La izquierda y el Imperio

La derecha ganó la batalla cultural desde que la izquierda desistió de la batalla ideológica. No hay forma de discutir el mundo y el futuro si lo que se impone es la rabia y la estupidez; y si se suma a ello la performance de una izquierda ya domesticada por las nuevas formas de entender el reclamo social, la guerra está perdida.
El conservadurismo de la derecha mundial está llegando a su exitoso clímax gracias, en parte, a la soledad combativa de un progresismo declarativo y extraviado. De eso sabe mucho la izquierda tradicional, aquella que fue desplazada por el activismo más básico.
Ahora definamos los conceptos. La izquierda tradicional es la que conocíamos por sus pilares fundacionales: el marxismo, el antiimperialismo y el anticapitalismo; y que entre sus objetivos estaba el luchar al lado de los pobres para alcanzar la justicia social en el mundo.
El progresismo moderno (el original se definía como el liberalismo de las izquierdas), se enfoca más en los derechos civiles, la participación ciudadana y el bienestar social de determinados grupos.
No está de más recordar que el marxismo, como fuente de estudio social, ha sido prácticamente proscrito por un capitalismo efectista que lo ha catalogado, a través de la propaganda de intelectuales y productos culturales, como el combustible de sangrientas dictaduras comunistas. Por su parte, el progresismo mundial ha sido capturado por el liberalismo con preocupaciones sociales, desplazando la idea de la lucha de clases por la prioridad de la lucha de grupos identitarios.
La izquierda tradicional y el progresismo hubiesen podido convivir perfectamente, si no hubiese sido por el trabajo de hormiga de entidades como USAID, cuyo objetivo era separar la paja del trigo para reducir y orientar los descontentos a escenarios más manejables.
El trabajo de la derecha inteligente –digamos, el Sistema Económico con mayúsculas– ha sido tejer a través de décadas una trama de sospechas y desconfianzas entre las diferentes versiones de la izquierda, con especial ahínco en “modernizar” las preocupaciones individuales, renegando del valor de la historia. El modelo económico supo que tenía que permear sus certezas en lo cultural, eligiendo batallas con detractores más jóvenes y despolitizados, en desmedro de los viejos gurúes del marxismo, y así priorizar descontentos inofensivos al modelo económico.
En la actualidad, la izquierda tradicional es vista como la desfasada y radical, y muy proclive a la corrupción; mientras que el progresismo era lo fresco y lo moderno. Luego, el sistema (bastante zorro) le dio luz verde al progresismo para que ensayara sus más osadas reformas con la finalidad real de terminar asustando a la “familia tradicional”. E
Es en ese escenario que emerge la extrema derecha para salvar a la familia y a la sociedad de una imaginaria Sodoma y Gomorra. El progresismo no quería hablar de lucha de clases, solo de privilegios y reivindicaciones, tampoco citaba a la historia y tenía prácticamente prohibido hablar de “imperialismo”. La derecha repotenciada, entonces, al confrontarse con una versión de la izquierda sin garras ni dientes, la hizo añicos a punta de pragmatismo y populismo.
Y no solo hablamos del fenómeno Trump. En Europa las cosas andan tan mal que se prefiere la consolidación de una derecha más o menos clásica al resurgimiento de movimientos ultranacionalistas, como está ocurriendo.
Acá tampoco se trata de culpar a la izquierda de los males del mundo, pero se resalta su incapacidad política de convertirse en una alternativa viable en tiempos de crisis.
Otro fenómeno que ahonda la problemática es que la idea que teníamos de democracia como el más alto valor social y cultural se ha erosionado hasta niveles preocupantes. Los ciudadanos no sienten que la democracia les solucione sus problemas, les dé de comer o les brinde un buen servicio de salud. La retórica libertaria ha calado en quienes ven al Estado como un estorbo para sus inversiones o como una entidad burocrática cuyas planillas se “comen” lo que podía invertirse en carreteras.
Bajo este peculiar enfoque, la democracia solo sirve si genera orden y disciplina para que funcione el mercado. Si el Estado gasta, por ejemplo, en programas sociales, entonces está desamparando a los ciudadanos “de bien” que pagan religiosamente sus impuestos. Y pobre de aquel izquierdista o progresista que trabaje para alguna entidad estatal, porque será comparado con una rémora.
Luego de las primeras medidas del presidente estadounidense Donald Trump, la izquierda tradicional ha intentado desempolvar, con razón y evidencia, el término “imperialismo”. Pero el término aún sigue en debate en círculos progresistas que prefieren ver en lo de Trump un exabrupto que no mancha el historial de “ayuda humanitaria” de los Estados Unidos.
El asunto es que Trump no ha estrenado el imperialismo, Trump le ha sacado la careta a los métodos más sutiles y subrepticios que el imperio usaba para lograr sus objetivos. Aquí no se trata de bombas demócratas buenas y bombas republicanas malas, de aranceles buenos y malos, sino de que el alguacil del mundo siempre tuvo la rodilla sobre el cogote de los pueblos oprimidos. ¿La gente ha olvidado los bombardeos de Obama y que el genocidio de Palestina tuvo el visto bueno y el apoyo económico de la administración Biden?
Lo singular de esta crisis es que es el momento adecuado para que la izquierda tradicional desempolve su prédica sobre la lucha de los pueblos y el peligro de un mundo unipolar. Tal vez así recupere algo de credibilidad y pueda rehacerse como una alternativa a los atropellos del capitalismo en la tan cabizbaja Latinoamérica. Pero mientras siga haciendo concesiones a la derecha y no se modernice entendiendo la prioridad real de los pueblos, seguirá sepultada bajo panfletos añejos y ahora pancartas coloridas.
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