El sol de la música latina brilla más alto
- Gerardo Saravia
- 17 ago
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A las cuatro y veintisiete de la tarde, hora del este de los Estados Unidos, en un barrio arbolado de Hackensack, Nueva Jersey, el piano—esa máquina de sueños y batallas—se detuvo. No fue un error, ni un ensayo interrumpido, ni siquiera una pausa dramática entre dos compases. Fue el silencio, ese instante que pesa más que mil notas y se siente como una fractura en la historia musical.
Y entonces la noticia salió como salen aquellas que nadie quiere escuchar, pero que hay que decir, aunque la garganta se cierre: primero un susurro, luego un posteo, luego un titular, luego una ola que inundó el mundo latino, la música y los corazones. Eddie Palmieri ha muerto, dijeron. O escribieron. O susurraron, como quien sabe que eso no se puede decir sin romper algo muy profundo.
Murió a los 88 años, el 6 de agosto de 2025, después de una enfermedad prolongada y silenciosa, de esas que se estiran tanto que parecen esperar a que el mundo se acostumbre. Pero el mundo no se acostumbró. Porque el mundo simplemente no se acostumbra a perder a uno de sus sonidos más antiguos y vibrantes. A uno de sus golpes más puros y auténticos. A ese hombre que reinventó la salsa, el jazz latino y, sobre todo, la forma de sentir el ritmo y la cadencia.
El ruido antes del hombre
A veces uno cree que la música empieza con una nota. Un silencio roto por un acorde. Pero Palmieri sabía que la música empieza mucho antes, con un gesto. Un gesto que no se ve, pero se intuye, se siente: la forma en que alguien mira un teclado con desafío; la forma en que levanta una ceja, como preguntando “¿ estás listo para esto?”; ese pequeño movimiento de un dedo que se convierte en tambor, en latido, en un relato que retumba más allá del oído.
Eddie no tocaba el piano como otros. Le pegaba, como quien discute con la tradición, como quien exige respeto y atención. Decía, mitad en broma, mitad en verdad, que él era un timbalero frustrado, y por eso su piano sonaba así: como una venganza rítmica, como un canto polirrítmico donde las teclas eran tambores, las melodías, golpes de conga y de tumbadora.
Nació en el Bronx, Nueva York, en 1936, en una familia de raíces puertorriqueñas que respiraba música y cultura migrante. Su barrio olía a fritanga, a sudor, a domingo con música y afecto. Su hermano mayor, Charlie Palmieri, fue un pianista brillante, respetado como uno de los arquitectos del sonido latino en Nueva York, pero Eddie no quiso ser una réplica. No quiso apenas imitar. Quiso destruir las reglas, desarmar lo conocido para construir algo distinto, atrevido, violento y hermoso a la vez. Y lo logró.
Desde adolescente había pasado por timbales y percusión en orquestas de barrio, hasta que se sentó frente al piano y comprendió que ese instrumento también podía ser tambor, que las teclas podían sonar como cuero y campana. Escuchaba a Thelonious Monk, a McCoy Tyner, a Bud Powell, y al mismo tiempo el eco de los sones y guarachas que flotaban en las fiestas del Bronx. De esa mezcla nació su estilo: un piano que no era acompañamiento, sino motor, martillo, guía.
Fue en 1961, cuando bautizó a su orquesta como La Perfecta, que Eddie Palmieri firmó su verdadera declaración de principios. No era un nombre gratuito: era el laboratorio donde se atrevió a dinamitar lo que hasta entonces se esperaba de una orquesta latina. Le dio la espalda a la tradición, retiró las trompetas —las estrellas intocables de cualquier banda— y en su lugar puso dos trombones. Apenas dos, pero con la potencia suficiente para torcerle el cuello a la historia. Barry Rogers y José Rodríguez soplaron aquel metal grave, rasposo, más grueso y carnoso, que hasta entonces no tenía lugar en el Caribe, y lo que emergió fue otra cosa: un rugido urbano, una cadencia con filo.
Con la voz inconfundible de Ismael Quintana, una conga extra para reforzar la percusión y el pulso exacto de Manny Oquendo en los timbales, La Perfecta sonaba como un experimento tallado a contracorriente. Y ese sonido, áspero y callejero, encontró su eco en clubes, guaridas, gimnasios escolares convertidos en salones de baile. Retumbaba en el Palladium, en los centros comunitarios, en los espacios donde la migración se reconocía a sí misma.
Era la época en que la salsa aún no se llamaba salsa, y sin embargo ya era el sonido del futuro: el latido de la resistencia, el grito de una identidad que nacía en los cuerpos antes que en las palabras. Lo que Palmieri había forjado en ese laboratorio del Bronx no era un simple capricho musical: era el idioma que después se conocería como salsa —ese pulso duro, con alma urbana y corazón de solar— que encendió los clubes neoyorquinos y los patios de Santurce. Palmieri no lo sabía entonces, pero estaba inventando un idioma.
Ese rugido metálico que Eddie había parido en La Perfecta no se quedó en sus discos. Corrió por Nueva York como una fiebre. Los trombones de Palmieri fueron como una revelación para un muchacho del Bronx llamado Willie Colón, que todavía era casi un adolescente con más hambre que técnica. Colón escuchó esa sonoridad bronca y la convirtió en su marca, en el estandarte de una salsa que ya no sonaba tropical y elegante, sino barrial, sucia, peligrosa, como la vida de los latinos en el gueto. De allí saldría la dupla legendaria con Héctor Lavoe y el imaginario entero de la salsa dura.
Palmieri, sin proponérselo como consigna pero sí como declaración de principios, había demostrado que la salsa no era un adorno exótico: era un laboratorio. No era un hombre gratuito tocando por tocar, era el alquimista que buscaba en cada acorde un filo nuevo, un sonido más salvaje, más verdadero. La Fania, esa máquina que en los setenta industrializó el género y lo convirtió en bandera latinoamericana, se nutrió de aquel invento palmieriano. Johnny Pacheco supo leer que el público quería esa fuerza de metales, y la incluyó en la estética del sello. Y así, lo que empezó como un experimento en un club del Bronx terminó reventando estadios en Caracas, Cali o San Juan. De Palmieri para Colón, de Colón para todos, la línea es directa: sin La Perfecta no hay salsa dura, y sin salsa dura no hay memoria de una época que puso a bailar y a resistir a medio continente.
Si hay que buscar sus piezas maestras, la lista es larga, pero hay hitos que se imponen: Harlem River Drive, esa fusión incendiaria de salsa, funk y soul que anticipó lo que vendría; Lucumí, Macumba, Voodoo, donde los tambores afrocaribeños dialogan con un piano que ruge; o su monumental The Sun of Latin Music, primer disco de salsa en ganar un Grammy. Allí, y en tantas otras grabaciones, Palmieri se muestra como lo que siempre fue: un pianista que no acompañaba, sino que conducía; que no rellenaba armonías, sino que dictaba el rumbo. Su piano no era adorno, era vanguardia.
Ese idioma, sin embargo, no se quedó solo en la música. Años después, Rubén Blades lo tomaría como quien hereda un instrumento y lo convierte en pluma. Si Palmieri había armado el cuerpo de la salsa —el músculo, la piel, el rugido de barrio—, Blades le puso voz a su conciencia. Donde Palmieri había tallado sonido, Blades talló palabra: la salsa dejó de ser únicamente el eco de las esquinas y los clubes, y se volvió también crónica de la ciudad, espejo de sus soledades, sus amores y sus injusticias. De Pedro Navaja a Plástico, lo que Blades recogió fue justamente esa energía urbana que Palmieri había inventado en los sesenta, para traducirla en relato político, en denuncia social, en poesía con tumbao. Así se cerraba un círculo: del laboratorio sonoro de Palmieri al laboratorio narrativo de Blades, la salsa dejaba de ser solo música bailable para convertirse en la memoria cantada de toda una generación.
En los años finales de los ochenta, cuando la llamada balada en salsa se imponía en radios y discotecas con sus melodías románticas y letras azucaradas, Eddie Palmieri volvió a demostrar que lo suyo no iba por ahí. Nunca se doblegó ante esa corriente comercial; al contrario, eligió refugiarse en el jazz latino y en sus fusiones cada vez más arriesgadas. Allí encontró la libertad para improvisar, para dialogar con músicos de otro registro y seguir expandiendo los límites de un género que muchos daban por domesticado.
Harlem no era una postal
Palmieri nunca compuso para gustar ni para complacer los oídos. Él componía para decir, para denunciar, para crear un puente entre el arte y la realidad. Por eso en 1971 llevó su música a la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras, y allí no solo ofreció un concierto: lanzó un manifiesto en clave rítmica frente a un público estudiantil que se agitaba entre huelgas y reclamos de independencia. Tocó con la convicción de que el escenario también era trinchera. Sus canciones no eran solo guarachas sofisticadas: eran discursos sobre libertad, justicia y dignidad.
Temas como Vámonos Pa’l Monte (1971) se convirtieron en himnos callejeros: una invitación a escapar del cemento y volver a lo esencial, pero también un guiño a la resistencia campesina y al rechazo del sistema. Con Justicia (1969) y La Libertad Lógico (1973), Palmieri dejó claro que el baile podía ser protesta, que el montuno podía gritar lo que las plazas callaban. No era gratuito: esas piezas molestaban a más de un programador radial y a ciertos sectores políticos que preferían la salsa domesticada. Mientras tanto, en los barrios, músicos como Willie Colón o Rubén Blades veían en Palmieri una brújula: el testimonio de que la salsa podía sonar sabrosa y, al mismo tiempo, abrir trincheras de conciencia.
Su disco Harlem River Drive (1971) no fue simplemente un álbum: fue un manifiesto, un crisol donde se mezclaban jazz, funk, política, Bronx, y una rabia que se sentía en cada acorde. Allí dijo cosas duras, directas: “People, this is serious / We’re dying, and it’s not from a disease”. O lo que es lo mismo: “gente, esto es serio / Nos estamos muriendo, y no es por una enfermedad”. Y eso también era música. Música que incomoda, música que despierta. Cuando ganó el Grammy en 1976 por The Sun of Latin Music, muchos creyeron que la industria musical había logrado domesticarlo. No entendieron nada. Lo ganó porque la industria—por un breve instante—se rindió ante su genialidad irracional, indomable. Fue una concesión más que un triunfo. Y Eddie siguió creando, libre.
Grabó con leyendas como Ismael Quintana, Cheo Feliciano, La India y muchos otros. Formó y deformó agrupaciones como quien juega con la alquimia del sonido. Ganó, con su talento y rebeldía, otros ocho Grammys y un sinfín de reconocimientos internacionales. Tocó en Caracas, en Tokio, en Lima, en Madrid. Pero nunca dejó su Bronx, aunque la vida lo llevara a vivir en Nueva Jersey, aunque la Filarmónica de Nueva York lo buscara para interpretarlo en un concierto más formalístico. Porque el Bronx no era solo su cuna musical, era su clave identitaria, su raíz y su estandarte.
El tipo que bromeaba con Dios
Los homenajes comenzaron a llegar tarde, cuando la voz ya se había extinguido, pero igualmente, fueron puñales de belleza y respeto. El NEA Jazz Master, premios a toda su carrera, reconocimientos como pionero del jazz latino y genio del ritmo afrolatino le llenaron el pecho con lo que merecía desde siempre.
Pero Palmieri sabía que la música era, ante todo, humildad y desafío. Se reía cuando le decían que era un maestro. Decía que aún no sabía tocar bien el piano, que le faltaba mucho por aprender, que Bach, sí, Bach sí sabía. Y uno le creía, porque esa humildad arrogante—esa mezcla de humildad y genialidad—solo la tienen los que han llegado a la cima y siguen buscando el siguiente peldaño.
En entrevistas, sus respuestas eran tan filosas como un solo. Hacía chistes sobre política, religión y la muerte con una irreverencia sanadora. Dijo una vez: “Dios debe tener un ritmo sabroso, si no, yo no entro”. Ahora, hay que imaginar a Eddie tocando entre nubes, acompañado por Mongo Santamaría en la conga o Tito Puente en los timbales... Pero a Eddie, por supuesto, no le tocaría el piano; lo haría trizas, revolviendo toda la armonía para hacerla vibrar en formas impensadas.
El día que el piano se calló
Las despedidas no tardaron en llegar. Rubén Blades, que conoció a Palmieri en los setenta, escribió que había partido “un titán de la música”. Recordó que lo vio por primera vez en Nueva York en 1970, cuando él todavía era un estudiante panameño que soñaba con abrirse paso en la ciudad. Lo que encontró aquella noche fue un pianista que rompía moldes: los trombones como puñetazos, el piano como metralla. Décadas después, Blades insistía en lo mismo: “el aporte de Eddie Palmieri es inconmensurable y nunca se podrán alabar lo suficiente sus contribuciones, su estilo como pianista, su inteligencia y su dinámica personalidad”. Para él, Palmieri fue quien dio a la salsa el filo y la agresividad que marcaron su edad de oro.
Willie Colón, que compartió con él los escenarios y las tensiones propias de la salsa dura, lo despidió desde la intimidad: “más que un ícono musical, fue un amigo”, escribió. En sus redes habló de un hombre cálido, bromista, que fuera de los reflectores era capaz de reírse de sí mismo y de todos. “Su legado seguirá inspirando a las futuras generaciones”, añadió, y con esas palabras parecía estar hablando también de su propia historia, de la deuda que todos tenían con aquel pianista del Bronx que había abierto caminos.
Rafael Ithier, el patriarca de El Gran Combo de Puerto Rico, se sumó con la sobriedad que lo caracteriza: “Tu legado musical quedará por siempre en nuestra historia y en nuestros corazones”. La Sonora Ponceña fue más enfática: lo llamó “genio del piano, visionario de nuestra música, referente eterno”. El homenaje venía cargado de gratitud, porque durante más de seis décadas Palmieri había tendido puentes entre la salsa de Nueva York y el Caribe, entre el jazz afroamericano y los ritmos africanos de la isla.
Bobby Cruz, socio histórico de Richie Ray y rival ocasional en las tarimas salseras de los setenta, cerró el coro con un mensaje estremecedor: “Hoy, con mucho pesar, confirmo que el gran Eddie Palmieri se nos fue. Ya nada puede ser igual en la música. De los grandes, el más grande”. Le agradeció, como quien sabe que la gratitud también es una forma de duelo, por lo que había enseñado y por lo que aún seguiría enseñando en sus grabaciones.
Era, en suma, un eco colectivo: músicos de distintas generaciones y geografías hablaban en primera persona, pero todos repetían la misma idea. Eddie Palmieri ya no estaba, y sin embargo, seguía aquí: en los trombones ásperos que inventó, en las improvisaciones desbordadas, en la memoria de una época en que la salsa se atrevió a ser feroz.
Queda su sombra, sus discos, su legado. Está esa risa suya grabada en algún ensayo olvidado, ese Azúcar pa’ ti que aún hace bailar décadas después, ese Vámonos pa’l monte que sigue retumbando como himno de resistencia, ese solo eterno de Bilongo que desafía el tiempo. Está el golpe de Pa’ la rumba, directo y contagioso, y la claridad sin concesiones de La verdad, donde el ritmo se volvió manifiesto. En cada uno de esos temas late la certeza de que la música no fue solo entretenimiento, sino una crónica de barrio, un mapa de la vida. Está el eco. Y eso —quizás— basta.
Una ausencia que suena
Lo más difícil de perder a alguien como Eddie Palmieri no es la tristeza. Es el vacío acústico. Es saber que no habrá un nuevo disco. Que no mañana nadie aparecerá improvisando en un festival para tocar dos canciones y reírse a carcajadas. Que no interrumpirá una entrevista con una broma pesada y brillante.
Es saber que en el escenario latino, ahora, hay un piano mudo. Y sin embargo, ese piano sigue sonando. Porque Palmieri, como todos los grandes genios, supo clonarse en otros, supo sembrar su fuego en generaciones nuevas. Hay muchachos de 19 años que ya copian su fraseo, que estudian sus solos como textos sagrados. Hay bandas que reproducen sus arreglos con la veneración de un ritual antiguo. Hay oyentes que descubren Lucumí Macumba Voodoo o Palmas o Ecué y preguntan: ¿esto es de hoy?
Y sí. Siempre es de hoy. Porque Eddie Palmieri creó música que no envejece ni se oxida. Solo se repite, como el buen eco que regresa para recordar que aquí, hubo y habrá movimiento, reinvención y rebeldía.
¿Qué hacemos con tanta música?
Hay artistas que se vuelven instituciones. Y luego están los que, como Palmieri, son terremotos. Incontenibles y violentos. No se los puede domesticar ni convertir en estatuas de museo. A Eddie no hay que rendirle tributo solemne. Hay que poner sus discos, bailar sus canciones, tocar sus acordes como si fueran armas y actos revolucionarios. Hay que robar sus frases, repetir sus letras, enseñar a otros que la música es para vivir.
Porque si hay algo que Eddie nos enseñó—además de que se puede bailar mientras se protesta y protestar mientras se improvisa—es que la música no es solo para sonar.
La música es para molestar, interrumpir, incomodar. Es un cuerpo vivo que exige, desafía y transforma.
Y hoy, que Eddie Palmieri no está físicamente, el sol de la música latina no se apaga. No. Solo brilla más alto.













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