Todos los muertos
Se sabe por los cronistas españoles que en el Tahuantinsuyo las momias (“mallquis”) eran tratadas como si estuviesen vivas. En el imperio incaico los restos de las autoridades más importantes se sometían a un proceso de momificación y eran considerados con todo tipo de privilegios terrenales: mantenían sus propiedades, presidían festividades y podían casarse.
Los cuerpos de los incas gobernantes eran embalsamados, ahumados y ataviados con las mejores ropas. En los ojos llevaban planchas de oro y eran sentados en sus andas tradicionales o cargados en brazos. Las momias, según los cronistas, daban consejos de Estado a través de sus descendientes vivos, y podían comer y beber de forma simbólica asistidos por sus sirvientes.
Desde mediados del siglo XVI los españoles empezaron a incautar y destruir las momias de la mayoría de gobernantes (algunas fueron enterradas de forma cristiana) durante el proceso de ‘extirpación de idolatrías’.
En Perú del siglo XXI aún le damos de comer a los muertos y le ponemos velas a los santos populares que el Vaticano nunca reconocerá. En algunas provincias de la sierra norte subsiste la maravillosa costumbre de preparar las comidas y bebidas preferidas de los difuntos para que se puedan dar un gusto una vez al año.
Entre la noche del 1 de noviembre y la mañana del 2, se sirve sobre una mesa de mantel blanco todo tipo de platos, dulces y tragos que le gustaron al que partió a mejor vida; con el objetivo de que, luego de pedir permiso en el “cielo”, baje a probar la esencia de sus antojos terrenales. Para ello se encienden velas que harán de guía. Luego, todo se mantendrá cerrado en un cuarto hasta el amanecer.
Algunas familias incluso colocan cenizas o harina en el piso para constatar si el alma descalza vino por su ofrenda. Durante el día, las familias visitan los cementerios para limpiar las tumbas y nichos de sus seres queridos, dejándoles ofrendas florales. Y si se da la oportunidad, y hay una guitarra o violín a la mano, se le puede cantar al difunto sus huaynos o rancheras favoritas mientras se derrama sobre el cemento de su morada algunos chorros de cerveza.
Sin embargo, con el advenimiento de las iglesias evangélicas en las zonas rurales, estas costumbres se han ido perdiendo al ser consideradas idólatras. Hoy son pocas las familias campesinas que realizan el rito completo, centrándose en la visita diurna al campo santo para colocar algunas flores. Parece que ya no está bien visto brindar con los muertos.
Leyendo “El Perú visto por viajeros”, uno puede encontrar descripciones de mitos y ritos peruanos a través de las visiones foráneas.
El viajero alemán y misionero jesuita P. Wolfgang Bayer, en su “Reise nach Perú”, aparecido en 1776, anotó: “Es muy fuerte en ellos (los peruanos de la sierra) la inclinación a toda clase de idolatrías y endiabladas supersticiones. Es por ello que los pastores de almas deben ser muy vigilantes para averiguar en qué cerros, cuevas o valles suelen reunirse los nuevos conversos. Tienen también idolillos vaciados en oro o plata, que suelen ocultar en las cuevas, a donde se dirigen en sigilo para pedirle al diablo ayuda y consejo. Tampoco se ha extirpado todavía la superstición de sus antiguos emperadores (incas), puesto que le tributan homenajes divinos al Sol”.
Es curioso que el misionero alemán también hable de “idolatrías” y “extirpación”.
Wolfgang Bayer narra que se solía ofrecer comida y bebida a la tierra para combatir el hambre y la sequía. Respecto al culto a los difuntos, anota: “Comparten con los muertos su comida y bebida, y les ponen todo aquello que es necesario para un largo viaje, lo cual cuidadosamente ocultan debajo del muerto. También le ponen agujas e hilo, a fin de que durante el viaje puedan zurcir sus vestidos y, asimismo, extraerse de los pies las espinas de las plantas, ya que ellos se imaginan que los desaparecidos deben viajar por ásperos montes cubiertos de espinas.”
El misionero también asegura que se solía dar muerte al perro que le era más fiel al difunto con la finalidad de que pudiese socorrerlo contra los asesinos que se presentaran en su camino hacia la otra vida.
Y continúa: “Ciertos días del año, se deslizan hacia la tumba, sobre la que vierten chicha (cerveza americana), con el fin de apagar la sed del muerto. Chicha que es preparada tan maliciosamente, que se podía suponer que la habían rociado con agua bendita, pues no se advertía el olor de esta bebida. Luego de transcurrido algunos años, preparan deliciosas comidas, en las que libaban alegremente por la salud del muerto, y para que prosiga felizmente su gran viaje a la eternidad”.
Siglos después de la invasión española, cuando ya éramos el mestizaje mayoritario –y a diferencia del Tahuantinsuyo– la muerte empezó a ser un tema tabú.
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