top of page

A favor del panetón


ree


El panetón es, probablemente, la política pública más constante del Perú. Cambian los ministros, cambian los discursos, cambian los escándalos; el panetón no. Llega puntual, cada diciembre, como si alguien en el Estado, o en el mercado, sí supiera cumplir cronogramas.


No resuelve nada estructural, claro. Pero tampoco promete hacerlo. El panetón no ofrece futuro: ofrece presente. Un presente de mesa compartida, de migas sobre el mantel, de silencio breve mientras todos mastican lo mismo. En un país donde casi nadie come lo mismo al mismo tiempo, eso ya es un programa mínimo de igualdad.


Y además —detalle nada menor— es rico. No de una riqueza sofisticada ni exigente, sino de una dulzura directa, reconocible, casi infantil. Tiene mantequilla, tiene azúcar, tiene fruta confitada que no engaña a nadie. Se disfruta mejor con café cargado o con chocolate espeso, cuando el calor lo vuelve blando y el olor llena la casa. No pide entrenamiento del paladar ni explicaciones técnicas: basta morder.


El panetón es transversal. Lo recibe el trabajador despedido y el gerente con aguinaldo, la familia que ahorra todo el año y la que estira el mes con ingenio. No distingue mérito, voto ni ideología. Es una dádiva horizontal: poco, pero para todos.


Se le acusa de extranjero, como si el Perú no fuera una república fundada sobre importaciones que aprendieron a quedarse. El panetón no coloniza: se mestiza. Lo mojan en chocolate espeso, lo tuestan, le quitan las frutas, lo reinventan. Sobrevive porque se deja intervenir.


Tal vez por eso funciona. Porque no exige fe, solo repetición. Porque no pide solemnidad, solo un cuchillo. Porque no promete justicia, pero logra algo más modesto y más raro: que personas que no se soportan demasiado se sienten juntas cinco minutos sin pelear.


En tiempos de grandes discursos y pequeñas mesas, el panetón no cambia el país. Pero lo detiene un rato. Y a veces eso es lo máximo que se puede pedir.

Comentarios


Noticias

bottom of page