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El espejismo de la verdad: sobre True Story y la seducción narcisista del periodismo


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True Story (2015), dirigida por Rupert Goold y protagonizada por Jonah Hill y James Franco, reconstruye el caso real que el periodista Michael Finkel relató en su libro homónimo. Se trata de la peculiar relación que estableció con Christian Longo, un hombre acusado de asesinar a su esposa y a sus tres hijos, quien, al ser capturado en México, había adoptado precisamente la identidad de Michael Finkel, periodista del New York Times. La película, de apariencia contenida y narrativamente sobria, es en el fondo una exploración incisiva de los límites entre la ética periodística y la necesidad personal de redención, entre el deseo de contar la verdad y la tentación de fabricarla para salvaguardar el propio ego.


1. La caída


Michael Finkel, recién despedido del New York Times Magazine por haber falseado un reportaje sobre la esclavitud infantil en Costa de Marfil —fusionó varios testimonios en un solo personaje; no inventó los hechos, pero sí alteró la verdad individual de cada uno, lo que en periodismo equivale a una herejía, traicionar la veracidad en nombre del efecto narrativo—, se encuentra sumido en un vacío profesional y moral.


Hasta que, un día cualquiera, desde una prisión en Oregón, aparece un eco perturbador: un asesino confeso, Christian Longo, se había hecho pasar por Michael Finkel del New York Times mientras huía tras matar a su esposa y a sus tres hijos. El periodista caído en desgracia descubre, así, su propio nombre convertido en máscara del mal.


2. La seducción narcisista


La aparición de Longo, que usa su nombre como falsa identidad, activa en él no una curiosidad periodística fría, sino una fascinación narcisista. Ciertamente, muchos críticos han hablado del llamado “efecto espejo” entre Finkel y Longo. Sin embargo, la película, a mi entender, sugiere algo más inquietante: no hay identificación moral, puesto que no existe simetría posible entre un periodista deshonesto y un parricida. En Finkel se opera la seducción de su propia imagen a través de la admiración que le profesa Longo. Lo que hay, finalmente, es una seducción narcisista, una fascinación de vanidad herida.


Longo, al elegir el nombre de Finkel, le devuelve a este, de manera perversa, la sensación de existir: “Si incluso un criminal inteligente elige ser yo, es porque sigo siendo alguien”. Ese es el halago envenenado que cala en un hombre humillado, y lo que parece, en Finkel, un acto de investigación se revela, progresivamente, como un acto de autoafirmación tras el despido, el descrédito y el silencio.


De tal modo, Finkel no se refleja en Longo, se deja mirar y se autoadmira a través de él. Lo que lo atrae no es el crimen, sino la atención que debe volver sobre su figura; no le atrae el horror de la historia, sino el reconocimiento periodístico que podría volver a alcanzar. Longo lo elige, y él se deja elegir.


3. La redención como máscara del ego


Decíamos que Finkel no busca en Longo al criminal, sino al testigo de su propia relevancia, encontrando en él la posibilidad de confirmar su importancia perdida a través de la historia que escribirá sobre el asesino. Su acercamiento no está motivado por una empatía genuina, sino por una transferencia de dependencia moral: necesita que Longo lo necesite para sentirse, otra vez, válido.


En este punto, la película tensiona con sagacidad la noción de verdad. Finkel, obsesionado por reescribir su propia caída, no persigue la verdad de los hechos —aquella que se construye con pruebas y distancia crítica—, sino una “verdad narrativa” que le permita redimirse. Por eso, en un autoengaño lúcido, prefiere creer la versión del asesino —un relato de arrepentimiento e inocencia— antes que aceptar que, una vez más, está cometiendo el mismo error del pasado. Decide, sin embargo, seguir adelante, porque el beneficio emocional de la mentira supera el costo psicológico de aceptar la verdad cruda. Sabe, en el fondo, que está apostando su credibilidad residual a la palabra de un asesino. Necesita que Longo sea inocente (o, al menos, arrepentido y complejo) para que su propia historia de redención periodística tenga sentido. Necesita que este proyecto lo reivindique, lo salve del ostracismo profesional y le devuelva su estatus.


Esto se agrava y profundiza por aquella soberbia epistémica: el orgullo del periodista que cree poder “leer” a cualquier personaje y discernir, por intuición, una verdad que escapa a los demás. Quiere volver a escribir una gran historia y probar que aún puede desvelar lo que nadie más ve. Su error no es, por tanto, de ingenuidad, puesto que es un ejercicio razonado, aunque no del todo consciente: víctima de su inflado ego. Por consiguiente, Finkel no busca comprender ni intenta narrar la verdad; intenta que aquella “verdad” que solo él puede desvelar lo absuelva de su situación en desgracia.


Así pues, la tragedia de Finkel es la del profesional que confunde la verdad con su necesidad de tener razón, del observador que se enamora de su propio punto de vista. Es una necesidad fundamentalmente existencial y narcisista.


4. El utilizador utilizado


Paralelamente a ello, el periodista cree manipular al asesino para obtener una historia redentora. Pero es Longo quien dirige el juego. En este contexto, Longo necesita ser creído, mientras que Finkel necesita volver a creer. Uno busca absolución, mientras que el otro necesita admiración. Y ambos se retroalimentan en una coreografía perversa donde cada uno se convierte en instrumento funcional del otro.


El resultado es la ironía central de True Story: el periodista que falsificó una historia para hacerla más verosímil termina creyendo una falsificación mucho más peligrosa —la del asesino que le ofrece inocencia a cambio de atención. En consecuencia, el utilizador termina siendo utilizado; el estafador, estafado.


Así, en el clímax del juicio —donde Finkel descubre que Longo ha mentido sistemáticamente— no solo queda palmariamente clara la derrota de su hipótesis, sino también el colapso de su estrategia de redención. Lo que se quiebra en ese instante no es su fe en Longo, a quien necesitó creer por narcisismo y estrategia, sino la ilusión de control sobre su propia historia.

La confrontación final, contenida y elíptica, muestra a un Finkel despojado de su máscara de redentor, obligado a reconocer que fue un instrumento en el juego del asesino.


Sin embargo, incluso entonces, la película deja abierta la pregunta sobre si Finkel alcanza una autocrítica profunda. Su relato posterior parece más una racionalización elegíaca que una confesión desnuda: “Me equivoqué —dice—, pero mi error me reveló algo sobre la naturaleza humana”. Una justificación intelectualizada que delata la persistencia de su narcisismo.


5. El eco final


Frente a las interpretaciones tradicionales acerca de la verdadera historia entre Finkel y Longo, y su puesta en pantalla, que presentan a ambos como dos caras de una misma moneda —es decir, dos impostores en distinto grado—, Finkel no se refleja en Longo; más bien, se pierde intentando encontrar en el asesino una posibilidad de reconocimiento que el mundo profesional le había negado. La película, en su aparente objetividad, permite que el espectador perciba intuitivamente esta dinámica soterrada: la manera en que la necesidad de contar una gran historia —esa tentación de brillar— puede corromper el ejercicio periodístico y, de manera esencial, la vocación de informar.


Al final, True Story nos enfrenta a una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto el periodista, en su afán por narrar el mal, termina siendo seducido por él? La respuesta, aquí, no la encontramos en la verdad del crimen, sino en la vanidad de convertirlo en una “gran historia”, en un artículo digno de alabanza, en una portada famosa en las marquesinas de la gran prensa.


6. La persistencia del autoengaño


En definitiva, True Story no es, en el fondo, una historia de crimen, sino una parábola sobre la corrupción del deseo de desvelar la verdad. Nos muestra cómo la vocación de informar puede transformarse en una forma refinada de mentira; cómo el periodismo —esa profesión que vive de observar el mundo— puede caer en su peor tentación: mirar solo un reflejo de sí mismo en la superficie.


Así pues, como hemos venido discurriendo en el presente artículo, Finkel no fue víctima de Longo, sino de su propio narcisismo moral. No “cae” en la trampa de Longo como un incauto; camina hacia ella con los ojos abiertos, porque el destino que le promete (la redención) es más seductor que la verdad que intuye (la manipulación). Sabe que está pisando terreno pantanoso, pero está tan fascinado por el reflejo de su propia salvación —ese que ve en el pantano— que decide que vale la pena correr el riesgo.


El autoengaño lúcido es, finalmente, la elección consciente de la mentira reconfortante sobre la verdad incómoda. Finkel no buscó la verdad en Longo: buscó la promesa del aplauso. Y, sin embargo, encontró el eco hueco de su propio nombre, pronunciado por un asesino serial.


Link del trailer:

UNA HISTORIA REAL | Tráiler


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