El día que Sartre rechazó el Nobel
- Redacción El Salmón
- hace 3 horas
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París, octubre de 1964. En los cafés de Saint-Germain-des-Prés, donde Jean-Paul Sartre solía fumar sin parar y hablar de política, existencialismo y revolución, la noticia cayó como un relámpago. La Academia Sueca acababa de anunciar que el Premio Nobel de Literatura de ese año correspondía al autor de El ser y la nada, La náusea y Las palabras. Era, dijeron los académicos, un reconocimiento a una obra “rica en ideas y llena del espíritu de libertad y búsqueda de la verdad”.
Pero mientras los titulares celebraban el triunfo del filósofo francés, Sartre estaba redactando otra carta: una negativa. Días antes del anuncio, ya había hecho saber a la Academia que no deseaba figurar como candidato, ni mucho menos recibir el galardón. La carta, enviada a Estocolmo a mediados de octubre, llegó demasiado tarde. El jurado ya había votado. El 22 de octubre, cuando se hizo público el fallo, Sartre se convirtió en el primer escritor en rechazar el Nobel.
Una negativa en nombre de la libertad
“Un escritor que adopta posiciones políticas, sociales o literarias debe actuar solo con los medios que le son propios: la palabra escrita”, explicó en un comunicado difundido por Le Figaro el día siguiente. No había rencor ni altivez, sino una convicción profunda. “No quiero ser institucionalizado”, dijo a los periodistas que lo buscaron a la salida de su departamento en el boulevard Raspail.
Para Sartre, aceptar el Nobel habría sido, literalmente, traicionar su independencia. No era una decisión improvisada. En 1945 ya había rechazado la Legión de Honor, la máxima distinción del Estado francés. También se había negado a ingresar al Collège de France y a aceptar cátedras oficiales. No quería, como solía repetir, “convertirse en una institución”.
Su negativa tenía, además, una dimensión política. En plena Guerra Fría, el filósofo sostenía que los premios occidentales servían para consagrar a unos autores frente a otros, y que aceptar el Nobel podía interpretarse como una alineación con el bloque capitalista. “Si aceptara este premio, parecería que tomo partido en la lucha de las culturas”, escribió. Sartre era, en ese momento, una figura incómoda: un intelectual marxista que criticaba tanto al imperialismo estadounidense como al estalinismo soviético.
El escándalo de un gesto coherente
La Academia Sueca, sorprendida, publicó un comunicado lamentando la decisión. El secretario permanente, Anders Österling, subrayó que “el premio se concede independientemente de la aceptación del laureado”, y que, por tanto, el nombre de Sartre permanecería en la lista de galardonados de 1964. Así quedó. Oficialmente, Jean-Paul Sartre es Nobel de Literatura, aunque jamás tocó la medalla ni el dinero que lo acompañaba.
La prensa europea se dividió. Algunos lo consideraron un gesto arrogante, una pose de superioridad moral. Otros, una lección de integridad. En los cafés de París, las discusiones se multiplicaron. Simone de Beauvoir, su compañera inseparable, lo defendió: “Fue absolutamente consecuente. No quería deberle nada a nadie”.
El episodio, lejos de perjudicarlo, lo elevó a la categoría de mito intelectual. En los años siguientes continuó escribiendo ensayos y obras teatrales, y participó activamente en los movimientos sociales que sacudieron Francia, desde la guerra de Argelia hasta el Mayo del 68. La coherencia se había vuelto parte de su legado.
El precio de no pertenecer
Sartre sabía que su rechazo sería interpretado de múltiples formas. En una entrevista con el periodista sueco Ragnar Edenman, explicó que su decisión no era una crítica a la Academia, sino una cuestión de principios. “He rechazado todos los honores oficiales. No puedo aceptar uno sin renunciar a todos los demás”, dijo.
Años después, cuando un periodista de Le Monde le preguntó si se arrepentía, respondió con ironía: “Solo un poco, cuando pienso en el dinero que podría haber dado a los movimientos revolucionarios”. Era una broma, pero también una confesión. Sartre vivió modestamente; nunca fue rico, ni siquiera con la fama internacional que tenía. Sin embargo, prefería la pobreza al reconocimiento que lo atara a un poder que no controlaba.
En sus últimos años, cuando la vista le fallaba y dictaba sus textos a Beauvoir o a jóvenes asistentes, siguió repitiendo que la libertad era el valor más alto. Y que esa libertad solo era auténtica si se mantenía incluso frente a la tentación del prestigio.
La leyenda del rechazo
El gesto de Sartre sigue siendo único. Otros, como Boris Pasternak en 1958, se vieron obligados a rechazar el Nobel por presiones políticas. Pero Sartre lo hizo por voluntad propia, en pleno apogeo de su fama. No lo hizo desde la obediencia, sino desde la rebeldía.
El episodio reveló algo más que una actitud personal: expuso el dilema de los intelectuales ante las instituciones del poder. ¿Puede un escritor ser libre si acepta los símbolos del sistema que critica? Sartre eligió no ser parte del decorado. Eligió permanecer incómodo, al margen, fiel a su propia contradicción.
Aquella mañana de octubre de 1964, el mundo entero hablaba de su renuncia. En los cafés de París, algunos lo aplaudían; otros lo llamaban loco. Él, mientras tanto, seguía escribiendo, convencido de que el único premio que valía la pena era el de vivir y pensar sin dueños.
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