A favor de Chespirito
- Redacción El Salmón

- 13 jul
- 3 Min. de lectura

Chespirito no inventó el humor latinoamericano, pero sí le dio una casa. Le dio una vecindad, una frase pegajosa, un corazón torpe y bondadoso. Creó un universo donde nada tenía lógica, pero todo era familiar: un barril que era casa, una escuelita donde los niños eran adultos con moños y pecas dibujadas, un superhéroe que temía a todo y sin embargo siempre aparecía. Ese era su genio: capturó la esencia del juego, del absurdo, de la infancia como teatro, como ternura, como repetición necesaria.
El Chapulín Colorado fue, sin proponérselo, el antihéroe perfecto. Lo tenía todo al revés: no era fuerte, no era valiente, no era ágil… pero era bueno. Donde Superman era invulnerable, el Chapulín dudaba. Donde el Capitán América portaba un escudo de acero, él usaba una antena de vinilo y un chipote chillón. Pero estaba ahí. Temblando, cayéndose, llorando incluso… pero estaba. Como en aquel episodio memorable en que se enfrenta a Super Sam, esa sátira entre el Tío Sam y el superhéroe norteamericano. En lugar de fuerza bruta, ofrecía ingenuidad; en vez de certezas, ofrecía titubeos. Su mayor superpoder era su humanidad, y eso lo volvía invencible a su manera.
Su humor era simple, sí. Pero no superficial. Funcionaba en México, en Lima, en Bogotá, en Guayaquil, en La Paz, en Asunción. Porque hablaba el idioma común de los pueblos: el del ridículo cotidiano, la ternura vergonzosa, la torpeza como forma de existir. Nos reíamos porque veíamos en él nuestras propias derrotas diarias, maquilladas de comedia. Uno muchas veces se siente así: se ilusiona con ser un superhéroe, pero sus propias limitaciones lo tumban. Y aun así, uno sigue. Eso también hacía el Chapulín: seguir.
Chaparrón Bonaparte fue su apuesta más surrealista. Un personaje que hablaba en paradojas, que filosofaba con disparates, que hacía del sinsentido una forma de coherencia interna. Era puro juego lingüístico, puro nonsense, pero con una cadencia hipnótica. Su amistad con Lucas Tañeda era una coreografía de desvaríos que, sin tener lógica, tenía ritmo. Y eso bastaba.
La genialidad de Chespirito no estaba en la trama, sino en la atmósfera. Cada personaje era una figura reconocible, pero también una herida. Don Ramón no era solo un flojo: era la precariedad hecha persona, la dignidad que se resiste a desaparecer. Doña Florinda era la caricatura del arribismo, del poder matriarcal que se cree más que los demás sin tener más que ellos. La Chilindrina era la infancia rebelde, insolente, que pide afecto con gritos. El Chómpiras, el Rascabuches, el Doctor Chapatín con su bolsita misteriosa, eran versiones desordenadas de nosotros mismos, queriendo algo, temiendo algo, ocultando algo.
Y sí, repitió fórmulas. Y sí, se volvió predecible. Pero en ese ritual de la repetición había consuelo. Sabías que el Chavo iba a llorar. Sabías que iban a culparlo sin razón. Sabías que iba a sonar la misma música triste. Y sin embargo, lo veías. Porque en ese pequeño teatro de cartón piedra había más verdad emocional que en muchos dramas premiados. Era un reflejo de la ternura frustrada, de los sueños mal entendidos, de la vida mal actuada, pero real.
A Chespirito se le puede acusar de ingenuidad, de cursilería, de insistencia. Pero no de deshonestidad. Lo suyo fue un humor limpio, sin doble sentido, sin grosería, sin cinismo. Un humor construido con afecto, con recursos mínimos y un enorme amor por el gesto. Y eso, en una televisión que gritaba, que mostraba violencia o escándalo, era casi revolucionario.
Incluso se permitió adaptar la historia. En su versión de Romeo y Julieta, los amantes decían “¡Se me chispoteó el amor!”; y cuando representaba la vida de Chopin, lo hacía con un piano falso y un sombrero ridículo, pero acercando a los niños al drama, al arte, a la biografía. Enseñaba sin parecer maestro. Representaba tragedias con música de circo, y sin embargo algo quedaba. Una inquietud. Una emoción. Un deseo de saber más.
Por eso Chespirito sigue ahí. En los canales de cable. En los memes. En las fiestas infantiles. En la memoria afectiva de un continente. Porque no fue solo un comediante. Fue una patria portátil. Un rincón emocional. Un refugio. Una forma de recordar que, por un momento, todos fuimos niños. Y nos reímos con él.













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