Universidad asediada y opresión instrumental
- Ricardo Falla Carrillo y Joseph Dager Alva
- 20 ago
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Actualizado: 20 ago

"La universidad, a pesar de su diferenciación interna y presiones externas, aún tiene el potencial de contribuir a una sociedad más racional y democrática a través de sus procesos de aprendizaje únicos." Jürgen Habermas, La idea de universidad. Procesos de aprendizajes, 1987.
En un panorama global donde los rankings universitarios ostentan una hegemonía casi incuestionable, permeando la planificación estratégica y las políticas educativas, invitamos a una reflexión crítica indispensable. Desde su origen en el neoliberalismo estadounidense de los ochenta hasta su expansión transnacional en los 2000, estos instrumentos, lejos de ser brújulas infalibles, han transformado la educación superior, ocasionando una seria perversión del quehacer universitario. La hegemonía de la "razón instrumental" reduce la calidad universitaria, inherentemente intangible, a una mera métrica cuantificable. Esta obsesión por escalar posiciones impone una homogeneización, sesgando las disciplinas y penalizando a universidades de fundamento teórico humanístico o de regiones periféricas. Más allá de ser herramientas de evaluación, los rankings son productos de empresas privadas con conflictos de interés evidentes, impulsando una mercantilización que desvirtúa el carácter público de la universidad.
Nuestra reflexión expone cómo esta dinámica reconfigura la gestión universitaria, priorizando la cantidad sobre la calidad sustantiva y fragmentando el conocimiento. Asimismo, es un llamado urgente a "aprender a sospechar" de la tiranía de los números y a revalorizar sistemas de evaluación contextualizados que rescaten la diversidad y el impacto social genuino de la academia. En ese sentido, desde una perspectiva postcolonial, el problema es aún más profundo. Los rankings no son neutrales; son herramientas de poder que perpetúan una jerarquía global. Al favorecer a las universidades de los centros de poder, imponen un modelo de excelencia que margina a las instituciones del "sur global" y sus conocimientos locales. En lugar de promover la diversidad, los rankings fomentan la dependencia y la imitación, ocultando bajo una supuesta objetividad un control neocolonial sobre la educación superior. ¿Estamos listos para cuestionar esta hegemonía y defender una universidad que sirva al bien común de nuestras naciones y al desarrollo integral humano? Esperamos contribuir a un diálogo serio e intelectualmente honesto sobre un tema esencial para el futuro de nuestros países.
La seducción de la métrica y el origen de una hegemonía
La presencia y la aceptación de los rankings universitarios a nivel global han alcanzado una hegemonía casi incuestionable en el discurso de muchos académicos y en la gestión de las instituciones de educación superior, particularmente en contextos como el peruano y, en general, en América Latina. Estos instrumentos, percibidos como brújulas infalibles de la calidad, han permeado la planificación estratégica de las universidades y las políticas estatales de investigación y educación. Sin embargo, su omnipresencia ha opacado una reflexión crítica fundamental sobre su origen, su construcción metodológica y, crucialmente, las implicaciones filosóficas y epistémicas que conllevan.
Originarios de Estados Unidos en la década de los ochenta, los rankings nacieron en un contexto de incipiente neoliberalismo bajo la administración Reagan, donde la fe en el mercado como regulador supremo y en la información como contrapeso a sus imperfecciones era la doctrina dominante. Esta herramienta, concebida inicialmente para orientar la elección de los estudiantes dentro de un sistema educativo nacional, se hallaba bajo la lógica de "más mercado, menos Estado".[1] Su expansión global a partir de la década de los 2000, con la emergencia de rankings internacionales como el Shanghái Jiao Tong University’s Academic Ranking of World Universities (ARWU, 2003), el QS World University Ranking (2004) y el Times Higher Education World University Ranking (THE, 2010),[2] transformó su propósito. Se trataba ahora de una ambiciosa comparación transnacional que pretendía señalar a las "mejores" universidades del mundo basándose en indicadores como investigación, cuerpo docente, empleabilidad y reputación. Otros, como Webometrics o SCImago, se centraron en un indicador, presencia en la web o publicaciones indexadas, respectivamente (Albornoz y Osorio 2018; Emiliozzi 2019).
El éxito social y la aparente legitimidad de estos rankings han hecho que los sistemas universitarios, especialmente los llamados periféricos, sucumban a su influencia. En el Perú, la resistencia ha sido mínima, observándose una dedicación casi litúrgica al análisis anual de posiciones y una priorización de la gestión universitaria orientada a escalar en estas tablas. Esta adopción acrítica revela una forma de "alienación", donde los propios académicos, antaño críticos, se los ve hoy entusiastas –o compelidos- en validar y perseguir los objetivos impuestos por estas clasificaciones. La urgencia de una mirada interpretativa y crítica se hace evidente cuando se constata la poca reflexión sobre la naturaleza y las consecuencias de estas herramientas.
Razón Instrumental y desnaturalización de la universidad
El corazón de la crítica a los rankings radica en su adhesión a una razón instrumental, concepto fundamental desarrollado por Max Horkheimer (2007). Esta forma de racionalidad reduce la actividad intelectual y la esencia universitaria a la producción de resultados mensurables y calculables, despojándolos de consideraciones éticas, sociales o de justicia. La calidad universitaria, por definición intangible y multidimensional, es violentamente reducida a un número, una simplificación tan evidente que el propio Phil Baty (2009), creador del ranking THE, admitió: "The short answer, of course, is that you cannot", es decir, admitía las grandes limitaciones de las métricas universitarias. Sin embargo, la justificación posterior se aferra a la captura de "elementos más tangibles y medibles que hacen una universidad moderna de clase mundial". Esta admisión revela la contradicción inherente: lo que se mide no es la calidad per se, sino sus manifestaciones cuantificables, lo que deshumaniza la educación y prioriza la eficiencia productiva sobre el desarrollo integral.
La obsesión por ascender en los rankings impone una homogeneización y pérdida de la diversidad en las misiones universitarias. Las instituciones se ven obligadas a adaptar sus planes de estudio, sus líneas de investigación y sus prioridades para alinearse con los indicadores predominantes, que están notoriamente sesgados hacia las disciplinas STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) y hacia universidades de habla inglesa (UNU, 2023). Este fenómeno ignora la riqueza de la individualidad, de las circunstancias particulares y del contexto, aportes que el historicismo alemán (desde Humboldt hasta Weber) ha logrado instalar como los elementos cruciales para asumir la historicidad de la existencia y, por tanto, para comprender el real sentido de las creaciones humanas (Tessitore, 2007).
Las universidades dedicadas a las humanidades y ciencias sociales, así como aquellas ubicadas en regiones periféricas como América Latina, se ven intrínsecamente penalizadas en este esquema, lo que genera una desvalorización de saberes "no utilitarios" (Ordine, 2017), pero fundamentales para la construcción de sociedades más plenas y críticas, como también advirtió Martha Nussbaum (2010) en su defensa de la educación para la ciudadanía.
Mercantilización y la erosión del carácter público de la universidad
Los rankings no son simples herramientas de evaluación; son productos de empresas privadas que operan en un próspero negocio global. La Declaración de la Universidad de Naciones Unidas (UNU, 2023) es explícita al señalar el "claro conflicto de intereses" de estas empresas, que no solo clasifican, sino que venden productos y se alinean con monopolios editoriales como Elsevier y Clarivate.
Esta instrumentalización de la evaluación se traduce en una profunda mercantilización y comercialización de la educación superior.[3] De hecho, el concepto “ranking” está asociado al de competencia, su aplicación se inició en campeonatos deportivos y conlleva a la idea de “ganadores y perdedores” (Barsky, 2014). Las universidades, bajo esta lógica, son transformadas en competidores en un mercado global, abandonando gradualmente su esencia como instituciones de conocimiento y servicio público. La búsqueda de una "universidad de clase mundial" puede estar más ligada a una estrategia de marketing y a intereses comerciales que a una genuina mejora académica.
Esta dinámica, analizada por Stephen Ball (2012) en sus estudios sobre la política educativa y el impacto de las reformas neoliberales, demuestra cómo los rankings son parte de una agenda política más amplia que promueve la competencia y la privatización en el ámbito educativo. Saumen Chattopadhyay y Aishna Sharma (2019), en un interesante balance sobre las reformas en la educación superior en la India en tiempos del neoliberalismo, concluyen que dicha aplicación puede terminar modificando esencialmente la gobernanza de las instituciones. Justificar la traición al corazón del trabajo universitario, porque seguir los mandatos de los rankings sería lo que pediría el mercado, discurso que se escucha mucho entre autoridades universitarias latinoamericanas, entraña la curiosa contradicción de que quienes así razonan, y transforman la gobernanza de sus universidades con ese propósito, no están en verdad en esa competencia porque es un sistema hecho para marginar a la mayoría.
Impacto en la gobernanza universitaria y en el conocimiento: de la sustancia a la métrica
La preeminencia de los rankings reconfigura la gobernanza y las prioridades institucionales de las universidades. La obsesión por escalar posiciones desvía recursos y esfuerzos hacia la optimización de métricas en lugar de fortalecer áreas que realmente contribuyen a la calidad educativa, la investigación significativa o el impacto social localizado. Se privilegia el foco en la cantidad sobre la calidad sustantiva: una producción masiva de publicaciones o citaciones, sin garantizar necesariamente la profundidad, originalidad o relevancia de la investigación.
Sobre el conocimiento mismo, las consecuencias son igualmente preocupantes:
Fragmentación y especialización excesiva. Al favorecer métricas específicas y tipos de investigación en las bases de datos dominantes, se desincentiva la investigación interdisciplinaria y holística.
Estandarización del currículo y de la investigación. La presión de los rankings puede llevar a una homogeneización de programas de estudio y líneas de investigación, desfavoreciendo la experimentación y la innovación radical, así como la investigación con relevancia local que no se alinea con las tendencias globales "rankeables".
Desvalorización de saberes "no utilitarios". Como ya se mencionó con Ordine (2017) y Nussbaum (2010), la razón instrumental margina disciplinas como las humanidades, cuyo valor no se traduce fácilmente en métricas cuantificables, a pesar de su crucial papel en el pensamiento crítico y la formación ciudadana.
Sesgo hacia la investigación publicada en monopolios editoriales. La dependencia de publicaciones indexadas por grandes corporaciones editoriales favorece ciertos tipos de conocimiento, marginando otras formas de saber o publicaciones de impacto local o regional.
Superficialidad en la búsqueda del conocimiento. La priorización de la posición en el ranking puede incentivar una investigación orientada a la cantidad de productos en lugar de la profundidad, la originalidad y el impacto real del conocimiento generado. Esto contrasta con la filosofía pragmatista de John Dewey (1997), quien abogaba por una educación arraigada en la experiencia y la resolución de problemas reales, en lugar de una mera acumulación de credenciales.
En base a todo lo anterior, los expertos convocados por la UNU sentenciaron en su Declaración que la lógica de los rankings globales causaba, finalmente, un olvido de la misión institucional de la universidad, un detrimento en la calidad de la enseñanza, del aprendizaje de los estudiantes y del bienestar del personal (UNU 2023).
La universidad en la era de IA: ¿Aún tiene sentido la búsqueda de la verdad?
Históricamente, la universidad ha sido concebida como un espacio primordial para la búsqueda de la verdad, el bien y la sabiduría. Este ideal se remonta a la noción de conocer la verdad por sí misma, sin supeditarla a criterios utilitarios, como afirmó el gran filósofo y teólogo Romano Guardini (2012). Para este sacerdote e intelectual italiano, la universidad es el lugar de las ideas, donde la investigación y el descubrimiento se producen diariamente, y donde se fomenta la reflexión crítica y la pluralidad del pensamiento.
La universidad, en su esencia, es un baluarte social que forma sujetos, no objetos, y busca la comprensión de "la idea" que da sentido a las cosas (Guardini, 2012). En este sentido, la fragmentación del saber, impulsada por la lógica instrumental de los rankings, es una distorsión de la formación integral que la universidad debe proporcionar, ya que la unidad del conocimiento radica en la verdad del ser humano.
En un momento en que la Inteligencia Artificial (IA) y, potencialmente, la Inteligencia Artificial General (AGI o ASI), están redefiniendo la naturaleza del saber humano, la misión original de la universidad cobra aún mayor relevancia, más todavía cuando a nivel mundial se pronostica la desaparición de algunas carreras universitarias, supuestamente incapaces de competir con la IA en el desarrollo profesional.
La IA, si bien puede procesar y analizar vastas cantidades de datos, identificar patrones y generar información a una escala sin precedentes, no posee aún la capacidad de comprender la complejidad humana, la sensibilidad, la percepción de la belleza, la inteligencia práctica o la phrónesis (prudencia) que son distintivas de la cognición humana, y que se cultivan en la formación de las especialidades de Humanidades, por lo que la IA no les resulta una real amenaza. Carreras que justamente por eso estarían llamadas a ser repotenciadas por las universidades, pese a que los rankings globales se empeñan en silenciar.
El reto ético, existencial y epistemológico, que implican la IA, AGI y la ASI, para la universidad no debe ser soslayado. El reconocido filósofo sueco, Nick Bostrom (2011), observó la necesidad de reconocer que, si bien la IA promete avances significativos, también conlleva amenazas latentes que han generado preocupación. Una de las principales inquietudes es que una IA superinteligente, si no está programada con una ética firme y alineada con los valores humanos, podría generar consecuencias no intencionadas y potencialmente mortales.
Ampliando su reflexión sobre la “superinteligencia”, este reconocido pensador sugiere que una superinteligencia, al operar a velocidades computacionales millones de veces más rápidas que las neuronas biológicas, podría acumular y procesar información a una escala y velocidad sin precedentes (Bostrom, 2014). Esto permitiría un avance acelerado en la ciencia y la tecnología, posiblemente resolviendo problemas filosóficos y científicos fundamentales que actualmente eluden la comprensión humana.
En la formación universitaria, la superinteligencia podría revolucionar los métodos de enseñanza y aprendizaje al proporcionar acceso instantáneo a vastos volúmenes de conocimiento y nuevas capacidades cognitivas. Por ello, es probable que la superinteligencia artificial eventualmente supere e incluso reemplace la inteligencia humana en casi todos los dominios de interés. Si bien las máquinas ya despuntan a los humanos en tareas específicas, la superinteligencia generalizada podría sustituir a los humanos en una amplia gama de desafíos de procesamiento de información, cambiando radicalmente las profesiones y la demanda de mano de obra humana (Bostrom, 2014).
Por ello, la aparición de la IA -forma de inteligencia altamente instrumentalizante-, obliga a la universidad reflexionar sobre qué nos hace específicamente humanos y qué aspectos del saber no pueden ser replicados por las máquinas. La universidad no puede rehuir a esta inmensa responsabilidad. Por lo tanto, debe redoblar su compromiso con la formación integral del ser humano, con la capacidad de discernimiento y con la búsqueda de un conocimiento que trascienda la simple cuantificación y utilidad inmediata. Esto implica cultivar el conocimiento profundo, la ética y la capacidad de entender el "por qué" de las cosas, elementos que no pueden ser capturados en un ranking y que son esenciales para navegar un futuro cada vez más mediado por la tecnología.
Las universidades deben formar a más profesionales de las carreras de humanidades, y en más humanidades a los profesionales que no sean de carreras humanistas. Tal vez ahí, esté la clave para empezar a superar la crisis mundial que hoy atraviesa la universidad, y así graduar a profesionales que sean los mejores en lo técnico, pero con capacidad de ver el horizonte. No hay que olvidar que las humanidades proporcionan un sistema de comprensión del mundo que permite reconocer la complejidad del mismo.
Universidad y exclusión global
Los rankings contribuyen a la creación de élites y a la exclusión. La imposibilidad para universidades más pequeñas o de regiones periféricas, con presupuestos limitados, de competir con las "Ivy League" estadounidenses o las grandes universidades europeas, genera un sistema global intrínsecamente inequitativo. Por ello, no deja de sorprender que universidades que están completamente imposibilitadas de tener un lugar en el sistema, se las vea alienadas y orientan su gestión a obedecer estas métricas que las marginan. Este sistema excluye a la mayoría de las 21.000 universidades existentes en el mundo (los rankings rara vez incluyen más de 2.000), y además validan una jerarquía que no necesariamente refleja la calidad intrínseca, sino la capacidad de inversión y de aceptación de un modelo hegemónico.
Esta situación se articula con el concepto de capital cultural de Pierre Bourdieu (1984), quien analizó cómo las instituciones educativas legitiman ciertas formas de conocimiento y excluyen otras, reproduciendo así jerarquías sociales. Asimismo, se puede interpretar a los rankings a través de la lente de Michel Foucault (1995), como una tecnología de poder que disciplina y normaliza a las universidades, dictaminando qué cuenta como "conocimiento válido" y cómo debe ser producido y evaluado. La aspiración a una "universidad de clase mundial", en este sentido, no solo es un espejismo para la mayoría, sino una imposición de un modelo que ignora la diversidad de misiones y contextos.
Al respecto, el economista, sociólogo y profesor de la Universidad de Lund, Mats Benner sostiene que el sistema reproduce jerarquías, creando “categorías” de instituciones: las universidades definitivamente líderes en un nivel global (“top of the pile university”); las que le siguen, (“venerables”, 100/200 mejores); luego universidades aspirantes (“wannabes”), instituciones que avanzan ascendentemente; y, finalmente, la gran mayoría de universidades (“missionary”), más locales que globales, con capacidad limitada para ascender posiciones en la competencia (Benner 2020).[4]
Aprender a sospechar: una alternativa a la tiranía de los números
Desde hace varios años, un conjunto de autores contemporáneos fue elaborando un agudo cuestionamiento al despotismo de los números. Por ejemplo, el sociólogo de la ciencia, Jerry Ravetz (1996), consideró que la "ciencia posnormal" se enfrenta a situaciones donde los hechos son inciertos, los valores están en disputa, los riesgos son altos y las decisiones son urgentes. Desde su perspectiva, la aplicación de métricas simplistas y rankings unidimensionales, a la ciencia y a las universidades, ignora la complejidad intrínseca de la producción de conocimiento, el "carácter artesanal" de la investigación, y los problemas sociales inherentes a la ciencia contemporánea, llevando a una distorsión de los verdaderos propósitos de la investigación y la enseñanza.
Por su parte, el historiador y filósofo, Philip Mirowski (2011), en línea con sus críticas al neoliberalismo en la academia, argumentó que los rankings universitarios y la proliferación de métricas son manifestaciones de una "cultura de la auditoría" y la "metricomanía" impulsadas por ideologías neoliberales. Esto conduce a una mercantilización del conocimiento y a una obsesión por la cuantificación que desvía la atención de la calidad intrínseca y la diversidad de la producción académica, promoviendo una visión utilitarista de la universidad que devalúa los aspectos no cuantificables de la labor intelectual.
Finalmente, el famoso filósofo y epistemólogo francés, Bruno Latour (1992), a través de su teoría del actor-red y su análisis de la construcción social de los hechos científicos, sugiere que los rankings y las métricas no son meros reflejos objetivos de la realidad académica, sino que son "construcciones" que activamente dan forma a esa realidad. Para Latour, estas herramientas de evaluación son "actantes" que, lejos de ser neutrales, instituyen jerarquías y performan lo que miden, influyendo en el comportamiento de las instituciones y los investigadores para ajustarse a los criterios de los rankings, en lugar de fomentar una exploración genuina del conocimiento y la innovación.[5]
Asimismo, la evidencia acumulada y las advertencias de organismos como la UNU (2023) son contundentes: los rankings internacionales son conceptualmente inválidos y su adopción acrítica es perniciosa. Al no tomar en cuenta las diversas realidades geográficas, culturales y sociales, y al estar sesgados hacia ciertos campos y lenguas, distorsionan la verdadera evaluación de la calidad. Aunque a primera vista pudiese parecer chocante, no resulta descabellado comparar estos rankings globales con los ratings de televisoras y radioemisoras que, como bien sabemos, están muy lejanos de evaluar la calidad de un determinado programa. No en balde, algunas de las empresas que miden la audiencia de medios de comunicación elaboran también rankings universitarios como por ejemplo SCImago.
Frente a la lógica unidimensional de los rankings, es imperativo revalorizar sistemas de evaluación de la calidad más contextualizados y exhaustivos. Los procesos de acreditación y licenciamiento, cuando están bien diseñados y ejecutados con base en estándares que consideran las particularidades nacionales y regionales, y que incluyen la evaluación de pares y la autoevaluación, ofrecen una alternativa mucho más robusta y equitativa. Estos sistemas permiten una adaptación a la diversidad de universidades y contextos, asegurando condiciones básicas de calidad sin imponer un modelo hegemónico de "clase mundial" que es inaccesible para la mayoría.[6]
La adherencia a los rankings perpetúa una visión reduccionista de la universidad y del conocimiento. Es tiempo de trascender la "razón instrumental" que tanto criticó Horkheimer (2007) y de abrazar una comprensión de la calidad universitaria que valore la complejidad, la diversidad, el impacto social local y la producción de conocimiento significativo en todas sus formas.
Como abogó Nuccio Ordine (2017), la defensa de los saberes "no utilitarios" y una reflexión más profunda sobre la verdadera función de la universidad son cruciales para forjar sociedades más plenas y menos instrumentalizadas. Solo así podremos aspirar a una academia que sirva genuinamente al bien común y al desarrollo integral del ser humano. Quizás hoy más necesario que nunca, que vemos un mundo tan polarizado y dicotómico, en donde cómo cuesta que las personas se encuentren.
Referencias
Albornoz, M. y Osorio L. (2018). “Rankings de universidades: calidad global y contextos locales” en Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad, vol. 13, núm. 37, pp. 13-51.
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Barsky, O. (2014). La evaluación de la calidad académica en debate: los rankings internacionales de las universidades y el rol de las revistas científicas, Buenos Aires, Ed. Teseo, Universidad Abierta Interamericana.
Baty, P. (2009). “Rankings 09: Talking Points. The World University Rankings are compiled using a mixture of quantitative indicators and informed opinion”. Recuperado de https://www.timeshighereducation.com/news/rankings-09-talking-points/408562.article
Benner, M. (2020). “Becoming World Class: What It Means and What It Does” en Rider, S., Peters, M.A., Hyvönen, M., Besley, T. (eds) World Class Universities. Evaluating Education: Normative Systems and Institutional Practices. Springer, Singapore. Recuperado de https://doi.org/10.1007/978-981-15-7598-3_3
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Chattopadhyay, S., Sharma, A. (2019). “A Neoliberal Approach to Policy Making in Indian Higher Education During the Post-liberalization Era” en Biswas, P., Das, P. (eds) Indian Economy: Reforms and Development. India Studies in Business and Economics. Springer, Singapore. Recuperado de https://doi.org/10.1007/978-981-13-8269-7_13
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Emiliozzi S. (2019). “Una mirada crítica sobre los rankings universitarios”. XXXII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología. Asociación Latinoamericana de Sociología, Lima: 2019. (https://www.aacademica.org/000-030/1706).
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[1] En el Perú, hemos padecido las terribles consecuencias a las que puede llegar un sistema universitario dejado al arbitrio del mercado, habiendo renunciado el Estado a su rol regulador. En nuestra inconclusa reforma universitaria, iniciada en el año 2015, con el establecimiento de la SUNEDU, el Estado se empeñó en supervisar la calidad universitaria, con logros significativos entre el 2017 y 2021. Más de un tercio de las casas de estudio existentes no demostraron contar con condiciones básicas (muy básicas) de calidad. Hoy, sin embargo, la Coalición Gobernante ha desandado lo avanzado, modificando la Ley Universitaria, y beneficiando los intereses de los propietarios antes que a los estudiantes, perjudicando a la ciudadanía.
[2] Que mantiene una alianza con ELSEVIER: https://www.elsevier.com/about/press-releases/elsevier-and-times-higher-education-agree-new-partnership
[3] Ya en el 2006, el Centro Europeo de Educación Superior de la UNESCO aprobó un documento conocido como los Berlin Principles on Rankings of Higher Education Institutions (2006); listado de buenas prácticas para elaborar rankings, pero que muestra cómo esos instrumentos imponen un enfoque de mercado a la evaluación universitaria, más que de calidad (Albornoz y Osorio 2018).
[4] Benner reproduce la clasificación hecha por Thoenig y Paradeise (2016), basada en la información de rankings globales, cruzando reputación y desempeño, pero su tono es crítico y cree que el gran problema radica cuando a los objetivos de “clase mundial” se los asume de un modo “absoluto”, pues se basan en una interpretación errónea de lo que es la excelencia universitaria (Benner 2020).
[5] Particularmente preocupante es la calidad performativa que los rankings terminan imprimiendo en la gestión de las universidades. Benner (2020), en el estudio ya citado, señala que, si bien las universidades “misioneras” adoptan diferentes estrategias, la mayoría se suele comportar diferente al modo que todavía puede observarse en sus pares en Perú. Más bien, critican activamente un sistema que desde su hechura las excluye, y optan por reforzar sus propios perfiles, subrayando lo específico que las caracteriza y fomentando en ellas la investigación en tal sentido, con una fuerte orientación a lo educativo-formativo, además de exhibir compromiso social ligado a su entorno.
[6] SUNEDU publicó un ranking universitario hecho a imagen y semejanza de esos internacionales que utilizan un solo indicador, el de investigación. Lamentable reduccionismo, nada adecuado a las condiciones nacionales, y que contradice el espíritu con el que fueron confeccionados los modelos de licenciamiento, que proponían estándares mínimos a alcanzar, pero que no desconocían el propio contexto.













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