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La violencia de otro modo: sobre el libro de Álvaro Paredes



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El libro de Álvaro Paredes Valderrama: Violencia política y el conflicto de las interpretaciones. Desde Degregori, Flores-Galindo y Manrique (Animal Siniestro, 2025)[1]es un libro de doble fondo. En la superficie, en su desarrollo más explícito, es un análisis de las formas de entender desde las ciencias sociales el surgimiento y el desarrollo de la violencia armada de las décadas de 1980 y 1990, respecto de lo cual propone una interpretación alternativa. En otro plano, mientras despliega su razonamiento, ofrece una reflexión crítica sobre las maneras de hacer ciencia social en nuestro medio, poniendo el acento sobre cómo se relacionan categorías y conceptos con la realidad concreta por ser analizada.


El hecho de que la materia de estudio sea un fenómeno tan traumático, tan propicio a generar grandes explicaciones y grandes polémicas, inclusive de connotación política, no debería empañar las implicancias del esfuerzo analítico desplegado aquí por Álvaro Paredes. Su propuesta de una sociología no deductiva, sino abocada a la construcción teórica, que vaya de los hechos y acciones a las categorías y conceptos, y, después, de las categorías y conceptos a los hechos y las acciones, es un reclamo teórico-metodológico válido para los diversos ámbitos de investigación de la ciencia social en el Perú, desde los procesos históricos más gravitantes hasta las contingencias de la vida cotidiana.


El camino analítico para discutir nuestra comprensión de la violencia armada –“la violencia en el conflicto armado interno”, como se dice consistentemente en el texto—sigue tres pasos muy bien definidos. Se ubica, en primer lugar, un corpus para enfocar la crítica, esto es, para el señalamiento de aciertos y de insuficiencias o equívocos en la comprensión de dicha violencia; a continuación, se propone un marco de interpretación alternativo centrado en el itinerario seguido por el fenómeno de la dominación en la historia peruana; finalmente, a la luz de ese itinerario se plantea una relectura de la dinámica del conflicto armado.


Para ello, Paredes se fija en tres tesis particularmente influyentes en la comunidad intelectual que se ocupa de este tema: la reflexión del antropólogo Carlos Iván Degregori sobre el surgimiento de Sendero Luminoso, las tesis del historiador Alberto Flores Galindo que prolongaron hacia la violencia armada sus puntos de vista sobre la “utopía andina”, y los estudios del historiador Nelson Manrique.


¿Qué es lo que hay que explicar? La pregunta no está de más, aunque lo parezca. Como cualquier fenómeno colectivo, e incluso más que muchos fenómenos colectivos, la violencia masiva sostenida al menos durante doce años en múltiples territorios del país abre muchos signos de interrogación, y sin una delimitación puede devenir inabordable. Tal vez sea útil decir que en este abordaje las preguntas principales son dos: (1) cómo surgió Sendero Luminoso y, por extensión, cómo se desplegó la violencia armada, y (2) cuáles fueron las relaciones entre diversos sectores de la población rural y Sendero Luminoso, y cómo y por qué estas relaciones fueron cambiando con el paso de los años. Una tercera pregunta gravita todo el tiempo sobre la reflexión, sin estar formulada tan explícitamente como las anteriores: (3) por qué la violencia, tanto la de Sendero Luminoso como la del Estado o la de las comunidades resistentes, alcanzó las cotas de atrocidad que se conocen, entre otras fuentes, por el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.


Los trabajos de Degregori, Flores Galindo y Manrique han ofrecido respuestas a esas preguntas con mayores o menores matices de diferencia. Álvaro Paredes hace un cuidadoso ejercicio de abstracción en el que busca, sobre todo, identificar los grandes moldes conceptuales que presiden esas respuestas. Todas ellas comparten, por ejemplo, como contexto explicativo mayor la idea de una “modernización trunca” (también adoptada por el informe de la CVR ya citado). Si bien el papel que se asigna a ese fenómeno cambia de autor en autor, los tres están de acuerdo, sin embargo, en que dicha transformación acelerada y “no acabada” del país significa la cancelación de un orden prexistente –un orden oligárquico con resabios coloniales—, pero sin sustituirlo por otro orden efectivo. La sociedad se mueve, pero las avenidas institucionales por donde ha de discurrir ese movimiento no están tendidas. La consecuencia es una explosión de expectativas y su consiguiente frustración. Además, se produce una erosión del poder –podría hablarse de una erosión del régimen social—por el colapso del poder oligárquico y hacendario.


Sendero Luminoso será a fines de los años 1970, como lo han sido otros actores en otros momentos, el agente que intente, con éxito relativo y muy transitorio, reemplazar a ese poder ordenador y tramitador de conflictos y demandas. Pero todo esto no queda limitado a la pragmática del poder, sino que está enmarcado en un marco de posibilidades de orden cultural: ese marco es el racismo antindígena, entendido como un sedimento del orden colonial. Será sedimento, en cuanto herencia de un pasado que se reproduce, y será también sustrato, en cuanto es desde tal experiencia de racismo que surgirán las opciones por la violencia y hasta la sevicia de los actores armados y las poblaciones resistentes o víctimas.


Todo esto podría sonar bastante persuasivo a cualquiera que sea consciente de las inequidades que gobiernan la vida cotidiana e institucional en el país y de las persistentes fracturas en las relaciones entre Estado y sociedad: fracturas que determinan los déficits de ciudadanía, la negación de oportunidades, la recurrente precariedad o vulnerabilidad de la vida humana y hasta la imposibilidad de plantearse proyectos de vida que sufre un amplio sector de la población.


Pero el trabajo de la ciencia social, podría decir Álvaro Paredes, es un constante ejercicio de escepticismo, una insatisfacción persistente que se manifiesta en preguntas como: qué se relaciona con qué; qué fenómeno antecede a cuál y cómo es que influye en él; cuándo estamos ante causas y efectos o cuándo estamos ante fenómenos que, sin ser la causa, son el marco (institucional, político, económico, cultural) que hace posibles ciertos hechos y acciones. Esa es la actitud teórica que el libro reclama y ejemplifica.


Paredes ejerce ese escepticismo proponiendo un marco de interrogaciones para reubicar los términos del problema ya planteado por los autores revisados. Ese marco es la pregunta general acerca de cuál es la relación entre el surgimiento y desarrollo de la violencia y el funcionamiento de la sociedad peruana. El término funcionamiento puede sonar demasiado amplio –un marco interpretativo demasiado general--, pero no hay que alarmarse. Queda claro, de inmediato, que estamos hablando de un aspecto (tal vez el central y definitorio para el autor) de ese fenómeno: cómo ha sido y cómo se ha transformado históricamente la dominación en el Perú desde el periodo colonial hasta el presente. “Dominación” es, desde luego, un término recargado de valores para el lector general.


Para el sociólogo es, en principio, un concepto neutral que habla de cómo se tramita efectivamente el poder en una sociedad, un poder de amplios alcances que ordena tanto la política como la economía, tanto las representaciones sociales (la cultura) como las contingencias de la vida cotidiana. El autor pone rostro reconocible a esa idea de dominación al hablar de los “principios ordenadores” de la sociedad peruana.


Este no es el lugar para reseñar detalladamente el hilo de razonamiento desarrollado por Álvaro Paredes. Baste mencionar esquemáticamente los diversos momentos históricos seguidos por la dominación. Hay que decir, sí, que en ese tránsito el poder que se cancela siempre es sustituido por un fenómeno equivalente, y que para entender eso hay que asumir con seriedad el concepto de dominación que el autor toma de Max Weber: estamos hablando de una dominación legítima, es decir, de un régimen que es aceptado como válido por diversas razones tanto por los dominadores como por los dominados, y sobre todo por estos últimos. Así, el paso de una forma del poder a otra distinta será expresión de la erosión de una forma de dominación legítima y de los intentos de repararla o de sustituirla por otra.


La historia que reconstruye el autor se remonta a la instauración de un orden colonial en el que la potencia europea funda su dominación atribuyéndose una misión tutelar sobre la población indígena subyugada, pero con un régimen de gobierno indirecto. España tiene una misión civilizadora y salvífica ante un mundo pagano, pero permite la permanencia de las autoridades nativas. Ese orden se transforma con la llegada del orden republicano, pero la relativa autonomía del mundo indígena se mantiene: la ciudadanía universal, la del imaginario liberal, no se llega a implantar, pero en su lugar se otorga a los indígenas una ciudadanía corporativa. Lo que no cambia es el tutelaje, que ahora es aplicado a una población definida en términos de raza indígena.


Esa forma de dominación legítima –se podría hablar también de un pacto en el que el respeto a los territorios y a cierto autogobierno se conserva—se quiebra en un tercer momento, avanzada la República, cuando sobrevienen la modernización capitalista y la centralización. El agente representativo es aquí el gamonalismo, con la consiguiente usurpación de tierras y formas de exacción y explotación del trabajo que terminan por configurar ahora una dominación no legítima. Paredes señala con perspicacia la correspondencia entre esta fase y la aparición del término abuso en el discurso público de los dominados.


El abuso es la forma como se experimenta el poder desnudo, el poder no contenido -en el doble sentido de la palabra: abarcado y frenado—dentro de los términos de una dominación legítima. Pero hay algo más: es en este contexto que empieza a cobrar una particular presencia el racismo. Con esto no se quiere decir, evidentemente, que el racismo –la representación denigrante de la población indígena—aparece recién en este momento, sino que es ahora cuando ese dispositivo simbólico –estos no son términos de Paredes— cobra una cierta eficacia social y política en la tarea de apuntalar una dominación y un control social teñidos de ilegitimidad.


Y con esto se llega a los momentos finales en esta historia de la dominación, que nos acercan al problema del surgimiento y la aclimatación de Sendero Luminoso en ciertos territorios indígenas y rurales. El primero será una etapa de movilización indígena con demandas a las que el Estado responde positivamente, pero siempre con una racionalidad tutelar (ya estamos aquí en la Patria Nueva de Augusto B. Leguía, pero también en la época del indigenismo y la floración de asociaciones que serán aliadas de la población indígena movilizada). El último momento será el quiebre de la oligarquía durante la dictadura militar del año 1968, cuyo legado, sin embargo, es ambiguo pues “si bien generó importantes cambios al redistribuir la tierra no liquidó el gamonalismo, causó nuevas complicaciones debido a sus modelos organizativos cooperativistas, y creó incertidumbre tras la disolución del orden de la hacienda”.


Ahora bien, esta historia de las transformaciones de la dominación legítima y la irrupción de instancias de dominación ilegítima que reconstruye Paredes es también, mirada por el reverso, una historia de la composición de la estructura social peruana y su potencial de violencia: es el relato de cómo se diluye lentamente lo indígena en tanto colectividad con una cierta personalidad propia en el juego de poder, hasta que lo que queda es el indio como sujeto atomizado y percibido ahora como ejemplar de una raza degradada y redefinida como lastre, factor de atraso e incluso amenaza nacional.


Pero esta presentación esquemática no debe distraernos de lo central: lo importante, y lo que el lector encontrará en la discusión de los diversos periodos de dominación que plantea Paredes, es una dinámica de continuas negociaciones y redefiniciones del poder y la dominación según las poblaciones indígenas despliegan tácticas para hacer valer sus intereses. Para el Estado y las elites es necesario responder a los intereses de esa población dentro de los límites de la dominación vigente, y, en las situaciones críticas, debe buscar formas de remodelar esa dominación. Se abre, así, un despliegue de recursos de diverso orden –económicos, políticos, militares, institucionales, jurídicos—destinados a remozar el orden y la dominación, y es aquí, como se ha dicho, donde el racismo cobra un sentido definido, no como una suerte de mandato de la cultura sino como un recurso que se activa cuando deviene necesario para sostener y, en último caso, legitimar la dominación.


En esta sucesión de dinámicas el lugar de Sendero Luminoso -y por lo tanto del recurso a la violencia armada—cobra colores más definidos. No es, para empezar, un rol uniforme u homogéneo, ni siquiera en una misma región, y tampoco es un rol sostenido en el tiempo, ni siquiera en el curso de un lustro. Todo cambia según las necesidades. El papel de Sendero Luminoso como agente de facto de la dominación, que también asume en lógica tutelar, surge de manera rápida ante el derrumbe de ciertos pactos o de la capacidad efectiva del antiguo titular del poder, pero siempre es precario y se desploma velozmente cuando su comprensión ideológica de la dominación –conquista de bases para el asalto a las ciudades—se contrapone a los intereses de los dominados. Es entonces cuando las poblaciones indígenas buscan que recomponer sus relaciones con el Estado. Y es en ese movimiento donde se encuentra el reclamo más general del libro: la violencia tiene que ser entendida no desde una postura historicista –dando un peso definitorio y otorgando automática eficacia social a algunos rasgos de la historia que, por lo demás, existen realmente—sino reconstruyendo paso a paso, en una vinculación entre acciones, hechos y estructuras, “la experiencia específica de articulación con el Estado”. Es ahí donde se actualiza la historia. Ella no se impone por su propio peso.


Y esto último ya nos sitúa en lo que podríamos llamar el subsuelo teórico del libro. Se trata, aquí, de tomar en serio la idea una sociología de la acción en el sentido en que la propuso Max Weber. Este matiz es importante, pues la opción por la acción y por el individuo no quiere decir que Weber nos conduzca a una microsociología ni mucho a menos a un olvido de la historia y las estructuras. La tarea es inductiva: observar el funcionamiento del todo social a partir de las prácticas que desarrollan los sujetos en la procura de realizar sus intereses, y observar, de regreso, los sentidos que adquieren las acciones por referencia a ese todo social, es decir, a esa realidad histórico-estructural.


La apelación a la teoría de la dominación legítima como marco general de la interpretación resulta, en este sentido, particularmente eficaz y al mismo tiempo ilustrativa de cómo opera una elección teórica. La dominación legítima o ilegítima es, en principio, una trama de relaciones, lo cual quiere decir que es un tejido de acciones con sentido orientadas por unos sujetos hacia otros sujetos. Pero esas relaciones, para tener algún sentido, no pueden ser puramente contingentes, es decir, completamente efímeras y volátiles, sino que han de cristalizarse en moldes más o menos estables, pero también cambiantes en el largo plazo.


Estamos en el punto de encuentro entre acción e historia, individuos y estructuras, voluntades particulares y normas sociales. Lo que observamos es un quehacer (acción) de distintas colectividades frente a entornos cambiantes, durante el cual se redefinen los actores y se replantean estrategias para realizar ciertos intereses. En resumen, la cancelación de un orden y su sustitución por otro, o la gestación de un vacío de poder que da lugar a la violencia, son resultados de una constelación de acciones desplegadas por sujetos, que a su vez están insertos en un marco de posibilidades al que podemos llamar historia, estructura, sistema.


La opción por la violencia no es, así, un mandato de la historia ni una determinación de la cultura. Si existe una tradición autoritaria o si existe una representación social degradada del otro, a la que llamamos racismo, Álvaro Paredes nos diría que hay que contar con ellas no como factores determinantes sino como contextos o como recursos para materializar intereses.


No obstante, se podría preguntar al autor qué cabe decir sobre los intereses mismos, que parecen ser el eje alrededor del cual todo lo demás cambia, se reacomoda, se replantea. ¿Cómo se constituyen esos intereses? ¿también cambian los intereses? ¿de qué manera entran nociones como modernización trunca, ideología de progreso, frustración, privación relativa, relevos generacionales, procesos de acriollamiento, descampesinización y otras en la definición de lo que la gente quiere? Esas también son preguntas que se abren a partir de una opción teórica definida y consistente como la que Álvaro Paredes desarrolla en estas páginas.


Un comentario final es pertinente sobre lo dicho al comienzo: este libro habla sobre la violencia y habla a la vez sobre formas de hacer ciencia social. El título de la tesis académica que está en el origen de este libro –Otra forma de aproximarnos-- tiene también un doble fondo: es, evidentemente, el ofrecimiento de una interpretación alternativa del conflicto armado, pero es también una referencia a la conocida carta de despedida de Alberto Flores Galindo: “discrepar es otra forma de aproximarnos”. Cita que es también homenaje, este título es expresivo de la ética intelectual que recorre Violencia política y el conflicto de las interpretaciones: una actitud franca y decidida hacia la lectura crítica y la discrepancia, pero presidida por el respeto a personas y a ideas, y abocada a construir conocimiento sobre la base de lo ya pensado y escrito acerca de ese pasado trágico y turbulento que es el tema de este libro creativo y riguroso.


[1] Este texto es una versión ligeramente modificada del prefacio a Violencia política y el conflicto de las interpretaciones. Desde Degregori, Flores-Galindo y Manrique.

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