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¿Por qué los almagristas mataron a Pizarro?



El 26 de junio de 1541, Lima fue escenario de la violenta muerte de Francisco Pizarro, el conquistador que lideró la caída del Imperio Inca y se autoproclamó Gobernador del Perú. Su asesinato, cometido por compatriotas seguidores de Diego de Almagro, fue el desenlace inevitable de una conquista marcada por la codicia, la traición y la violencia.


Tras la ejecución de Diego de Almagro en 1538, ordenada por Hernando Pizarro con el consentimiento de Francisco, los almagristas quedaron empobrecidos y marginados. Durante años esperaron en vano una solución justa de la Corona española para resolver la disputa por el control del Perú. Cansados de esperar y movidos por el deseo de venganza, bajo el liderazgo de Diego de Almagro el Mozo y el capitán Juan de Herrada, decidieron actuar por su cuenta.


Aquel día, entre veinte y treinta almagristas irrumpieron en el Palacio de los Gobernadores gritando: “¡Viva el Rey y mueran los tiranos!”, decididos a matar a Pizarro. Aunque ya retirado en parte de la vida militar y con 63 años, Pizarro tomó las armas junto a su medio hermano Francisco Martín de Alcántara y algunos pajes, enfrentándose valientemente a los atacantes pese a la inferioridad numérica.


Durante el ataque, Pizarro mató a varios de sus agresores, incluyendo a tres almagristas, entre ellos un tal Narváez. Sin embargo, fue finalmente acorralado y herido de muerte con múltiples cuchilladas: cinco en la cabeza, seis en la columna y tres en los brazos. La herida final, en la garganta, se la causó Martín de Bilbao. Agonizante, Pizarro dibujó una cruz con su sangre y pidió confesión, pero uno de los atacantes le respondió con desprecio: “Al infierno, al infierno os iréis a confesar”. Además de Pizarro, murieron cinco personas más, entre ellas Francisco de Chávez y su medio hermano Alcántara.


La muerte de Pizarro fue el trágico final de años de enfrentamientos entre pizarristas y almagristas. No fue un acto heroico, sino un reflejo de la violencia, la ambición y el ciclo de venganza que marcó la conquista del Perú, arrasando tanto a los pueblos indígenas como a los propios conquistadores.


Dos verdugos enfrentados por el botín


Francisco Pizarro, nacido en una familia humilde en Extremadura, España, fue un aventurero que ascendió gracias a su ambición desmedida y su capacidad para manipular alianzas. Tras participar en expediciones en América Central, se asoció con Diego de Almagro y Hernando de Luque para conquistar el territorio incaico. Sin embargo, la alianza se fracturó cuando la codicia por el oro y el poder llevó a Pizarro a acaparar las tierras más fértiles y los cargos políticos más importantes, relegando a Almagro a regiones menos valiosas.


Almagro, frustrado y humillado, emprendió una expedición fallida a Chile y, al regresar, reclamó Cuzco, lo que desató una guerra civil entre ambos bandos. La batalla de las Salinas en 1538 terminó con la derrota y ejecución de Almagro, un acto que sembró el odio y la necesidad de venganza entre sus seguidores, que años después asesinarían a Pizarro en Lima.


La resistencia indígena


Aunque la captura y ejecución de Atahualpa en 1533 marcó un golpe devastador para el Imperio Inca, la resistencia indígena no desapareció. La población originaria, lejos de someterse pasivamente, se levantó en múltiples ocasiones para intentar recuperar su libertad y su territorio.


Uno de los líderes más destacados fue Manco Inca Yupanqui, un príncipe inca que inicialmente colaboró con los españoles y fue nombrado Inca títere por Pizarro. Sin embargo, al sentirse traicionado y relegado, encabezó una gran rebelión en 1536, conocida como el Sitio del Cuzco, donde miles de indígenas sitiaron la ciudad controlada por Hernando Pizarro y sus fuerzas. A pesar de causar grandes bajas a los españoles, la resistencia no logró retomar el control total, y Manco Inca tuvo que retirarse a las montañas de Vilcabamba, donde fundó un nuevo reino incaico que resistió durante décadas.


Además de Manco, otras regiones como Lima, la sierra central y el Altiplano fueron escenarios de levantamientos indígenas que buscaban expulsar a los invasores. Sin embargo, la superioridad armamentística española, las alianzas con pueblos originarios enemigos de los incas y la llegada constante de refuerzos desde Europa, dificultaron la consolidación de estas rebeliones.


La resistencia de Vilcabamba, liderada por sucesores de Manco Inca, fue la última llama de un imperio que se negó a desaparecer sin luchar. Esta resistencia se mantuvo hasta 1572, cuando el último emperador rebelde, Túpac Amaru I, fue capturado y ejecutado, poniendo fin a la soberanía inca.


La conquista: un saqueo brutal y un régimen de terror


La captura de Atahualpa en Cajamarca fue una emboscada planificada por Pizarro, que aprovechó la inestabilidad política interna del Imperio Inca tras la guerra civil entre Atahualpa y Huáscar. A pesar de recibir un rescate colosal —más de seis toneladas de oro y plata—, Pizarro no dudó en ejecutar al emperador, demostrando que su interés no era la negociación ni la justicia, sino el saqueo y la dominación.


Tras la caída del imperio, los españoles impusieron un régimen de terror, esclavizando a millones de indígenas, destruyendo sus templos, prohibiendo sus creencias y explotando sus tierras. La población originaria fue diezmada por enfermedades traídas por los europeos, el trabajo forzado y la violencia sistemática. El oro y la plata extraídos enriquecieron a unos pocos conquistadores y a la Corona española, mientras América quedaba sumida en la miseria y el desarraigo.


La violencia fratricida entre conquistadores


La codicia y la ambición no solo destruyeron a los pueblos originarios, sino que también dividieron a los propios españoles. La rivalidad entre Pizarro y Almagro derivó en guerras civiles, ejecuciones y asesinatos. El asesinato de Pizarro en 1541 fue la culminación de estas luchas intestinas, donde la traición y la violencia eran moneda corriente.


La figura de Francisco Pizarro, lejos de ser un héroe, es hoy un símbolo de la brutalidad colonial. Su estatua fue retirada de la Plaza Mayor de Lima, reflejando el rechazo a un pasado marcado por la opresión y el saqueo. Su muerte a manos de sus propios compañeros conquistadores es una ironía histórica que revela cómo la codicia y la violencia terminan devorando incluso a quienes las ejercen.


La resistencia indígena, por su parte, es un testimonio de la dignidad y la lucha de los pueblos originarios frente a la destrucción de sus culturas y vidas. Aunque derrotados militarmente, su espíritu de resistencia y reivindicación cultural perdura hasta hoy, marcando la identidad de América Latina.

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