El significado de Trump II

Donald Trump inició su segundo periodo en la Casa Blanca el 19 de enero. Regresó por la puerta grande, habiendo obtenido esta vez lo que no obtuvo en 2016: una victoria en el voto popular, no solo en el voto electoral. Trump volvió a la presidencia a pesar de los múltiples fracasos de su gestión anterior y a pesar también de sus numerosos problemas legales, que incluyen condenas por fraude y responsabilidad civil por asalto sexual (esto último, algo que en muchos otros contextos se llamaría violación, pero que no se pudo llamar así por características específicas del sistema judicial neoyorkino). Y lo hizo, es más, luego de su espectacular intento de quedarse en el poder en enero de 2021, movilizando una violenta turba contra el Congreso para impedir que se certifique el resultado de la votación que perdió el año previo: un auténtico intento de golpe de Estado, el primero en la historia del país, que muchos de sus conciudadanos parecen haber perdonado ya o miran hoy con retrospectivo beneplácito.
Después de la aparente “vuelta a la normalidad” representada por Joe Biden, una figura arquetípica del viejo statu quo ahí donde las hubo, Trump I pudo ser visto como un malestar pasajero o un accidente de la historia. Su retorno invierte ese esquema interpretativo: el trumpismo llegó para quedarse, y quizás es la administración Demócrata de 2020-2024 la que se recodará como una mera anécdota.
Realineamiento y nueva normalidad
En términos numéricos, la segunda victoria electoral de Trump no fue tan aplastante como él y sus voceros la pintan. Ganó el voto popular, pero apenas por 1.5 puntos porcentuales. Joe Biden lo ganó por 4.5 puntos en 2020; Barack Obama, por 7.2 puntos en 2008 y 3.9 en 2012. Incluso Hilary Clinton, quien perdió en el colegio electoral, ganó el voto popular en 2016 por un porcentaje mayor al de Trump en 2024: 2.1%. Visto bajo esa luz, el mandato con el que empieza esta nueva administración es frágil y limitado, aunque ellos se desgañiten afirmando lo contrario.
Pero esos números no dan la figura completa. Dentro de ese estrecho margen, Trump expandió de forma considerable su mapa electoral y su base de votantes, diversificando ambos y dándole raíces más profundas a su proyecto político. Esta vez se inclinaron a su favor todos los “estados péndulo”, los que oscilan de un partido a otro con cada elección, y también algunos de sólida mayoría Demócrata mantenida durante décadas. Más aún, Trump ganó terreno entre grupos demográficos y sectores sociales más diversos que en sus anteriores campañas, sin haber cambiado el fondo de su mensaje o la forma de sus estrategias comunicativas.
Por ejemplo, esta vez Trump obtuvo una victoria decisiva en condados de vasta mayoría latina en el sur de Texas, en precintos electorales de mayoría afroamericana en Alabama, y en distritos de mayoría asiática de Nueva York. A nivel nacional, la preferencia por Trump entre votantes afroamericanos se duplicó en comparación a 2016, de 8 a 16%, y entre latinos pasó de 35 a 43%. Todo ello mientras su aceptación entre votantes blancos se mantenía estable: 55% en 2016, 56% en 2024.
Además, las ganancias electorales de Trump fueron más profundas entre los ciudadanos más pobres: su caudal creció en 12% entre aquellos con ingresos menores a los $25,000 anuales y en 10% entre aquellos con ingresos entre $25,000 y $50,000. La preeminencia Demócrata entre votantes de bajos ingresos ha venido menguando por décadas, pero las elecciones de 2024 fueron las primeras en mucho tiempo en las que esos sectores se inclinaron mayoritariamente por el candidato presidencial Republicano. Trump sin duda ha calado en ellos, y sería un error ignorar la significación de ese giro.
Todo esto ha llevado a algunos observadores y analistas a identificar en el actual proceso político de los Estados Unidos un realineamiento electoral, o al menos un desalineamiento, con posibles consecuencias de largo plazo. La absorción de nuevos segmentos de la clase trabajadora y la clase media baja en la coalición electoral Republicana, junto a la diversificación demográfica de las bases del partido, podría significar un periodo prolongado de dominio en el ejecutivo y el legislativo, dicen. E incluso si ese dominio no es absoluto, muchos creen que el movimiento que hoy lidera Donald Trump tendrá la capacidad de controlar la agenda y la cultura política del país, gobernándolo incluso si no está formalmente en el ejecutivo.
Más significativos que esta danza de bolsones de votantes, y de mayor interés que el análisis sociodemográfico, en mi opinión, son los desplazamientos estructurales que se pueden intuir detrás del retorno de Donald Trump y del trumpismo al poder, los cuales continuarán su proceso sin importar quién ocupe puestos en el ejecutivo o el legislativo de ese país. Esos desplazamientos podrían tener consecuencias de importe histórico y alcance global, en la medida en que son un índice de transformaciones profundas, quizá raigales, en el sistema capitalista en su conjunto.
Disputas por la hegemonía
Donald Trump y el trumpismo vuelven a la Casa Blanca en medio de una disputa por la hegemonía en los Estados Unidos y, a través de ellos, en el capitalismo global. Esa disputa tiene muchas aristas y se expresa a través de muchos canales, pero su manifestación más clara y concreta es la lucha entre facciones de dueños del capital por el control directo del aparato del Estado. Tal lucha ha estado a la vista por un buen tiempo ya, y aunque es poco probable que se haya resuelto, la administración Trump II parece anunciar el cierre de uno de sus capítulos.
En tiempos recientes se ha vuelto casi un lugar común hablar de la formación de una oligarquía y del dominio de la polis estadounidense por esa clase social, supuestamente nueva. El propio Joe Biden usó ese lenguaje en su discurso de despedida, quizá intentando acuñar un legado retórico comparable a la duradera advertencia sobre el “complejo militar-industrial” de Dwight D. Eisenhower. La hipótesis de una oligarquización de los Estados Unidos no es inverosímil, pero cuando se habla sobre ella como un movimiento tectónico impulsado por fuerzas que operan a gran profundidad, como suele hacerse, se puede perder de vista algunas cosas importantes.
Se puede perder de vista, por ejemplo, el conflicto que define lo que está ocurriendo: no se trata de un pasaje autónomo, neutro e inevitable de una época a otra sino de una confrontación entre sectores e individuos concretos, con intereses identificables, con voluntades y capacidades políticas propias (y abundantísimos recursos para ponerlas en juego). Es una guerra interna de la clase capitalista, disputada con furia en sus escalafones más altos.
En breve y en grueso, una facción que aglutina a inversionistas de riesgo, mercaderes de cripto y propietarios de firmas digitales y tecnológicas—facción que en las últimas dos décadas ha acumulado fortunas más allá de cualquier inteligibilidad y un alto grado de prestigio cultural—se está imponiendo sobre sectores más largamente establecidos, como el industrial-manufacturero y la banca tradicional, y apuesta por una intervención más directa en el diseño y manejo de las políticas de Estado.
Para comprender cuánto han avanzado en ese intento solo hay que recordar quiénes estaban en el palco de Trump el día de su toma de mando o revisar la plataforma Republicana para estas elecciones, la cual etiqueta de “ilegales” a los intentos de regular las criptomonedas y ofrece liberar el desarrollo de la inteligencia artificial—la más nueva y más activa fuente de acumulación de capital tecnológico, y la única que promete hoy seguir llevando fortunas a la estratosfera—de las “ideas izquierdistas radicales” con que se pretende normarlo.
La “nueva” facción del capital se constituye como una vanguardia de la clase y asume un rol directriz, cooptando o desplazando a los agentes técnicos y gerenciales, las capas burocráticas y los políticos profesionales que operativizaban el poder de los antiguos sectores hegemónicos. Estos últimos han terminado reconociendo una comunidad general de intereses con sus supuestos rivales, y se alinean tras ellos. El proceso es mucho menos nítido y lineal de lo que mi descripción sugiere, y está aún en trámite de completarse, pero sus lineamientos generales son claros. Y es claro también que no se trata de una transformación radical de la forma en que las clases dominantes se han relacionado históricamente con la esfera política en los Estados Unidos, sino de una versión remozada de algo que viene de antiguo.
Esto último también se puede perder de vista en los discursos sobre la oligarquización: salvo excepciones muy puntuales por periodos muy acotados, el aparato estatal estadounidense estuvo siempre bajo la influencia y el control de élites económicas con variados niveles de organización y conflictividad interna, y se gobernó y se legisló en atención primordial a los intereses de esas élites. Esto ha sido así durante la mayor parte de su historia, con variaciones de forma, pero no realmente de fondo, sin importar qué partido tenga las riendas nominales del gobierno.
En los últimos tiempos, en el contexto de la crisis contemporánea, la clase capitalista en general se ha visto más desorganizada y acéntrica que en periodos anteriores, más diversa en sus posturas y sus discursos. Su desorden ha permitido la entronización de figuras idiosincrásicas y personalidades singulares, generando choques que no son principalmente ideológicos sino, en muchos aspectos, de ego y temperamento. Pero sus intereses de fondo siguen siendo los mismos, y es claro que empiezan a reorganizarse en torno a ellos.
Son intereses que el partido Republicano abraza sin tapujos y que Trump, con todas sus gesticulaciones populistas de por medio, también ha hecho suyos, convirtiéndolos en el fundamento de su política económica. Y son intereses que el partido Demócrata defendía hasta hace muy poco y administró con eficacia siempre que estuvo en el gobierno: menos impuestos, especialmente para las grandes empresas y las ganancias de capital; reducción del gasto público (salvo el que va directamente sus arcas, como en los contratos militares de Starlink, Nvidia o Palantir, entre muchos otros); minimización del Estado de bienestar o de cualquier otra forma de redistribución indirecta, por pequeña que ya sea; desregulación intensiva de la actividad empresarial; abaratamiento del trabajo y desprotección de los trabajadores. Todo lo demás es ruido.
Policrisis y “momento revolucionario”
Lo que le da a lo anterior una dimensión histórica, convirtiendo la disputa por la hegemonía en una genuina crisis, es que se da en el contexto de una crisis mayor, o, para ser más precisos, una policrisis del sistema capitalista mundial: un impasse sistémico tan multifacético y entretejido que amenaza con impregnar de irresoluble inestabilidad el entramado entero, trayéndoselo abajo.
Uno de los aspectos de esta policrisis concierne el descrédito generalizado del modelo neoliberal de acumulación y gobernanza económica, paradigmático en la órbita capitalista desde los años 80. Sin abundar en los detalles, basta decir lo siguiente: el neoliberalismo no ha cumplido ninguna de sus promesas, salvo la de hacer más ricos a los ricos, y en economías centrales como la de los Estados Unidos deja tras de sí una estela de profundos déficits y estancamientos productivos, precarización del empleo y de la vida, y un incalculable deterioro del tejido social, los vínculos de solidaridad y las posibilidades de acción colectiva.
No es casualidad que Trump y el trumpismo hayan hecho fortuna política desde un inicio como una aparente respuesta al orden neoliberal y sus instrumentos emblemáticos, tales como los tratados de libre comercio o las instituciones multilaterales de negociación, y no es casualidad que una de las palabras que más gustosamente repitió en su reciente campaña presidencial haya sido “aranceles” (aunque de estos últimos no se vio gran cosa en la andanada de órdenes del “día 1”). Hay mucha receptividad entre la ciudadanía en general para ese tipo de discurso, por engañoso que sea. Lo mismo está ocurriendo en muchos otros espacios metropolitanos del sistema, donde se reconoce que el modelo se ha agotado y se le buscan alternativas que renueven el régimen sin transformar su estructura fundamental o las relaciones sociales que la determinan.
La crisis de hegemonía y el fracaso del neoliberalismo han abierto el horizonte político, erosionando los consensos que sostuvieron el orden demo-liberal como paradigma con aspiraciones planetarias durante al menos seis décadas, y que no hace demasiado tiempo llevaron a sus propagandistas a postularlo incluso como “el fin de la Historia”. Este un momento de ebullición ideológica y creatividad política, propicio como suelen serlo todos los momentos similares para su captura por emprendedores, demagogos y oportunistas. La extrema derecha global decidió hace algún tiempo verlo como un momento revolucionario, y actuar en consecuencia.
En los Estados Unidos, la primera administración Trump puede interpretarse como un ensayo en esa línea, mayormente frustrado. La intentona golpista del 6 de enero de 2021 fue la culminación de un intenso encontronazo postelectoral con diversas instancias del sistema político, incluyendo cortes de justicia y gobernaciones estatales bajo control Republicano, que se rehusaron a avalar las inconstitucionales pretensiones continuistas de Trump y su camarilla. Más en general, y en buena parte debido a su incompetencia y desorganización tanto como a su endeblez ideológica, a lo largo de sus primeros cuatro años en la presidencia Trump no logró transformar sustancialmente la estructura o los soportes jurídicos del Estado federal ni cambiar los términos de su relación con la sociedad.
El escenario para Trump II es distinto. Su completo dominio sobre el partido Republicano a nivel nacional es un dato importante, y también lo es su captura del aparato judicial en sus más altos niveles (la Corte Suprema, árbitro constitucional de última instancia, tiene hoy una mayoría desembozadamente trumpista de 6 jueces contra 3). Además, al menos en apariencia, Trump regresa a la Casa Blanca con un equipo de trabajo más afiatado, más experto y consistente en lo ideológico que en 2016, y eso sin duda ayudará en la ejecución de sus planes.
Pero lo fundamental es esto: la lucha del sector tecnológico y de riesgo por constituirse en vanguardia hegemónica de la clase capitalista ha venido acompañada—de hecho, ha sido posible—por un creciente acercamiento a la ultraderecha radical, tanto en términos de ideología como de programa político.
Hoy, los tech bros, los cripto bros y los barones del capitalismo de plataformas, o como quiera llamársele, marchan en coalición con los sectores más racistas, xenófobos y misóginos de la esfera política estadounidense, europea y global, y han hecho suyos los deseos y proyectos de los múltiples movimientos fascistas, sean paleo- o neo-, que pululan en los espacios abiertos por la crisis del sistema. Los dueños del capital que se alinean tras esa vanguardia se alinean con esos movimientos, con esos deseos y proyectos. En tales condiciones, el embate antidemocrático y antiliberal de Trump II encontrará entre ellos menos resistencia incluso que la que encontró Trump I. Su pretendida revolución navegará con mejor viento.
Por supuesto, una “revolución” de ultraderecha con hegemonía de los sectores de punta del capital quizá servirá como puente provisorio para atravesar la policrisis contemporánea, del mismo modo en que la implantación del neoliberalismo sirvió para atravesar la crisis sistémica de los años 70. Pero no resolverá los problemas del orden al que busca suplantar, que son los problemas de fondo del modo de producción capitalista. Más bien, los ahondará. Y su vida útil será muy breve.
Esto es así por dos razones principales, en mi opinión. La primera es que el modelo de negocios del sector tecnológico del capital se asienta sobre formas de explotación y precarización del trabajo todavía más brutales que las del capitalismo industrial o las del capitalismo financializado de la era neoliberal. Empresas como Amazon, Tesla e incluso Meta dependen de una fuerza de trabajo de bajo costo, sometida a métodos hipersofisticados de vigilancia, control y castigo, e impedida por todos los medios posibles, incluida la violencia, de organizarse para negociar.
Y eso no disminuirá. Al contrario, irá en aumento con la lucrativa expansión de la inteligencia artificial en el sistema productivo, que seguirá haciendo más ricos a los ricos, pero dejará a todos los demás—incluyendo administradores, profesionales y técnicos—en una situación de perpetua precariedad. De hecho, esa es la principal promesa de la IA y la razón detrás de su enorme valor: abaratará aún más el trabajo, y lo hará en proporciones y campos hasta ahora insospechados.
Junto a ello, y con incluso mayores consecuencias a escala global, el hecho es que el capitalismo cibernético es intensamente destructivo de los recursos del planeta y no podrá resolver el trasfondo inescapable de todas las crisis contemporáneas: el riesgo, cada vez más cercano, de una completa catástrofe ecológica. Su infraestructura genera cantidades intratables de desechos tóxicos, consume energía a un ritmo mucho mayor que cualquier modelo productivo previo y demanda la extracción de minerales y elementos raros en cantidades enormes. No es viable sin un costo medioambiental que la civilización humana, y quizá la biosfera entera, no puede pagar.
Lo anterior probablemente hará imposible que la nueva hegemonía salga de su momento de crisis y alcance estabilidad, y que el sistema capitalista se renueve esta vez de forma sostenible, como ha hecho en el pasado, bajo un nuevo régimen de valorización y acumulación. Lo que quedará de los procesos actuales, que tienen en la administración Trump II en los Estados Unidos un emblema y un síntoma, será únicamente la demolición del orden demo-liberal y el abierto despliegue de los poderes del Estado como una auténtica máquina de guerra en el campo social, sobre una civilización en prolongado pero irreversible deterioro.
No podemos permitir que eso suceda. Toda la Historia, escribieron Marx y Engels, es la historia de la lucha de clases, y en cada etapa esa lucha tiene dos posibles desenlaces: la transformación revolucionaria de lo existente o el exterminio de los beligerantes. Esa segunda posibilidad con frecuencia se olvida, pero es real. Hoy estamos más cerca que nunca de ella, y si se da, su alcance será mucho mayor del que los autores del Manifiesto imaginaron. Su escala es planetaria. La única opción razonable es organizarnos para evitarla.
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