A favor del pan con chicharrón
- Redacción El Salmón

- 9 sept
- 2 Min. de lectura

En un país que no logra ponerse de acuerdo ni para cruzar la pista, el pan con chicharrón consiguió lo impensable: reunirnos, aunque sea por unos segundos, frente a un teléfono. Nadie vota con tanto entusiasmo en elecciones, nadie defiende con tanta vehemencia un presupuesto de salud, pero cuando un streamer español puso el desayuno peruano en un concurso virtual, ahí sí apareció la patria.
El pan con chicharrón dejó de ser desayuno de domingo para convertirse en bandera digital. Un simple sándwich convertido en estandarte. Políticos sonriendo con panes en la mano, ministerios repartiendo bocados en oficinas, alcaldes organizando festivales improvisados. Todos querían subirse al carro de la fritura. Y, contra todo pronóstico, funcionó.
Hay que reconocerlo: el chicharrón despierta una emoción que va más allá del hambre. Es infancia, es plaza de mercado, es carretera con bolsa grasosa en las piernas. Es cebolla morada en los ojos y café hirviendo en los labios. Es el gesto instintivo de romper el pan y escuchar el crujido. Cuando entró al concurso, no entró un plato: entró una memoria compartida, un pedazo de nuestra identidad.
Por eso ganaba votos como si se tratara de un referéndum. Por eso la gente votaba desde Nueva Jersey, desde Madrid, desde cualquier esquina donde un peruano tenga nostalgia. El pan con chicharrón logró lo que ni la política ni el fútbol: hacernos sentir parte de lo mismo. Aunque sea en una pantalla. Aunque dure lo que dura un trending topic.
La fiebre fue global. Influencers mostrando panes gigantes, restaurantes duplicando turnos, ferias improvisadas que se llenaron de curiosos y cámaras. La Victoria, Lima, se convirtió en un pequeño estadio de la fritura. Miles de personas se arremolinaban para ver cómo se preparaba un pan que en otros domingos pasaba desapercibido. La tradición, de repente, era espectáculo.
Y aun así, lo que hace grande al pan con chicharrón no es el concurso ni los likes. Es que sigue siendo nuestro, aunque millones lo celebren detrás de una pantalla. Es que, mientras el mundo digital aplaude, en cada esquina alguien lo hace como siempre: con manos torpes, prisa y cariño, con el humo del aceite colándose entre los dedos. Es ritual más que plato, memoria más que concurso.
El concurso pasará, Ibai seguirá con otro invento, las redes se olvidarán. Pero el pan con chicharrón se quedará. En la esquina de siempre, en la feria dominical, en la cocina de la abuela. Y eso es lo mejor: que detrás del ruido digital está lo verdadero. Que, al final, la patria no es un hashtag sino un mordisco de pan crocante, un pedazo de cerdo dorado, un desayuno que nos sigue recordando quiénes somos.
Porque si algo enseña este torneo absurdo, es que la identidad puede ser también un sabor, un olor, un gesto. Que la nostalgia se mide en frituras y no en discursos. Que, por un instante, somos capaces de coincidir en algo simple y profundo a la vez. Y eso, más que cualquier premio virtual, merece celebrarse.













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