De las hogueras nazis a la censura estatal peruana: libros prohibidos
- Redacción El Salmón

- hace 5 días
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Cuando Hitler llega al poder en enero de 1933, una de las preocupaciones centrales del régimen nazi no era únicamente consolidar el poder político, sino también transformar la cultura alemana para asegurar que los futuros ciudadanos compartieran una visión ideológica afín al nazismo. En ese sentido, la figura de Joseph Goebbels —ministro del recién creado Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y la Propaganda)— se volvió clave. Su ministerio no solo controló la prensa, el cine, el teatro, la radio y el arte, sino también la literatura y los libros que podían circular en la sociedad.
La propaganda nazi no era solo una campaña de palabras: era una red institucional sofisticada. Para el régimen, el libro era una herramienta estratégica: no solo para persuadir, sino para filtrar qué ideas podían llegar a los ciudadanos, especialmente a los jóvenes. Controlar la lectura equivalía a controlar las mentes emergentes.
La “acción contra el espíritu impuro”: censura como ritual y política
En abril de 1933, un mes después de la llegada de Hitler al poder, la Deutsche Studentenschaft (la asociación nacional de estudiantes alemanes) anunció una campaña contra lo que llamaron el “espíritu no-alemán” (“Aktion Wider den undeutschen Geist”). Esta campaña no era solamente retórica: fue organizada, institucional, y contó con listas negras de libros que debían ser “depurados”.
Uno de los nombres centrales de esas listas fue Wolfgang Herrmann, bibliotecario y miembro del partido nazi, quien elaboró una “lista negra” de autores y títulos considerados “dañinos” para la nueva Alemania. Gracias a esa lista, estudiantes y otros grupos pudieron identificar qué libros debían ser retirados de bibliotecas y librerías, y muchos de esos textos fueron recopilados para su destrucción pública.
En la noche del 10 de mayo de 1933, en más de 20 ciudades universitarias alemanas, se realizaron hogueras ceremoniales en las que se quemaron decenas de miles de libros catalogados como “no-alemán” (“undeutsch”). En Berlín, miles de personas contemplaron cómo autores como Heinrich Mann, Ernst Glaeser y Erich Kästner veían sus libros arder mientras Joseph Goebbels pronunciaba un discurso ante la multitud. Este acto no fue una protesta espontánea, sino un ritual cuidadosamente organizado que buscaba simbolizar la “purificación” cultural: la eliminación de ideas que el nazismo consideraba peligrosas para su proyecto político.
Más allá del fuego: el aparato institucional de la censura
La quema de libros fue la parte más visible de un sistema que se arraigó profundamente en la administración cultural del Tercer Reich. El Ministerio de Propaganda estableció mecanismos para controlar no solo qué obras se publicaban, sino también cuáles podían permanecer accesibles en bibliotecas populares y escolares.
En muchas ciudades, los libros prohibidos no fueron destruidos por completo, sino retirados de bibliotecas públicas o trasladados a archivos cerrados. Según historiadores, se crearon listas oficiales de “literatura perjudicial o indeseable” (“List of harmful and undesirable literature”) que fueron actualizadas anualmente por la Reichsschrifttumskammer (Cámara del Libro del Reich).
Además, en paralelo a la censura, el régimen promovió la expansión de bibliotecas bajo control nazi. Por ejemplo, en 1933 se anunciaron la apertura de nuevas bibliotecas, incluso en zonas rurales, con la intención de moldear el sistema educativo y cultural desde la infancia. La paradoja es clara: mientras algunas voces y textos eran suprimidos, el régimen reforzaba su propia infraestructura cultural para difundir su ideología entre la población.
El paisaje intelectual juvenil bajo vigilancia
Uno de los objetivos más estratégicos del nazismo fue dirigir su mirada hacia los jóvenes. La educación no solo debía enseñar historia, biología o geografía, sino también modelar una subjetividad disciplinada y alineada con los ideales del régimen.
Es así que no solo se prohibieron textos políticos o de contenido explícitamente ideológico, sino también novelas juveniles, cuentos infantiles o libros que exploraban la psicología, la sexualidad o la identidad personal. Erich Kästner, autor querido por los jóvenes por sus historias sobre la infancia y la adolescencia, fue incluido entre los escritores quemados; sus libros —que no eran subversivos en términos políticos— fueron considerados peligrosos porque incentivaban la reflexión individual, la ironía, la crítica moral.
El control ideológico nazi no necesitaba solo silenciar la oposición, sino neutralizar la capacidad de cuestionamiento desde edades tempranas. La quema de libros fue un acto simbólico, pero también práctico: permitir que los jóvenes leyeran ciertas ideas era un riesgo que el régimen no estaba dispuesto a asumir.
Consecuencias culturales y memoria
Las consecuencias de esa purga cultural fueron profundas. Muchas bibliotecas públicas vieron cómo sus estantes se vaciaban o se reorganizaban drásticamente. Autores de prestigio, o simplemente populares, desaparecieron de la vida intelectual alemana. El acto de quemar libros también fue un símbolo de lo que estaba por venir: no solo se perseguían ideas, sino personas.
La memoria de aquel 10 de mayo de 1933 se ha mantenido viva precisamente porque fue el preludio de una violencia mucho más profunda. En Berlín, la plaza donde se quemaban los libros se convirtió en Bebelplatz, un sitio de memoria, y hoy en día hay monumentos que recuerdan el horror de ese acto.
Además, los registros de los bibliotecarios, de las listas negras, y los testimonios sobre cómo ciertos libros fueron retirados de circulación muestran que la censura nazi no fue un accidente, sino un proyecto estructural, una estrategia para controlar la cultura y la subjetividad humana a largo plazo.
Conexión contemporánea: el precedente del Colegio Roosevelt
Hoy, más de 90 años después, la sanción de INDECOPI al Colegio Franklin Delano Roosevelt por ofrecer 21 libros “inadecuados” —textos vinculados a sexualidad, identidades y salud mental— puede no parecer comparable a un régimen fascista. Sin embargo, sería un error no leerla en clave histórica. El Estado peruano atraviesa un viraje conservador, impulsado por sectores de ultraderecha que han instalado la idea de que ciertos libros corrompen y de que la juventud debe ser resguardada de todo aquello que no encaja en su moral.
En ese clima político y cultural, la intervención de INDECOPI deja de ser un simple trámite administrativo para convertirse en un gesto de policía cultural: un Estado que vigila bibliotecas, interviene en la circulación de pensamientos incómodos y decide qué lecturas son “permitidas”. No hay uniformes ni marchas, pero sí una lógica reconocible: miedo a la autonomía juvenil, sospecha frente a la diversidad y la tentación permanente de depurar el espacio educativo según la sensibilidad de unos pocos.
Hace unos días, la Comisión de Protección al Consumidor N.º 2 de INDECOPI multó al colegio con 26,38 UIT (S/ 141 433). Según la resolución, la institución no habría tomado medidas preventivas ni consultado adecuadamente con los padres respecto de estos libros. Además, la entidad ordenó suspender el préstamo de los textos durante 48 horas mientras se conformaba un comité evaluador —con participación de padres— encargado de revisar su contenido y determinar su pertinencia.
Para especialistas en educación y derechos culturales, la sanción abre un precedente inquietante. La lógica que la sostiene es demasiado familiar: la idea de que ciertos libros representan un riesgo para la “salud mental” de los jóvenes y que corresponde al Estado filtrar, supervisar y autorizar lo que pueden leer. No hay fuego ni piras, pero sí un procedimiento administrativo que instala al Estado en el rol de árbitro moral, capaz de decidir qué relatos, identidades y preguntas pueden existir en una biblioteca escolar.
El paralelismo no es una exageración ni un recurso retórico. El Perú vive hoy bajo un régimen autoritario y abiertamente conservador, donde distintas instituciones públicas han asumido sin disimulo funciones de vigilancia moral. La sanción a una biblioteca escolar no es un incidente aislado, sino la evidencia de un aparato estatal dispuesto a disciplinar culturalmente a la sociedad: restringiendo derechos, imponiendo una moral única y castigando toda forma de diversidad. Cuando el Estado se siente legitimado para determinar qué libros pueden leer los jóvenes, ya no hablamos de una “preocupación pedagógica”, sino de un proyecto político que aspira a controlar la imaginación antes que la realidad.
Y la historia enseña, con crueldad y precisión, que los regímenes que empiezan censurando libros siempre terminan creyendo que también pueden encender hogueras.













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