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En contra del desfile militar


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Soldados de utilería: la patria como espectáculo vacío.


Los tanques desfilan como si hubieran ganado una guerra. Los soldados marchan como si fueran héroes de una gesta que no existe. Y los aviones rugen en el cielo como si defendieran algo más que un simulacro de país. Cada 29 de julio, el desfile militar transforma la avenida Brasil en una escenografía teatral donde la patria se actúa, se disfraza, se maquilla. Un espectáculo estatal que nos vende, a precio de humo, una épica que no vivimos, ni merecemos, ni necesitamos.


Pero el problema no es el desfile. Es lo que intenta ocultar. En un país con cincuenta muertos por represión en este Gobierno, donde las Fuerzas Armadas han afinado la puntería para dirigirla al pecho del pueblo y no al enemigo extranjero, desfilar no es inocente. Es propaganda. Es el modo en que el poder se disfraza de patria para tapar la sangre. La manera en que el Estado se sacude la culpa, exige respeto con rostro marmóreo y olvida, con escandalosa eficacia, los cuerpos que nunca honró.


Uniformes planchados, pasos sincronizados, coreografías aéreas: todo es estética. ¿Pero y la ética? ¿Qué se celebra cuando se rinde homenaje a una institución experta en perder guerras, pero valiente al enfrentar campesinos con hondas, obreros con pancartas, estudiantes con cuadernos? ¿Qué se conmemora cuando se honra a quienes obedecen ciegamente al poder de turno —sea civil o dictatorial— y han callado, o colaborado, en cada capítulo oscuro de nuestra historia?


Porque si hay algo que las Fuerzas Armadas peruanas han sabido hacer con precisión suiza es obedecer. A Fujimori. A Montesinos.  Al general de moda. Al ministro que los premia. O a sí mismos, cuando les ha tocado ocupar el poder sin intermediarios. Esa obediencia —rígida, acrítica, decorada con medallas— es la verdadera coreografía del desfile. Lo que se celebra no es el coraje, sino la disciplina del verdugo. Lo que se aplaude no es la defensa de la patria, sino la repetición de una orden, sin preguntas ni dudas.


Hay algo profundamente grotesco en este ritual anual. No solo porque insista en desfilar cuando el país se cae a pedazos, sino porque se regodea en una estética hueca, pomposa, casi ridícula. La motochorreada de acrobacias, las marchas sincronizadas como si fueran ópera bufa, la solemnidad impostada de quienes practican con más fervor el paso de ganso que el código militar. Todo huele a salón de promociones y a teatro escolar con presupuesto millonario. Un desfile donde no se celebra el sacrificio real, sino el oropel de los uniformes. Donde el brillo de las medallas intenta tapar décadas de corrupción, de privilegios de castas militares, de generales con dietas blindadas y conciencias flexibles.


¿A quién se le rinde homenaje, en realidad? ¿A los soldados rasos que sobreviven en el VRAEM expuestos al abandono, la precariedad y el olvido, o a los mequetrefes con charreteras que se reparten ascensos entre whisky y favores? ¿A los que obedecieron a Montesinos sin pestañear? ¿A los que aún viven del mito de la reserva moral mientras firman contratos inflados con empresas amigas? Lo que se celebra no es el honor, es el decorado. No es la defensa de la patria, es el desfile de egos. Y eso, más que ofensivo, es patético.


En el fondo, el desfile es eso: una distracción. Una fiesta de la obediencia. Una misa laica donde el orden se representa pero nunca se discute. Y el silencio del público —ese silencio que confunde respeto con resignación— lo hace posible. Aplaudimos sin saber qué aplaudimos. Nos emocionamos sin saber por qué. Porque nos enseñaron que patria era esto: tanques, banderas, fanfarrias. Porque preferimos la ficción al conflicto. Porque nadie quiere preguntarse para qué sirve un desfile cuando todo lo demás se ha roto.


Pero es hora de hacerlo. De preguntarnos si no estamos celebrando al verdugo. Si no estamos rindiendo honores a una idea hueca. Si no estamos convirtiendo a la patria en un vestuario de utilería, que se usa una vez al año para el espectáculo, y se guarda después, bien doblado, junto al olvido.


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