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Razones por las que no se debió cancelar la presentación del libro de Víctor Polay


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La decisión de cancelar la presentación del libro Revolución en los Andes, de Víctor Polay Campos, en la Feria Internacional del Libro, tomada y notificada por la Cámara Peruana del Libro un día antes de que se lleve a cabo no es un hecho menor. Bajo la justificación de conservar “los principios de pluralidad”, “respeto democrático” y “de preservación del orden público”, se interrumpe la posibilidad de pensar críticamente un capítulo complejo de la historia del Perú, cuya discusión pública sigue siendo postergada o evitada. Es precisamente por ello que su discusión sigue siendo necesaria.


En contraste con Argentina, Uruguay, Brasil, Chile y otros países de la región, en Perú el concepto de historia reciente no ha sido institucionalizado como un campo específico de estudio dentro de la historiografía. En la misma línea, la gestión pública del pasado reciente en Perú ha sido limitada, marcada por fuertes consensos punitivos, legislación restrictiva y escaso fomento estatal a las políticas de memoria en comparación con Argentina o Uruguay.

Al no reconocer las particularidades de trabajar con un pasado cercano —atravesado por sensibilidades políticas, pasiones sociales y marcos de memoria en disputa— se tiende a simplificar los hechos o a censurar determinadas versiones. La falta de un campo consolidado de historia reciente en el Perú impide asumir los desafíos específicos que implica narrar procesos aún abiertos, donde las heridas no están cerradas y los consensos sociales siguen siendo frágiles.


A diferencia de otros contextos latinoamericanos, donde ciertos procesos de revisión histórica sobre insurgencias armadas han encontrado espacios de discusión crítica, en el país la figura del militante insurgente continúa siendo objeto de una exclusión sistemática, incluso cuando se trata de personas que han cumplido con sus condenas judiciales. Esta exclusión no es solo legal o política: es también epistémica.


La cancelación de la presentación de Revolución en los Andes constituye una expresión de esa exclusión. No se trata de reivindicar la figura de Víctor Polay Campos ni de convertir su testimonio en relato legítimo. Se trata, precisamente, de asumir que toda narrativa —también la de un exdirigente del MRTA— forma parte de un archivo mayor que es necesario interrogar si se quiere comprender el conflicto armado interno con toda su densidad histórica. Suprimir esa voz, por más controvertida que sea, no elimina su lugar en el pasado. Solo refuerza la tendencia a resolver los traumas históricos mediante el silenciamiento.


La historia no es un espacio de celebración ni de condena. Es, en el mejor de los casos, un ejercicio de comprensión crítica. No se trata de equiparar ni de justificar, sino de construir marcos de inteligibilidad que permitan pensar los procesos políticos y sociales sin retrotraer el análisis a criterios morales propios de otra época.


La violencia política, como recurso y como horizonte estratégico, fue parte de múltiples proyectos revolucionarios en América Latina durante el siglo XX. El Perú no fue una excepción, ni tampoco el único país donde esa vía desembocó en violencia extrema y ruptura del pacto civil. El MRTA, al igual que otras organizaciones insurgentes, fue derrotado política y militarmente. Sus dirigentes fueron juzgados y sentenciados. Pero lo que permanece, a pesar del tiempo, es la persistente negativa del Estado peruano a tratar ese pasado como objeto de conocimiento público, optando en cambio por su relegamiento al tabú político, la persecución perpetua y al silenciamiento institucionalizado.


Este reconocimiento de trayectorias insurgentes compartidas aparece de manera clara en el propio libro de Polay, donde José Mujica, exdirigente tupamaro y expresidente de Uruguay, escribe un comentario en el que sitúa tanto al MRTA como a los Tupamaros como parte de un mismo tronco histórico de luchas latinoamericanas. No se trata de homologar contextos ni estrategias, sino de asumir que múltiples grupos de la región apelaron a la violencia política como medio para transformar realidades profundamente desiguales. Frente a ello, cada país gestionó de modo distinto la carga que dejó esa experiencia: mientras Uruguay permitió la reincorporación política de exinsurgentes y Argentina promovió políticas públicas de memoria, el Perú optó por un modelo punitivo sostenido en el tiempo, que ha impedido transformar esa herencia en objeto de reflexión colectiva. En el fondo, la pregunta sigue siendo la misma en toda la región: qué hacer con los revolucionarios cuando la revolución ya no es posible.


En ese contexto, apelar a “la preservación del orden público” como argumento para impedir una presentación editorial resulta problemático. ¿Qué tipo de orden se está preservando cuando se impide la circulación de una voz ya derrotada en lo político y en lo militar? ¿Qué amenaza representa una mesa con académicos que discuten críticamente un testimonio escrito?


Más aún, afirmar que esta cancelación responde a principios de “pluralidad” y “respeto democrático” es una contradicción profunda. La pluralidad implica precisamente la posibilidad de escuchar voces diversas, incluso aquellas que interpelan las narrativas dominantes. Y el respeto democrático exige sostener espacios donde la palabra no sea restringida por temor a la controversia. No se trata aquí de dar tribuna, sino de no clausurar la pregunta histórica.


Los países que han avanzado en la elaboración crítica de sus pasados violentos no lo han hecho suprimiendo testimonios, sino integrándolos al debate público. Escuchar a los actores no equivale a asumir sus perspectivas, sino a reconocer que el conocimiento histórico no puede construirse sobre omisiones deliberadas.


En ese sentido, lo verdaderamente preocupante no es la presentación de un libro: es la decisión de impedirla. Lo que se ha excluido de la Feria del Libro no es una ideología, ni un personaje. Es la posibilidad de pensar críticamente un tramo fundamental del siglo XX peruano. Y mientras ese tramo permanezca fuera del debate público, seguiremos arrastrando las heridas del pasado sin posibilidad de elaborarlas colectivamente.

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