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De la seguridad ciudadana a la gobernanza criminal



La seguridad ciudadana puede entenderse desde dos perspectivas principales. Por un lado, incluye una dimensión objetiva, que se refiere a la victimización, es decir, haber sido víctima de un delito o hecho violento. Por otro lado, abarca una dimensión subjetiva, que refleja el temor de las personas a ser víctimas. Además, la seguridad ciudadana se define como la acción conjunta e interrelacionada de actores públicos y privados en tareas de prevención, control y persecución de delitos y violencias. En esencia, es un concepto que integra medios y fines para alcanzar sus objetivos.


Han transcurrido 21 años desde la creación del Sistema Nacional de Seguridad Ciudadana (SINASEC), con diversos momentos que han llevado a una creciente mecanización en el diseño y generación de instrumentos de gestión como directivas, planes y políticas nacionales. Estas herramientas buscan cumplir tanto con las "metas físicas" como, sobre todo, con las "metas financieras".


La evolución de la violencia y el delito no ha sido lineal ni simétrica. El SINASEC comenzó con la elaboración de planes nacionales y subnacionales en 2004. Sin embargo, no fue hasta 2011, con la intención de medir los resultados de los programas presupuestales del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), que se empezaron a observar datos más precisos gracias a la Encuesta Nacional de Programas Presupuestales (ENAPRES). Este instrumento recopila información, aunque solo a nivel departamental, sobre el porcentaje de personas que han sido víctimas de un delito en los últimos 12 meses y aquellas que temen serlo en los próximos 12 meses.


Fuente: Elaboración propia a partir de los datos INEI (Observatorio, informe y boletines de seguridad ciudadana)

El análisis de los primeros diez años revela una reducción significativa en la victimización general, que pasó del 40% en 2011 al 18.2% en 2021. Sin embargo, a pesar de esta disminución, la sensación de inseguridad mostró un ligero aumento, estabilizándose en niveles altos. Esto evidencia que la victimización y la percepción de inseguridad son dos fenómenos distintos que no necesariamente responden a las mismas estrategias. Por lo tanto, abordar estos problemas requiere intervenciones diferenciadas. Mientras la victimización alcanzó un mínimo histórico en 2021, los datos sugieren un rebote significativo en los años posteriores.


En contraste, la evolución de la violencia letal, reflejada en homicidios y feminicidios, siguió una dinámica distinta. En 2004, la tasa de homicidios se duplicó respecto al año anterior, y entre 2008 y 2012 el Ministerio Público reportó un aumento sostenido en los homicidios, mientras que los datos de la Policía Nacional mostraban estabilidad, sin alcanzar la cifra internacional de 10 homicidios por cada 100,000 habitantes, considerada como violencia epidémica según la OMS. En 2012, se creó el Comité Estadístico Interinstitucional de la Criminalidad (CEIC), bajo la dirección del INEI, para presentar estadísticas específicas sobre homicidios. Sin embargo, cuestionamientos metodológicos dentro del propio CEIC (2019-2020) llevaron a replantear la forma de entregar resultados. Actualmente, no se dispone de datos oficiales sobre homicidios para los años 2022, 2023 y 2024.




Fuente: Elaboración propia a partir de Ministerio del Interior (2013), INEI, CEIC (2011 al 2021)

La falta de datos recientes ha intentado ser cubierta parcialmente por el Sistema Nacional de Defunciones (SINADEF), que confirma un aumento en relación con años anteriores, aunque solo representa una fracción limitada de los casos. En el caso de la violencia de género, no solo crece estadísticamente, sino que su intensidad también se agrava, evidenciada en los métodos, medios y formas empleados, que incluyen casos de tortura.


En los últimos años, el Estado ha desarrollado diversos instrumentos de gestión, como políticas nacionales dirigidas a problemas de seguridad y violencia. Estas incluyen medidas contra la trata de personas, adolescentes en riesgo y en conflicto con la ley penal, terrorismo, el problema penitenciario, crimen organizado y la Política de Igualdad de Género, que aborda la violencia como un componente clave. Sin embargo, muchas otras políticas, como las relacionadas con la salud mental, vivienda, urbanismo, trabajo y educación, han quedado relegadas. Asimismo, las políticas vinculadas a economías ilegales han tenido una integración limitada, aunque lograron cierta relevancia durante los años de reducción de victimización.


El repertorio de políticas nacionales se complementa con iniciativas territoriales como la Estrategia Multisectorial Barrio Seguro (MININTER) y la Estrategia Vecindario Seguro (PNP). Estas experiencias han mostrado un impacto moderado en la percepción de inseguridad, pero no en la victimización. Sin embargo, la falta de coordinación entre sectores ha generado una oferta desarticulada en prevención, perdiendo oportunidades para centralizar y sistematizar información sobre aspectos territoriales, poblacionales y delictivos.


El presupuesto destinado a sectores vinculados al control y la justicia ha aumentado de forma constante en los últimos años. Estos recursos han beneficiado principalmente al gobierno central y, en menor medida, a niveles subnacionales, con un enfoque prioritario en policías activos o retirados. A esto se suma el financiamiento externo, como el primer endeudamiento con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), gestionado por el MININTER, que superó los 50 millones de dólares. Sin embargo, el relato del "fortalecimiento policial" ha servido para perpetuar acuerdos que benefician a particulares y grupos internos en la Policía, fomentando redes de corrupción.


La violencia y el delito deben analizarse desde una perspectiva multifactorial, multidimensional y multisectorial. Entre 2011 y la década siguiente, factores sociales, situacionales, individuales, familiares y culturales contribuyeron a reducir la victimización. No obstante, con la pandemia de COVID-19, algunos factores, como la "movilidad social," disminuyeron ciertos delitos patrimoniales, mientras que otros, como la violencia de género, aumentaron dentro del hogar.


Factores específicos destacados en la pandemia y la pospandemia, como la proliferación de armas de fuego, normas que fomentan la impunidad, la desinstitucionalización, el crecimiento de mercados criminales, el consumo problemático de drogas y alcohol, y la descomposición social, se han consolidado como riesgos en la segunda mitad de los últimos diez años del SINASEC.


El crecimiento de los mercados criminales ocurre en un contexto de crisis institucional, normas que favorecen la impunidad y conservadurismos locales. Ejemplos de esto son leyes que distorsionan la tipificación del crimen organizado (Ley 32108), facilitan la deforestación (Ley 31973) y debilitan la fiscalización de la minería informal. Estas normas empoderan a ciertos actores al tiempo que perpetúan la corrupción y promueven economías ilegales. Según Arias (2017), este modelo de gobernanza criminal no solo implica alianzas con organizaciones delictivas para el acceso a recursos y territorios, sino también su integración con redes comunitarias y participación política, lo que fortalece su legitimidad social.


En este contexto, las denuncias por extorsión han aumentado de manera alarmante: de 3,283 casos en 2021 a 11,224 en 2022, y a 17,246 en 2023. Es previsible que en 2024 superen las 20,000 denuncias, aunque estas cifras representan menos del 15% de los delitos totales según las estadísticas policiales.


Finalmente, conceptos como la "eficacia colectiva" de Sampson, que requieren cohesión social y control informal, chocan con una red ampliada de actores involucrados en la gestión criminal. Esta red no solo colabora con organizaciones delictivas y burocracias corruptas, sino que también goza de legitimidad social y opera como bisagra entre comunidades y el aparato estatal.


Lo que sucede en el Estado peruano, entonces, es un modelo híbrido y novedoso, que supera las historias pastoriles en áreas rurales para consolidar una clase política que utiliza marcos normativos e institucionales en favor de la gobernanza criminal. Este modelo requiere el desmontaje institucional del gobierno en materia de seguridad ciudadana y busca instalar un sistema descentralizado de gobierno criminal.


En este proceso de redistribución del poder, se ajustan las dinámicas delictivas locales, abriendo espacio para gobiernos subnacionales criminales y escenarios peligrosos de luchas por territorios que demandan recursos y financiamiento rápido. ¿Qué hacer frente a este complejo escenario? En la siguiente entrega exploraremos algunas posibles salidas.



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