Pataz, síntoma y angustia
- Eduardo Toche
- hace 37 minutos
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El pasado 30 de abril, el presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, había afirmado que el secuestro de trece trabajadores de la minera Poderosa en el distrito de Pataz, región La Libertad, no era “veraz” y puso en duda la denuncia del hecho criminal. Agregó que, si bien la situación era “sumamente compleja”, había conversado con funcionarios de la empresa minera, quienes habían descartado que se tratase de sus trabajadores. Concluyó, enfatizando, que “más allá de si los secuestrados son o no empleados de la mina, nos preocupa que esta información sea cierta. Sin embargo, nuestros órganos y cuerpos de seguridad han estado actuando en Pataz y no tienen indicios de que el suceso reportado sea veraz”.
Como sabemos ahora, fue el principio del fin de sus funciones. El 4 de mayo, a través de un comunicado público, la CONFIEP condenó “el salvaje asesinato de 13 trabajadores en Pataz”, viéndolo como un resultado del “descontrol” que nos trasladaba “a los años en que actuaban en el país Sendero Luminoso y el MRTA”. Por ello, consideró “inaceptable” que el Estado no aborde el crimen organizado con la responsabilidad que requiere, articulando acciones de inteligencia y policías y fiscales para asegurar que los criminales paguen por sus actos.
En idéntica forma, la presidenta de la SNMPE, Julia Torreblanca, condenó los hechos, denunció la inoperancia de las agencias del Estado y, agregó, se hacía urgente no extender los plazos para la inscripción en el REINFO, porque “es usado como un escudo por mineros ilegales que ahora no solamente atacan a mineros artesanales, a la pequeña y mediana minería, sino también a la gran minería”.
A continuación, Torreblanca adelantó algunas exigencias de su gremio: dotar de mayor presupuesto a las fuerzas de seguridad pública que combaten la minería ilegal. Lo que se necesita, puntualizó, “es una decisión política”, no solamente del Ejecutivo sino también de los gobiernos regionales, obligados desde hace más de quince años a controlar la minería ilegal en su jurisdicción territorial.
El profundo malestar expresado por los empresarios, fue leído correctamente por Adrianzén, como un anticipo de su censura. Inmediatamente, el gobierno publicó el Decreto de Urgencia 006-2025, militarizando el territorio afectado y, como una medida evidentemente desesperada, el MINEM revocó 1,425 inscripciones del REINFO en Pataz -144 en Tayabamba, 585 en Parcoy y 696 en Pataz.
El final del capítulo fue el cambio de ministros en las carteras de Economía, Interior, Desarrollo Social y Mujer y Poblaciones Vulnerables que, al no tener impacto político alguno, fue seguido por la renuncia del Premier y, con ello, de todo su Gabinete.
En efecto hay un problema de extrema debilidad política y completa deslegitimación que no es necesario demostrarlos en un gobierno y un Congreso cuyas aprobaciones rozan el 0%. Pero, además, hay un terrible problema de enfoque, que no es privativo del gobierno, sino que es compartido por todos los actores que tienen capacidad de decisión en lo que debe hacerse alrededor de temas como el suscitado en Pataz.
Para todos los que han hecho notar su voz el tema es exclusivamente criminal, afecta la seguridad y las intervenciones del Estado deben ser estrictamente militar/policial. Como afirma la CONFIEP, para sus perspectivas, estos son escenarios semejantes a los generados por la subversión en los años 80 y, por tanto, debe actuarse como se hizo esos años, bajo el convencimiento de que fue la forma correcta de derrotar al terrorismo.
Visto de ese modo, no solo se desdeña el daño provocado por el Estado en los 80 y 90, en las personas y la sociedad. También deja de considerar que un enfoque militarista para intervenir en escenarios de extrema violencia generados por actividades económicas ilegales y no políticas son, por decir lo menos, contraproducentes.
El gran ejemplo al respecto fue la denominada “guerra al narco” que implementó el presidente mexicano, Felipe Calderón. A través de una cadena nacional de televisión el 11 de diciembre de 2006, tan sólo once días después de asumir el cargo, Calderón decretó la guerra al narcotráfico, anunciando una estrategia que para entonces ya contradecía la tendencia mundial que proponía abandonar el enfoque punitivo y prohibicionista para enfocar el problema desde el ámbito de la salud pública.
Como se suponía, indicó en su momento Jorge Castañeda, la guerra contra el narco de Calderón no tuvo ningún sustento y resultó, finalmente, un estruendoso fracaso, solo explicable por la necesidad de Calderón para legitimarse, aunque fue, finalmente, uno de los factores de la posterior debacle electoral del PAN, en el 2012.
Debemos tener presente los resultados de ese fracaso. En primer lugar, la violencia se incrementó significativamente, con un aumento en el número de homicidios relacionados con el narcotráfico. La militarización de la seguridad pública también generó violaciones a los derechos humanos y un deterioro en la confianza de la ciudadanía hacia las instituciones. Además, la estrategia no abordó las causas estructurales del problema, como la pobreza y la falta de oportunidades económicas, lo que permitió que el crimen organizado siguiera reclutando miembros.
Otro factor clave en el fracaso de la estrategia fue la falta de cooperación internacional efectiva, especialmente con Estados Unidos, el principal mercado de consumo de drogas. Mientras México combatía el narcotráfico con medidas militares, en Estados Unidos se discutían políticas de despenalización y regulación de ciertas sustancias, lo que generó una contradicción en los enfoques de ambos países.
En retrospectiva, la guerra contra las drogas de Calderón dejó un saldo de violencia y desestabilización sin lograr una reducción significativa en el tráfico de drogas. La estrategia fue, como señalamos, ampliamente criticada y ha servido como un punto de referencia para discutir enfoques alternativos, como la regulación y la prevención.
Otro abordaje sobre el proceso mexicano se lo debemos a Claudio Lomnitz, quien busca evidenciar la interrelación entre el crimen organizado, el Estado y las empresas. En sus análisis, destaca que el narcotráfico y otras economías ilícitas han sido fundamentales en la transformación del Estado mexicano, funcionando como un "brazo armado de la economía informal". Según él, las diversas policías han jugado un papel clave en la regulación de estas actividades, no solo aplicando la ley, sino utilizándola como una herramienta de negociación entre el gobierno y los actores económicos tolerados.
Además, Lomnitz argumenta que el narcotráfico ha sido un factor determinante en la reorganización del crimen en México, influyendo en la estructura de poder y en la dinámica de violencia, formulando un nuevo tipo de Estado. También señala que la economía del crimen organizado ha permeado diversos sectores de la sociedad, incluyendo la política y la vida pública, lo que ha generado una contaminación profunda de las instituciones y un debilitamiento del Estado.
En suma, su enfoque sugiere que la violencia no es un fenómeno aislado, sino el resultado de una compleja red de relaciones entre actores legales e ilegales. Entonces, con ello tenemos otro elemento muy importante para entender nuestros contextos violentos, además de la ingenuidad de apelar a una respuesta estatal violenta, que es central en el enfoque del Estado y de los actores empresariales.
Al punto, no estamos en escenarios compartimentalizados en los que podamos delimitar los campos nítidamente y, por lo tanto, discenir lo legal y lo ilegal como si fueran polos opuestos. Una primera cuestión al respecto, es la obvia pérdida del monopolio de la violencia que se estima como premisa de la constitución de cualquier Estado. En el Perú y, seguramente, en gran parte de los países con regímenes democráticos, este factor debe ser ahora compartido no sólo con otras organizaciones privadas, entre ellas grupos criminales, sino también con grupos autonomizados conformados por efectivos de la fuerza pública.
De esta manera, los escenarios muestran la incorporación de nuevos actores, aunque el Estado y empresarios, obsesionados con la criminalización como única respuesta, no puedan verlos con nitidez: además de los mineros “formales”; “informales”; “ilegales”; las autoridades y funcionarios locales y nacionales; los agentes de seguridad públicos, privados y privatizados; debemos agregar ahora a grupos de sicarios que, a toda vista, su negocio no es la extracción mineral sino asesinar, como el consabido “Cuchillo”, atrapado nada menos que en su Colombia natal.
En la misma línea, Jean y John Comaroff cuando abordan el problema de la ley y el orden en las poscolonias desde una perspectiva crítica, exploran cómo la violencia y el desorden se han convertido en elementos estructurales de estos contextos.
Pero, los Comaroff argumentan que la criminalización y la vigilancia en las poscolonias no solo reflejan un problema de seguridad, sino que también responden a dinámicas históricas y políticas que han diluido finalmente la línea entre el poder estatal y el crimen organizado.
Así, la minería ilegal en Perú no responde simplemente a las deficiencias en la gestión de la seguridad pública el Estado sino que reposa en múltiples causas, muchas de ellas relacionadas con factores económicos, sociales y políticos, como la falta de oportunidades laborales, en tanto en muchas regiones, la minería ilegal es vista como una alternativa económica ante la escasez de empleo formal. A ello, podría sumársele la débil fiscalización estatal, los altos precios de los metales, la falta de voluntad para enfrentar a la corrupción, entre otros.
Más aun, tenemos pendiente una seria discusión sobre las relaciones existentes entre las economías campesinas de subsistencia y las actividades económicas ilegales, llámese narcotráfico, minería, tala u otros. En muchas regiones, la falta de oportunidades económicas y el acceso limitado a recursos productivos han llevado a comunidades rurales a depender de actividades como la minería ilegal, como una fuente de ingresos.
Algunos factores que vinculan ambas realidades son la falta de alternativas económicas para la población rural, en medio de una situación de precios decrecientes en la actividad agropecuaria; y el acceso limitado a mercados, que acrecienta las expectativas hacia las actividades ilegales. Además, a estas alturas, es más que sabido que las actividades ilegales provocan un enorme impacto ambiental cuyos pasivos deben ser asumidos por las economías campesinas, empobreciéndolas aún más. Asimismo, la presión de redes criminales en algunas zonas, dan como resultado el creciente control que obtienen sobre el territorio y la sociedad, limitando sus opciones de desarrollo.
Y si es así, que lo es, estamos ingresando a un túnel oscuro y sin salida. Para la respuesta violenta, el Estado necesita movilizar a sus fuerzas de seguridad que, a su vez, muestran creciente autonomización y privatización de sus funciones; debe enfrentar a grupos criminales cada vez más afiatados y transnacionalizados; debe actuar sobre un territorio social -el espacio rural- en el que no ha formado alternativas ante el declive de los precios agrícolas y pecuarios y el constante empobrecimiento.
Pero, lo que es más, busca respuestas para controlar una actividad ilegal en un país en el que la característica fundamental de su economía, sociedad y política es precisamente la informalidad y la ilegalidad. A modo de irónico ejemplo, es un gobierno totalmente deslegitimado y de debatible legalidad el que intenta formular salidas ante las denominadas actividades ilegales.
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