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En contra del panetón


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El panetón es la prueba de que la costumbre puede más que el gusto. Nadie lo elige del todo, pero todos lo reciben. Como ciertas autoridades.


Es seco, desbalanceado y previsible. Pero aparece cada diciembre con la fuerza de una ley no escrita: si hay Navidad, hay panetón. No importa si alcanza el dinero, si alcanza el tiempo, si alcanza la paciencia. El panetón llega antes que cualquier política social que funcione.


Su sabor es la confirmación de esa derrota. Dulce sin matices, fruta confitada que no sabe a fruta y una miga que se deshace sin decir nada. Necesita café, chocolate o pura cortesía para no hacerse insoportable. No se recuerda por placer, sino por obligación. Se come porque está ahí, no porque invite.


Se ha convertido en sustituto simbólico de demasiadas cosas. Donde no hay aumento, hay panetón. Donde no hay derechos, hay canasta. Donde no hay proyecto, hay azúcar. El panetón no acompaña la fiesta: la reemplaza.


Se le defiende como tradición, pero muchas tradiciones son solo hábitos que no han sido interrogados. El panetón insiste en una escena que ya no representa a todos: familia completa, mesa estable, tiempo libre, alegría programada. Para muchos, diciembre es cansancio, no celebración.


Y aun así hay que sonreír cuando se reparte. Agradecer. Fingir que gusta. Comer un pedazo y dejar el resto secarse lentamente, como se secan también las promesas que no se cumplen pero se renuevan cada año.


Tal vez el problema no sea el panetón en sí, sino todo lo que carga encima. Ese papel que le hemos asignado: cerrar el año, maquillar la carencia, endulzar la desigualdad. Demasiado para un pan.


Quizá ya es hora de decirlo en voz baja, mientras se guarda la bolsa: no odiamos el panetón. Odiamos que nos pidan celebrar con él lo que no cambió.

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