Nacional-cristianismo: ¿Puerta al neofascismo en EE.UU.?
- Ricardo Falla Carrillo
- 30 jul
- 8 Min. de lectura

El “nacional-cristianismo” y el neofascismo, revelan una convergencia ideológica que no podemos ignorar. No se trata de una coincidencia, sino de una inquietante asociación de principios que allana el camino para que el primero desemboque, bajo ciertas condiciones de radicalización, en el segundo. Cuando el nacional-cristianismo postula una nación con un "destino divino" y una fundación anclada en una lectura dogmática de los principios cristianos, su potencial autoritario y excluyente se magnifica, cortejando peligrosamente con la violencia inherente al neofascismo.
Esta amenaza no es abstracta; se materializa de forma palpable en Estados Unidos, donde facciones cada vez más influyentes del nacional-cristianismo exhiben un desprecio manifiesto por las instituciones democráticas, promueven un nacionalismo virulento y demonizan sistemáticamente a los "enemigos" internos. La interconexión de estos elementos ideológicos, lejos de ser marginal, configura un riesgo tangible de erosión democrática y una preocupante metamorfosis hacia un régimen político más autoritario y represivo, cuyas implicaciones para el futuro de aquella nación son, sencillamente, alarmantes.
Origen y premisas del nacional-cristianismo estadounidense
El nacional-cristianismo se erige sobre la premisa de que Estados Unidos fue concebido como una nación cristiana, con un pacto divino que garantiza su prosperidad siempre y cuando se adhiera a principios bíblicos. Esta visión, que a menudo pasa por alto la diversidad de creencias de los Padres Fundadores y la clara separación constitucional entre Iglesia y Estado, no es meramente una cuestión de fe, sino una declaración política con hondas implicaciones.
La creencia en un "destino manifiesto" divino para la nación nutre un excepcionalísimo que puede justificar acciones unilaterales y un desprecio por las normas internacionales. Fundamentalmente, esta ideología postula que la moral cristiana debe ser la base de la ley y la cultura, buscando la institucionalización de valores religiosos conservadores en todos los ámbitos de la vida pública. Esto implica una oposición férrea al secularismo, a los derechos reproductivos (especialmente el aborto), a los derechos LGBTQ+ y a cualquier corriente que consideren una "decadencia moral". Sus adherentes a menudo se ven a sí mismos en una "guerra espiritual" o cultural para "recuperar" la nación, lo que puede derivar en una retórica de confrontación y demonización de aquellos que no comparten su visión. Si bien la derecha cristiana es el brazo político que moviliza a votantes y ejerce presión legislativa, el nacional-cristianismo es la ideología subyacente que justifica esta cruzada política.
Cuando la fe deriva en exclusión
La conexión entre el nacional-cristianismo y el neofascismo reside en la presencia de ciertos elementos ideológicos que, llevados a su extremo o combinados con factores contextuales propicios, pueden facilitar una transición hacia un modelo autoritario. El primer punto de convergencia es el nacionalismo excluyente y mesiánico. Ambos idearios exaltan la nación como una entidad superior, pero el nacional-cristianismo le añade un componente divino que puede derivar en una arrogancia moral. Esta visión se diferencia del nacionalismo cívico, que valora la diversidad y la inclusión.
En su vertiente más radical, el nacional-cristianismo puede definir la identidad nacional en términos religiosos y étnicos, excluyendo y marginalizando a quienes no encajan en este molde, de manera similar a cómo el fascismo definía la nación en términos raciales o culturales. Un segundo elemento es la oposición al pluralismo y al liberalismo democrático.
El neofascismo es intrínsecamente antiliberal, antisocialista y antidemocrático, buscando un estado autoritario y unipartidista. El nacional-cristianismo, en sus formas más radicales, también puede expresar un profundo desdén por las instituciones democráticas que perciben como corruptas o ineficaces, abogando por un liderazgo "fuerte" que imponga el "orden divino". La idea de que la "verdad divina" debe prevalecer sobre la voluntad popular puede socavar los fundamentos de la democracia.
La perversa utilización del cristianismo
La instrumentalización política de la fe cristiana es una estrategia central en la dinámica del nacional-cristianismo. Lejos de ser un fenómeno puramente espiritual, la religión se convierte en una herramienta ideológica para movilizar bases, deslegitimar oponentes y justificar agendas políticas. Se construye una narrativa donde la adhesión a ciertos dogmas cristianos no es solo una cuestión de salvación individual, sino un imperativo cívico y patriótico.
Conceptos como la "moral bíblica" se imponen como el único fundamento legítimo para la ley, transformando debates complejos sobre derechos humanos, justicia social o economía en simples batallas entre el "bien" y el "mal", entre "Dios" y sus "enemigos". Esta cooptación de la fe permite a los líderes nacional-cristianos presentarse no solo como políticos, sino como figuras con una autoridad moral superior, ungiendo sus plataformas con un aura de infalibilidad divina. Así, la disidencia se convierte en impiedad, la crítica en apostasía, y la política en una cruzada, donde la fe no es un motor de compasión o pluralismo, sino un arma ideológica para la conquista del poder y la imposición de una visión de sociedad excluyente.
Señales de alerta: el caso estadounidense
Un factor de convergencia entre el nacional-cristianismo y el neofascismo es la demonización de "enemigos internos" y la promoción de teorías conspirativas. Tanto el neofascismo, como las alas más extremas del nacional-cristianismo, recurren a la identificación de "otros" (minorías, ideologías "degeneradas", "globalistas", "marxistas culturales") como responsables de la supuesta decadencia de la nación. Esta narrativa de conspiración crea un clima de desconfianza y hostilidad, legitimando la discriminación y, en casos extremos, la violencia contra estos grupos. Otro elemento de cercanía es la sacralización del poder y el culto al líder.
En algunas manifestaciones del nacional-cristianismo, los líderes políticos son presentados como instrumentos divinos para restaurar la nación, lo que puede fomentar un culto a la personalidad incompatible con los principios democráticos. Esta devoción puede llevar a la aceptación acrítica de decisiones autoritarias. Finalmente, el uso de una retórica militarista y la justificación de la fuerza. Las metáforas de "guerra" (cultural, espiritual) y la idea de que se debe "luchar" para "salvar" la nación pueden justificar el uso de medios coercitivos o violentos para alcanzar objetivos políticos, un rasgo distintivo de los movimientos fascistas.
Ideólogos y puntos de conexión peligrosos
La retórica de "América Primero" se ha fusionado con la idea de que la nación es una entidad divinamente elegida, lo que alimenta un nacionalismo exclusivista que desconfía de las alianzas internacionales y de la inmigración. La campaña "Make America Great Again" de Donald Trump, aunque no explícitamente religiosa, resonó fuertemente con la base nacional-cristiana, que lo vio como un líder providencial. Su oratoria, que a menudo deslegitimó las instituciones democráticas (elecciones, prensa, poder judicial) y demonizó a oponentes políticos, encuentra eco en los temores nacional-cristianos sobre la "corrupción" de la nación.
El asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021 es un ejemplo gráfico de cómo la creencia en un "fraude electoral" (impulsada en parte por narrativas conspirativas) se fusionó con símbolos religiosos y nacionalistas, reflejando una disposición a usar la fuerza para "defender" la nación de supuestos enemigos internos. Figuras influyentes dentro del movimiento han expresado abiertamente su desprecio por el laicismo y han abogado por una mayor integración de la fe en el gobierno, incluso si esto implica reinterpretar o ignorar la Constitución. La continua demonización de los demócratas como "socialistas" o "comunistas" y la creencia en una "guerra" contra la "ideología woke" exacerban la polarización y crean un ambiente propicio para el extremismo.
Las ideas nacional-cristianas que pueden ser precursoras de un neofascismo incluyen la creencia de que Estados Unidos es una nación teocrática por diseño divino, no una república secular; la idea de que los "verdaderos" estadounidenses son solo aquellos que comparten una cosmovisión cristiana conservadora, excluyendo a otros; la noción de que el laicismo y el pluralismo son una amenaza existencial que debe ser erradicada; el apoyo a un gobierno autoritario que imponga una moralidad religiosa, incluso a expensas de las libertades civiles; y la justificación del uso de la fuerza o la desobediencia civil para "restaurar" el orden cristiano. Los pensadores o figuras más reconocidas que han articulado ideas que se superponen con esta preocupación no son necesariamente "fascistas" per se, pero sus discursos contienen elementos que, radicalizados, podrían servir de base.
Entre ellos se encuentran figuras como David Barton, un historiador autodidacta que promueve la narrativa de una fundación estrictamente cristiana de EE. UU. y la idea de que el secularismo ha corrompido la nación. Pastores como John Hagee o Robert Jeffress han promovido retóricas de "guerra cultural" y han apoyado líderes políticos que se alinean con sus visiones de un Estados Unidos "cristiano".
Más recientemente, analistas como Stephen Wolfe (autor de The Case for Christian Nationalism) y figuras como Marjorie Taylor Greene han articulado una visión explícita de "nacionalismo cristiano" que aboga por una sociedad estadounidense basada en principios cristianos, con implicaciones para la gobernanza y la identidad nacional. También, algunos ideólogos de "America First", como Darby Stanchfield, o influencias intelectuales como la de Michael Anton, quien ha articulado visiones que, si bien no son directamente nacional-cristianas, contribuyen a la deslegitimación de las instituciones democráticas y a la justificación de un liderazgo fuerte y confrontacional.
La amenaza de la radicalización
El riesgo de una deriva neofascista no implica que la totalidad del movimiento nacional-cristiano sea fascista. Sin embargo, la historia nos enseña que las ideologías autoritarias no siempre surgen de un vacío, sino que a menudo se desarrollan a partir de corrientes preexistentes, radicalizando sus elementos más extremos en respuesta a crisis reales o percibidas. En Estados Unidos, la profunda polarización política, la desconfianza en las instituciones, el auge de las teorías conspirativas y la persistente desigualdad social crean un caldo de cultivo peligroso.
Si las tendencias nacional-cristianas más radicales logran capitalizar estos descontentos, presentándose como la única solución para restaurar un orden y una identidad perdidos, y si se combinan con la glorificación de la fuerza, la demonización de minorías y el desprecio por los procesos democráticos, la nación podría enfrentar un escenario en el que el neofascismo emerja como una amenaza concreta. La vigilancia académica y ciudadana es crucial para identificar estas señales y contrarrestar el avance de ideologías que comprometen los principios democráticos y los derechos humanos. La historia ha demostrado que la complacencia ante la erosión del saber reflexivo y de las normas democráticas puede tener consecuencias devastadoras para una sociedad.
El nacional-cristianismo en América Latina: ¿Es Posible?
La creciente convergencia entre el nacionalismo y la derecha cristiana en América Latina, que da forma al concepto de nacional-cristianismo, se ha convertido en una fuerza política y social innegable en la región. Lejos de ser una mera posibilidad teórica, esta amalgama ya se observa en diversos contextos, manifestándose en una profunda fusión entre la identidad nacional y una visión particular del cristianismo. Impulsados por valores conservadores y una fuerte presencia en la política y la sociedad civil, los movimientos de derecha cristiana buscan activamente moldear las legislaciones con preceptos religiosos, integrar símbolos cristianos en el ámbito público y promover una retórica política que vincula directamente la prosperidad o la moralidad de la nación con la adhesión a principios cristianos específicos.
Esta dinámica, ejemplificada en países donde líderes políticos apelan a una identidad nacional-religiosa para movilizar apoyo y legitimar sus agendas, plantea serios desafíos a la laicidad de los estados y a la diversidad de creencias que históricamente han caracterizado a la región. El auge de movimientos evangélicos y neopentecostales en países como Brasil, Guatemala y Honduras, que asocian la fe con la prosperidad nacional y la moralidad pública, y la influencia de discursos presidenciales y gubernamentales que invocan a Dios o a la "familia cristiana" para legitimar agendas conservadoras (como se ha visto con Jair Bolsonaro en Brasil y actualmente Javier Milei en Argentina), son claras señales de esta preocupante tendencia. La presencia de símbolos religiosos en espacios públicos y la promoción de celebraciones de carácter oficial subrayan esta fusión entre lo nacional y lo religioso, mientras que la formación de alianzas político-religiosas y la búsqueda de legislaciones basadas en preceptos religiosos están redefiniendo el marco legal y la dinámica electoral en la región.
Por otro lado, la derecha cristiana católica, aunque con tácticas distintas a las evangélicas, ejerce una influencia significativa a través de organizaciones laicas ultraconservadoras, con una fuerte presencia en círculos políticos y económicos. Estas se centran en la defensa de la vida, la familia tradicional y la objeción al matrimonio igualitario, y se muestran férreamente contrarias al liberalismo y al socialismo, percibidos como ideologías seculares y progresistas. Asimismo, ciertas jerarquías eclesiásticas también presionan en los debates públicos mediante comunicados episcopales.
Históricamente, partidos de derecha han tenido profundas raíces católicas conservadoras, y hoy la movilización se enfoca en "batallas culturales" para influir en legisladores y la opinión pública, adaptando estrategias y formando alianzas con otros grupos conservadores, incluidos los evangélicos. Este avance del nacional-cristianismo no solo amenaza el principio de separación entre Iglesia y Estado, pilar de las democracias modernas, sino que también corre el riesgo de erosionar la pluralidad y la inclusión.
Al promover una visión monolítica de la nación basada en una única interpretación religiosa, se corre el peligro de marginalizar a quienes no encajan en ese molde, fomentando divisiones y socavando la cohesión social. La creciente instrumentalización de la fe con fines políticos y la imposición de una moralidad particular desde el poder son síntomas alarmantes que exigen una vigilancia crítica y una defensa activa de los principios democráticos, de justicia social y la libertad de conciencia en América Latina.