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Mandela antes de Mandela


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Rolihlahla. Literalmente: el que tira de la rama de un árbol. O más claro: el alborotador. Así le pusieron en Mvezo, el poblado donde nació un 18 de julio de 1918. Ese nombre en xhosa fue lo primero que lo marcó. No fue “Nelson” —ese vino después, cuando una maestra inglesa lo rebautizó, siguiendo la costumbre colonial de ponerles nombres británicos a los niños negros—. Fue Rolihlahla: el que incomoda, el que no se queda quieto (Nelson Mandela Foundation).


El boxeador


Mandela aprendió a boxear antes de aprender a negociar. En los gimnasios mal ventilados de Soweto, donde el olor a cuero viejo y sudor era una constante, se enamoró del ring. Lo dijo él mismo: “Me gustaba el boxeo porque en el ring no importaban el color de piel ni la posición social. Solo importaba cuánto resistías” (Long Walk to Freedom).

Ahí, entre jab y jab, aprendió una forma de orden. La política no se podía prever; los golpes, sí. Y eso, para un joven abogado en formación, tenía un valor casi espiritual. La disciplina del boxeo fue la antesala de su resistencia futura.


El abogado impecable


A mediados de los años 50, Mandela vestía trajes a medida, corbatas pulcras, zapatos lustrados. Era abogado, sí, pero también imagen: se convirtió en uno de los primeros negros con una firma legal propia, Mandela & Tambo Attorneys. Su socio era Oliver Tambo, y juntos defendían a quienes nadie más quería defender: negros, sindicalistas, militantes, gente de los márgenes (SA History).


Lo respetaban y lo desconfiaban. Para algunos dentro del Congreso Nacional Africano (ANC), era demasiado formal, demasiado educado, demasiado cercano a la legalidad. Pero él, mientras tanto, leía a Marx, a Fanon, a Gandhi. Dudaba. Creía. Peleaba.


El hombre que dudaba


Tuvo dudas, claro. De las personales y de las políticas. Su primer matrimonio con Evelyn Mase, una enfermera de la Cruz Roja, se fue deteriorando a medida que él se volcaba a la política. Él mismo reconoció que había fallado como padre, como esposo. “Mi vida en casa fue el precio que pagué por mi vida pública”, escribiría más tarde.


Pero también dudó del camino. ¿Violencia o no violencia? ¿Gandhi o Castro? Durante años creyó en la resistencia pasiva. Hasta que Sharpeville lo cambió todo.


El clandestino


21 de marzo de 1960. La policía abrió fuego contra una manifestación pacífica en Sharpeville. Mató a 69 personas, muchas por la espalda. Fue ahí que Mandela dijo basta. Al poco tiempo, fundó Umkhonto we Sizwe (“La lanza de la nación”), el brazo armado del ANC. Se convirtió en clandestino. Se disfrazó de chofer, de jardinero, de predicador. Usaba pasaportes falsos. Lo apodaron “el Pimpinela Negro”, por su habilidad para escabullirse de la policía (Nelson Mandela Foundation).


Fue arrestado en 1962. Lo detuvieron en un control de carretera, con documentos falsos. En el juicio, se negó a defenderse como víctima. Habló como líder. Terminó su alegato con una frase que cruzó fronteras: “He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He acariciado el ideal de una sociedad democrática y libre [...] Es un ideal por el cual espero vivir, pero si es necesario, es un ideal por el cual estoy dispuesto a morir” (Rivonia Trial Speech).


Lo condenaron a cadena perpetua. En la prisión de Robben Island, fue el preso número 466/64. Dormía en una celda de dos metros, rompía piedras a martillazos, y aún así organizaba huelgas, daba clases, escribía cartas con metáforas más afiladas que cualquier panfleto.


El precio del bronce


Cuando Mandela salió de la cárcel en 1990, caminaba más lento pero con la misma espalda recta. Apretaba la mano de Winnie y saludaba con el puño en alto. Millones lloraban frente al televisor. Nadie recordaba al joven que huía de un matrimonio arreglado, ni al boxeador de Soweto. Ya no era ese tipo. Era el ícono.


Lo convirtieron en estatua antes de que muriera. En Londres, Pretoria, Ciudad del Cabo, La Habana. Algunos lo miraban con respeto, otros con culpa, muchos con indiferencia. El bronce no grita.


Él lo sabía. Aceptó el traje de presidente con la misma disciplina con la que se ponía los guantes. Pactó con sus antiguos enemigos. Apostó por una Sudáfrica que no se rompiera en mil pedazos. Mantuvo a raya los odios. Propuso reconciliación donde muchos querían venganza. Para algunos, fue un estadista. Para otros, un traidor. Muchos esperaban al revolucionario que desmantelara hasta los cimientos del poder blanco, no al reformador que negoció una transición sin sangre ni saqueos. Lo acusaron de haber entregado demasiado, de haber renunciado a la justicia social en nombre de la estabilidad. Nadie le preguntó si extrañaba el ring.


En Sudáfrica, muchos aún viven en casas de lata. Muchos no tienen agua ni tierra. El apartheid cayó, pero las cifras siguen segregadas. Algunos jóvenes ya no lo mencionan. Otros lo miran con recelo. Y en los libros de historia, él siempre sonríe.


Pero hay algo que el bronce no puede ocultar: antes del Nobel, del perdón y de los desfiles, hubo un hombre que se atrevió a quererlo todo. Justicia, libertad, igualdad y un poco de ternura. Un hombre que peleó no sólo contra un sistema, sino también contra sus propios miedos, sus contradicciones, sus límites.


Ese hombre no cabía en una estatua. Y probablemente, nunca quiso hacerlo.



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