El honestismo
- Martín Caparrós
- 11 jun
- 4 Min. de lectura

Publicamos, con la autorización del autor, El honestismo, un texto de Martín Caparrós incluido en su libro Antes que nada (Penguin Random House, 2024). Caparrós analiza cómo la denuncia de la corrupción se ha convertido en una poderosa —pero engañosa— herramienta para eludir el verdadero debate político y soslayar la discusión sobre proyectos de país.
Siempre tuve muy presente aquella queja de Borges que decía que el mayor logro de un escritor era agregar una palabra al idioma —y que él no lo había hecho. No era cierto; la confusión es que su aporte fue desmesurado: la palabra que él agregó al idioma fue «borgiano». Yo creo que agregué una —a escala reducida— sin querer. Fue cuando llamé «honestismo» a esa idea de que la causa principal de los males de nuestras sociedades es la corrupción de sus políticos —y que la honestidad, por lo tanto, sería su solución. Entonces lo escribí, claro, aunque nunca terminó de quedar claro:
« El honestismo es, como tantas, una falacia interesada. En nuestras sociedades, en las últimas décadas, el peso que le damos a la corrupción aumentó tanto: pasó a ser uno de los datos principales de la política y, sobre todo, de la relación de la mayoría de los ciudadanos con ella. La corrupción es un abuso de confianza, una defraudación en su sentido más estricto: significa que funcionarios y empresarios que han prometido cumplir ciertas leyes se aprovechan de sus poderes —político, económico— para no cumplirlas y lucrar con eso. Significa que esos señores y señoras estafan a quienes los eligieron, a quienes les creyeron —y eso provoca mucha, justa, rabia.
El honestismo es una reacción habitual a la penuria. En general, cuando un país está próspero a nadie le importa mucho que sus gobernantes roben un poquito. La indignación aparece cuando hay problemas —económicos, sobre todo— porque la corrupción parecería explicarlos. Claro, estamos así porque estos delincuentes se están robando todo.
Pero —aunque la operación es obscena— los dineros que se roban no cambiarían casi nada si fueran usados para sus propósitos legales. Y, sobre todo, la reacción honestista reemplaza el debate político por un proceso policial. Allí donde todo son matices, opiniones —yo prefiero tal cosa, vos tal otra—, que no permiten convicciones indiscutibles, aparece un elemento no opinable: se embolsó tal dinero, pagó tal dinero, eso es delito y no hay más que discutir.
El honestismo es la mejor forma de no debatir políticas. La corrupción existe y hace daño. Pero también existe y hace daño esta tendencia general a atribuirle todos los males. La corrupción se ha transformado en algo utilísimo: el remate de cualquier debate. Lo que define, digamos, el deterioro de la sanidad en un país no es que unos cuantos aprovechados se empeñen en llevarse unos millones sino que su gobierno sostenga una política de reducción de la atención pública y fomento de la privada que se hace con toda legalidad, con el mayor respeto por las leyes. Como no podemos contra esas decisiones políticas, tomadas por «legítimos representantes del pueblo», esperamos que una corrupción venga y nos salve: ojo, son unos ladrones. En realidad, son sobre todo unos políticos de derecha que quieren hacer lo que hacen los políticos de derecha: favorecer la ganancia de unos pocos, entregar al mercado la suerte de los muchos. Pero es más fácil hablar de delitos que de políticas. En épocas en que no sabemos del todo qué queremos, esa seguridad y esa simpleza se agradecen.
La honestidad, por supuesto, es indispensable: el grado cero de cualquier actuación, pública o privada —y como tal deberíamos tomarla. Su control debería quedar en manos de la policía. Y la política debería centrarse en quién propone qué, quién pierde, quién se beneficia. Siempre dicen que la corrupción no es de izquierda ni de derecha, que está más allá de las ideologías. Es otra falacia del honestismo: la corrupción es, precisamente, el triunfo de una ideología, la que los hace desear plata, lujitos y ventajas. (Y qué aburrido que todos los corruptos quieran dinero para comprarse coches gordos, caserones, viajes, siliconas, vestidos de etiquetas, joyas, cirugías. A veces parece que lo peor de esta raza es su falta de imaginación, su ambición tan escasa. Otras, que es otra cosa.)
Por eso, la honestidad puede no ser de izquierda o de derecha, pero los honestos seguro que sí. Se puede ser muy honestamente de izquierda y muy honestamente de derecha, y ahí va a estar la diferencia. Quien administre muy honestamente en favor de los que tienen menos —dedicando honestamente el dinero público a mejorar hospitales y escuelas— será más de izquierda; quien administre muy honestamente en favor de los que tienen más —dedicando honestamente el dinero público a mejorar autopistas y teatros de ópera— será más de derecha. Quien disponga muy honestamente cobrar más impuestos a las ganancias y menos IVA sobre el pan y la leche será más de izquierda; quien disponga muy honestamente seguir eximiendo de impuestos a las actividades financieras o las explotaciones mineras será más de derecha. Y sus gobiernos, tan honesto el uno como el otro, serán radicalmente diferentes. Sería tanto mejor que, en lugar de centrarnos en los delitos, se los dejáramos a quienes corresponden y pudiéramos centrarnos en las formas que queremos para nuestras sociedades. Sería tan bueno que dejáramos de ser honestistas».
No hemos dejado, por supuesto: lo seguimos esgrimiendo todo el tiempo.
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