y, a la vez, un instrumento de violencia política selectiva. Hoy se acusa de terrorista a los comuneros que protestan contra la mina las Bambas, a los puneños que protestaron contra Dina Boluarte, a los indígenas amazónicos que toman lotes petroleros hartos de los derrames de petróleo. También se acusa de terroristas a los estudiantes de San Marcos que cobijaron a manifestantes en su campus, a abogados llamados “caviares” que osan defender a “terroristas”, a políticos “caviares” que critican la agenda de la ultra derecha. Pero llamar terrorista, por ejemplo, a Francisco Sagasti, líder de un partido de centro, no tendrá nunca las mismas consecuencias que llamar terrorista a un líder campesino, quien se juega la libertad e incluso la vida cuando quien lo reprime tiene en la mente a un subversivo y, por ello, a una ser infrahumano. Esto también explica por qué es tan fácil que abogados de élite como Alfredo Bullard hayan defendido abiertamente el derecho del MOVADEF a ser inscrito, pero cuando lo hace alguien ajeno a las esferas de poder político, económico o social de la derecha, se le endilga automáticamente la etiqueta de pro-terruco o terrorista.  


La democracia no puede ser boba, dicen los que celebran las penas draconianas del caso Perseo. Lo dicen en un tono similar al de Carl Schmitt, teórico político y constitucional del nazismo, cuando enfatizaba que el Estado Alemán debía actuar sin miramientos contra la amenaza comunista y la social-democracia en los años de ascenso del Tercer Reich. La paradoja del liberalismo es entonces que solo puede elegir uno de dos caminos. O darle espacio a fuerzas políticas que pondrían en riesgo la hegemonía del sistema político, o aplastarlos contraviniendo la esencia plural de la democracia liberal. Esto lleva a Giorgio Agamben a señalar que el sistema liberal tiene bases totalitarias y que potencialmente cualquier persona podría ser sometido a un estado de excepción, ser considerado un sub-humano, sin derechos frente al poder soberano absoluto.


Sin embargo, los ejemplos contemporáneos de Agamben como los refugiados y migrantes ilegales se refieren en gran medida a grupos marginados, racializados. Los estudios indígenas críticos han mostrado que esta potencialidad es, en realidad, selectiva. El mayor estado de excepción ha sido la colonización y genocidio sobre pueblos indígenas a los que, literalmente, se les ha considerado sub-humanos. Hay grupos que históricamente, por su particular cosmovisión, etnicidad y lugar en la sociedad han estado más expuestos al poder soberano. Un poder que no solo ha sido biopolítico, en el sentido de dirigirse directamente a disciplinar todos los ámbitos de la cultura y la vida, incluyendo la educación y la sexualidad. También ha sido geopolítico, en el sentido de que el poder soberano se ha expandido sobre  territorios y medios de vida de los pueblos indígenas. Hasta el día de hoy las personas racializadas, miembros de los sectores más marginados y de los territorios más olvidados son considerados “sacrificables”,  son las candidatas por antonomasia del poder soberano absoluto. Volviendo al Perú de los últimos años, no es casualidad que las 50 personas asesinadas en protestas sociales para que el actual régimen pueda imponerse pertenezcan a regiones y provincias donde la mayoría es indígena. Y que sean doblemente victimadas por un Ministro de Educación que no se inmutó al denigrar su memoria. O que la Policía invente operativos policiales para mostrar resultados en su lucha contra el crimen, encarcelando a personas de la periferia de la ciudad, pobres urbanos y racializados sin trabajo, acusándolos de pertenecer a bandas criminales. El poder soberano más grotesco y ampuloso se funda en esta capacidad de instrumentalizar a determinados grupos sociales. 


Derechos sub-humanos


Todas estos grupos tienen derechos reconocidos, pero son derechos sub-humanos. Porque la legalidad, de alguna forma, sigue allí. Estas personas entran en los procesos administrativos y judiciales del Estado, presentan sus generales de ley, tienen abogados y prerrogativas legales pero dentro de un sistema social y político en el que, a priori, su agencia política es reducida, su dignidad menoscaba, y por ello, su humanidad limitada. En el Perú del 2024 en donde el terruqueo se ha convertido en política de Estado podríamos re-frasear un famoso principio orwelliano de esta forma: “todos las personas son potenciales terroristas, pero algunas siempre serán más terroristas que otras”. 



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