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Guía para ver el cine de Pasolini


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Pier Paolo Pasolini fue, ante todo, un disidente. Poeta antes que cineasta, marxista sin dogma, católico sin fe, homosexual en una Italia moralista y fascista en sus reflejos más profundos. Su cine no se mira: se atraviesa. Es una experiencia incómoda, contradictoria y, a veces, insoportable. Pero también profundamente reveladora. Quien entra en su obra con paciencia y apertura descubre una de las miradas más coherentes y radicales del siglo XX: una que entendió que la pobreza, la carne y el lenguaje eran los verdaderos campos de batalla de la modernidad.


Pasolini filmó con una idea fija: el capitalismo no solo explota cuerpos, sino que los vacía de sentido. Su cine es una rebelión poética contra esa anestesia. Cada película —desde las más crudas hasta las más oníricas— es una tentativa de rescatar lo sagrado en lo humano, aun cuando lo humano se muestre en su forma más degradada.


Por dónde empezar


Quien se acerca por primera vez a Pasolini debería evitar comenzar por Saló o los 120 días de Sodoma. No porque no sea importante, sino porque es su punto de llegada, no de partida. Lo mejor es entrar por su etapa más humanista y narrativa.


Una buena ruta sería comenzar con Mamma Roma (1962), donde Anna Magnani condensa todo lo que el cine de Pasolini tiene de ternura y tragedia. Luego, pasar a El Evangelio según San Mateo (1964), para entender su misticismo materialista: un Cristo que habla como un profeta comunista. De ahí se puede avanzar hacia Teorema (1968), que abre el camino a su dimensión simbólica y filosófica. Y finalmente, ya preparado para el golpe, llegar a Saló (1975), su testamento político y su espejo final.


Ver a Pasolini en orden no cronológico, sino emocional, permite captar su evolución: del poeta que observa la pobreza con amor, al intelectual que la confronta con desesperanza.


Accattone (1961): la santidad de los marginados


Su debut cinematográfico es una bofetada al neorrealismo. Pasolini no filma la miseria para denunciarla, sino para devolverle su dignidad trágica. Accattone, un proxeneta de los suburbios romanos, es un mártir involuntario de un mundo sin redención. ¿Qué tener en cuenta? La mezcla entre lenguaje poético y brutalidad cotidiana; el uso del Miserere de Bach para sacralizar lo profano; y la mirada piadosa hacia los delincuentes, no como monstruos sino como víctimas de la historia.


Mamma Roma (1962): el rostro popular de la tragedia


Anna Magnani encarna a una mujer que intenta escapar del destino que la sociedad le impone. La historia es, en realidad, un viacrucis moderno. ¿Qué tener en cuenta? La tensión entre el sueño de ascenso social y la condena del origen; la iconografía cristiana en una Roma proletaria; y el rostro de Magnani, filmado como si fuera una virgen doliente.


El Evangelio según San Mateo (1964): un Cristo marxista y humano


Filmada con actores no profesionales y en escenarios naturales, esta película es una lectura austera y revolucionaria del cristianismo. ¿Qué tener en cuenta? La fidelidad textual al Evangelio, la ausencia de artificio, y el modo en que Pasolini convierte la figura de Cristo en símbolo de justicia terrenal. El resultado es un film espiritual sin ser religioso.


Teorema (1968): el deseo como revelación


Un misterioso visitante (Terence Stamp) irrumpe en la vida de una familia burguesa, seduce a todos sus miembros y desaparece. Su partida deja el vacío, la culpa y la conciencia del sinsentido. ¿Qué tener en cuenta? El deseo como fuerza subversiva, la disolución del orden burgués y el tono alegórico: lo sexual es político, lo divino se confunde con lo erótico.


Pocilga (1969): el poder y la abyección


Una de sus películas más radicales, estructurada en dos relatos: un joven fascinado por los cerdos en la Alemania postnazi, y un grupo de hombres que practican el canibalismo en una prehistoria imaginada. ¿Qué tener en cuenta? El paralelismo entre barbarie y civilización, la crítica feroz al capitalismo europeo y la voluntad de incomodar, incluso al espectador de izquierda.


El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974): el placer como resistencia


Este tríptico, conocido como la Trilogía de la vida, celebra el cuerpo, el placer y la imaginación frente al moralismo y la represión. Son películas luminosas, casi festivas, donde Pasolini imagina una humanidad libre del consumo. ¿Qué tener en cuenta? Los cuerpos reales, no idealizados; el erotismo como celebración, no como mercancía; y la nostalgia por una inocencia que el progreso destruye.


Saló o los 120 días de Sodoma (1975): el fin de todo


La última película de Pasolini, estrenada semanas antes de su asesinato, es una alegoría del poder total. Inspirada en Sade y situada en la República fascista de Saló, muestra la tortura y la degradación como metáforas de un sistema que convierte al cuerpo en objeto de consumo. ¿Qué tener en cuenta? Verla no como pornografía, sino como una meditación sobre la deshumanización moderna; la estructura dantesca (Infierno, Manías, Excrementos, Sangre); y la distancia del director, que filma sin erotismo ni morbo, como si la cámara fuera testigo judicial de una civilización en ruinas.


Mirar a Pasolini: una experiencia moral


Ver a Pasolini no es solo ver películas. Es confrontar una visión del mundo donde el arte y la política son inseparables. Su cine obliga a pensar en lo que preferimos no mirar: el poder, la hipocresía, el cuerpo, la pobreza, el deseo.


No hay que buscar en él belleza decorativa, sino verdad. Su estética es áspera, su ritmo irregular, su montaje a veces desconcertante. Pero en esa imperfección reside su autenticidad. Pasolini no busca seducir, busca despertar.


Su cine, visto en conjunto, es una larga elegía por un mundo que desapareció, el de los pobres, los campesinos, los herejes, y una advertencia contra el nuevo fascismo del consumo. Por eso, más que entenderlo, hay que dejarse afectar por él. Ver a Pasolini es, en última instancia, una forma de resistencia: mirar sin cerrar los ojos.

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