La universidad en la encrucijada: autocensura y el asalto a la libertad de pensamiento
- Ricardo Falla Carrillo y Joseph Dager Alva
- 26 ago
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«Por libertad académica entiendo el derecho a buscar la verdad y a publicar y enseñar lo que uno considera verdadero. Este derecho implica también un deber: no se debe ocultar ninguna parte de lo que uno ha reconocido como verdadero. Es evidente que cualquier restricción de la libertad académica actúa de tal manera que obstaculiza la difusión del conocimiento entre las personas y, por tanto, impide el juicio y las acciones racionales.» Albert Einstein, 1954.
En una era donde el respeto por la diversidad de ideas y el pensamiento crítico son más vitales que nunca, la universidad se encuentra en una encrucijada que desafía sus principios fundamentales. La gran época de la Ilustración, con pensadores como Voltaire, Kant, Locke, Smith, Diderot, Condorcet, entre otros, nos legó un ideal de emancipación intelectual, un llamado a que el ser humano se atreva a pensar por sí mismo, a cuestionar los dogmas y a examinar las supuestas certezas. Este legado de la razón y la libertad de expresión es precisamente lo que hoy se ve amenazado en los claustros universitarios.
La instrumentalización del conocimiento, la censura, y, sobre todo, la sutil pero insidiosa autocensura, están transformando los espacios de debate abierto en campos de batalla ideológicos. Esta situación pone en tela de juicio el verdadero propósito de la educación superior, obligándonos a reflexionar sobre si la universidad puede seguir siendo un faro del progreso intelectual, cultivo de la libertad de cátedra y una auténtica formación ciudadana, o si se convertirá sólo en un eco de las viles luchas de poder de nuestro tiempo.
El inagotable legado de la Ilustración
En la Ilustración se sentaron las bases para el ideal de la universidad moderna como un espacio de libertad y crítica. Immanuel Kant, en su famoso ensayo ¿Qué es la Ilustración?, sintetizó este espíritu con la máxima "Sapere aude!" ("¡Atrévete a saber!"). Para Kant, la Ilustración era la salida del hombre de su "minoría de edad" espiritual, un estado de dependencia de la autoridad externa. Su pensamiento fue un eco directo del llamado a cuestionar los dogmas, una defensa radical de la razón individual frente a la tradición y el poder.
Esta idea fue encarnada por el incansable activismo de Voltaire, quien defendió la tolerancia religiosa y la libertad de expresión con una vehemencia que lo llevó al exilio. Su postura, a menudo resumida en la frase "no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo", es el pilar sobre el que se construyó la noción de un debate académico respetuoso, pero sin concesiones. De manera similar, Denis Diderot y sus colaboradores en la Encyclopédie desafiaron el poder de la Iglesia y la monarquía al sistematizar y difundir el conocimiento, demostrando que la libre circulación de ideas era una fuerza para el progreso humano.
Más allá del ámbito político, pensadores como el barón de D'Holbach y Condorcet llevaron este ideal a su mayor expresión. D'Holbach, con su materialismo radical, abogó por un conocimiento basado únicamente en la evidencia empírica, liberando a la ciencia y la filosofía de las ataduras de la teología y la superstición. Su crítica a las religiones positivas y su defensa de una moral laica son un precedente de la búsqueda de la verdad objetiva que hoy se ve amenazada.
Por su parte, Condorcet, en su visión de la perfectibilidad humana, argumentó que la educación y la razón son las herramientas para construir una sociedad más justa y libre. Su trágico final durante la Revolución Francesa es un recordatorio de que las ideas más emancipadoras a menudo provocan la reacción violenta de quienes se aferran al poder dogmático. El legado de estos pensadores, que sacrificaron su bienestar y, en algunos casos, sus vidas, es la herencia de la universidad: un lugar donde la verdad se busca a través del libre escrutinio y no se somete a la autoridad despótica.
Libertad de cátedra y autonomía universitaria: pilares fundamentales
El concepto de libertad de cátedra resulta fundamental. Sin embargo, en la universidad francesa de inicios del siglo XIX, conocida como la "universidad napoleónica", este concepto fue tal vez casi olvidado, pues se vivía un Estado excesivamente centralista que pretendía controlar aspectos como la vida académica, lo que se investigaba y lo que se publicaba.
Por eso, el nacimiento de la universidad moderna está más bien en la otra orilla, en Berlín, en la llamada universidad humboldtiana, fundada en 1810, impulsada por el lingüista e historiador por Wilhelm von Humboldt. La libertad de cátedra moderna, decimonónica, se desarrolla, además, en íntima relación con la de autonomía universitaria, si bien la libertad de enseñanza está presente desde el nacimiento medieval de la idea de universidad, en cada una de las regiones europeas donde surgió.
La libertad de cátedra es el derecho de los profesores y estudiantes a enseñar, aprender e investigar sin sufrir presiones, especialmente políticas, pero de ningún interés poderoso. Para ello es necesario que exista una verdadera y sólida autonomía universitaria, que la universidad sea capaz de desarrollarse libre y autónomamente de las influencias de los gobernantes de turno, o de los poderes facticos.
La autonomía universitaria defiende y resguarda a la comunidad académica. Es tan importante dicha libertad para la formación de los futuros profesionales que la UNESCO logró un acuerdo, en 1997, para recomendar a sus países miembros que garanticen que los profesores universitarios puedan ejercer la enseñanza sin temor a represión del Estado u otras instancias. La libertad de cátedra es un derecho humano, suele estar reconocida en las Constituciones de las naciones, de modo independiente o como parte de la autonomía universitaria, y así sucede en la constitución peruana en su artículo 18. Un Estado debe asegurar la autonomía universitaria, no sólo ni principalmente por temas económicos, administrativos o presupuestales, sino esencialmente por el régimen académico, para garantizar la libertad de cátedra, y así rechazar la intolerancia como reza, por ejemplo, nuestra constitución.
Del siglo XIX, o del nacimiento medieval, hasta hoy, mucho ha cambiado en el mundo universitario. Cada vez hablamos más de “tipos” de universidades: universidades de gestión pública y de gestión privada, universidades con fines de lucro y sin fines de lucro, universidades de investigación y universidades de enseñanza, universidades confesionales y universidades laicas, universidades con formación general en humanidades y universidades profesionalizantes, universidades a distancia, universidades de clase mundial, etc.
En América Latina, especialmente a partir de las últimas décadas del siglo XX, y debido a las restricciones del financiamiento público, se observa un enorme aumento de las instituciones privadas; lo que, según Martínez (2007), conlleva a la explosión de la diversificación de modelos universitarios. Se ha llegado a proponer, incluso, distintos significados para el concepto de “universidad” (Brunner y Villalobos, 2014). A tal punto que, en el Perú, no pocos, según refiere Felipe Portocarrero (2017), han sostenido que ya no tendría sentido hablar de una idea de universidad.
Y, sin embargo, nunca más que ahora urge encontrar lo que Salomón Lerner (2013) ha llamado un ethos originario e histórico de la institución universitaria, eso que nos permitirá seguir llamando universidad a una institución según los ejes esenciales, más allá de los modelos a los que legítimamente se pueda adaptar. Y, más bien, dudar de la validez de tal sustantivo a aquellos centros que se alejen de lo que resulta necesario para ser universidad. Libertad de cátedra y autonomía universitaria lucen, según estamos viendo, como parte de esas características sine qua non; obviamente también la investigación y la noción de comunidad.
Para Romano Guardini (2012), el ideal de universidad se remonta a la noción de conocer la verdad sin supeditarla a criterios utilitarios y a fomentar la reflexión crítica y la pluralidad del pensamiento. La universidad, entonces, es una comunidad de profesores, estudiantes y egresados que enseña, aprende e investiga en condiciones de libertad intelectual para la búsqueda del saber y la formación de profesionales. Es una comunidad dialógica que se proyecta a la sociedad para contribuir a construir un mundo mejor. En tanto universitas, su ideal y sentido originario apunta a la búsqueda de la totalidad del saber humano y a la articulación de saberes. Pero, de saberes que surgen y se desarrollan en una sociedad, a ella se proyectan y con compromiso con su entorno (Lerner, 2013).
De lo que se trata, es que los diversos “tipos” de universidades deben asumir que han de ser compatibles con la “definición” en términos aristotélicos de universidad. Comunidad académica, sentido dialógico, investigación, búsqueda del saber, libertad de cátedra, son la definición de la universidad, su género próximo. Cada tipo de universidad podrá tener “diferencias específicas”, pero que enriquezcan el género próximo, no que lo contradigan.
Este es, sin duda, el profundo sentido de lo que expresó Hans Peter Kolvenbach SJ, gran humanista y en su momento General de la Orden jesuita, cuando dijo “una universidad católica no puede serlo, si no es plenamente universidad” (Kolvenbanch, s/a). Aún las más grandes y respetables universidades del mundo, si quieren seguir llamándose universidades no pueden, negar su esencia, por lo que preocupa mucho más la encrucijada en la que se ve a la institución en un mundo aparentemente más intolerante y negado a la reflexión y al diálogo.
Un síntoma de crisis: el caso de Rashid Khalidi
La situación del historiador Rashid Khalidi en la Universidad de Columbia es un claro ejemplo de la tensión entre la libertad académica y las presiones externas, especialmente en el contexto del conflicto israelí-palestino. La controversia se intensificó con la adopción de la definición de antisemitismo de la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA), la cual Khalidi y otros críticos consideran que limita la capacidad de los profesores para abordar temas como la historia palestina de manera crítica.
Esta definición, al incluir ejemplos que equiparan la crítica a las políticas de Israel con el antisemitismo, ha sido vista como una herramienta para silenciar el debate académico. Khalidi interpretó la aceptación de esta definición por parte de la universidad, tras presiones del gobierno y amenazas de retirar fondos, como una "capitulación" que priorizaba las presiones políticas sobre los principios del pensamiento crítico.
El caso de Khalidi revela una crisis más profunda en la academia contemporánea, donde el espacio de debate abierto se está transformando en un campo de batalla. La controversia no solo plantea preguntas sobre si la universidad puede seguir siendo un bastión del pensamiento crítico, sino también sobre cómo las presiones dogmáticas externas, ya sean políticas o financieras, se infiltran en la institución.
El gran tema aquí, como hemos visto, es que aquellos centros de estudios, que mantengan el ethos originario y definitorio de la universidad, serán los que defiendan el pensamiento crítico, la libertad de cátedra, el derecho a ejercerla por parte de su comunidad académica.
El caso de Khalidi, por lo tanto, es un síntoma de cómo la lealtad a doctrinas específicas y el miedo a la controversia se están priorizando sobre la búsqueda del conocimiento objetivo y la libertad de expresión, socavando así la misión fundamental de la educación superior. Las autoridades de las instituciones, de allá y de acá, deben ser claramente conscientes de los riesgos que esto implica.
La instrumentalización del conocimiento
La primera consecuencia de estas presiones es la instrumentalización del conocimiento. La universidad, que tradicionalmente ha sido un espacio para el escrutinio de ideas, se está viendo obligada a adherirse a narrativas preestablecidas. El concepto de autonomía universitaria, que debería ser inmutable, se ha convertido en un "discurso legitimador" que oculta las presiones externas (Casanova Cardiel, 2002). Cuando se imponen definiciones controvertidas desde arriba, como la de la IHRA, se socava la capacidad de la universidad para realizar su función crítica.
La investigación y la enseñanza dejan de basarse en la evidencia y el debate para ajustarse a una ortodoxia ideológica. Este fenómeno no es exclusivo de un lado del espectro político, sino que ilustra una tendencia más amplia a la intolerancia, lo que resulta en un conocimiento sesgado y una educación que fomenta la repetición de dogmas en lugar del pensamiento crítico.
Esta ortodoxia ideológica no está referida sólo a aspectos políticos, sino a la gradual incorporación en la administración interna de la universidad, de parámetros, más propios de las corporaciones transnacionales, según ha sostenido Bill Readings. Estos indicadores cuantitativos se van usando para supuestamente medir la “excelencia”, pero no son una real evaluación de la calidad, no al menos considerando el ideal originario de universidad.
Este actual dogma de gestión acusa una mirada consumista y utilitaria de la universidad, que ve al estudiante como un cliente, y que va abandonando el valor de las disciplinas académicas, también el de una buena investigación. Un estudiante visto básicamente como un consumidor, no es entendido como alguien que quiera “pensar”, por lo que la planificación universitaria descuida el pensamiento crítico, perjudicando así la calidad de la enseñanza y también la libertad de cátedra (Readings, 1996).
Censura y autocensura: las consecuencias más peligrosas
En un mundo como el actual, muchos de los recursos a los que acceden las universidades podrían proceder de fondos externos. Podría suceder que, para no incomodar y conservarlos, la consecuencia más directa y peligrosa sería la censura y la autocensura. Mientras que el caso de Khalidi es un ejemplo de censura institucional, el miedo a las represalias provoca un efecto más insidioso: la autocensura. En el caso peruano, hasta hace unos pocos años era posible ver en medios de comunicación a Rectores de conocidas universidades pronunciándose sobre diversos aspectos de la realidad nacional: Manuel Burga, José Ignacio López Soria, Juan Manuel Guillen, Salomón Lerner, Vicente Santuc, cumplían su papel como líderes de centros que forman ciudadanos. Hoy es una ausencia lamentable.
El Perú necesita la palabra de sus universidades en un contexto en el que se padece el “asalto marginal de la política”, en donde las economías delincuenciales están cooptando el Estado en niveles al menos similares a los nefastos años noventa. No es posible que las universidades, institucionalmente, sigan optando por el silencio, creyendo que así no incomodaran, pensando que “hacer política” está muy desprestigiado. Ello no sería “politizar” la universidad, por el contrario, ello sería una actitud ética, de coraje moral, un ejemplo para los alumnos que sería muy bien recibida: basta ver el nivel de rechazo que tiene el Ejecutivo y el Legislativo en nuestra hora actual.
De manera similar, académicos, profesores y estudiantes, no están tan presentes en la explicación o crítica de lo que nos acontece como país, al menos no suele suceder con filiación institucional, tal vez en la creencia de que ciertas opiniones pudiesen generar hostilidad o sanciones. Como advirtió Dershowitz (1993), el problema no es la ideología en sí, sino la intolerancia hacia las ideas diferentes. Los profesores, a quienes antes se les garantizaba más claramente la libertad de cátedra, ahora caminan sobre una delgada línea entre la honestidad académica y el riesgo de ofender.
Esta situación es particularmente perjudicial en las humanidades y las ciencias sociales, donde la controversia es el motor del debate. La autocensura no solo empobrece la discusión, sino que también priva a los estudiantes de la oportunidad de enfrentarse a ideas complejas y desarrollar su capacidad de razonamiento. Aunque de posiciones polémicas, y una apuesta al final de sus días en verdad lamentable, cuánta falta le hace a la esfera pública opiniones como las del gran Pablo Macera, un intelectual valiente que hacía universidad, dentro y fuera de las aulas. Igualmente, Julio Cotler cumplió en su momento un papel muy importante para acercar la academia a la sociedad.
Es necesario que más intelectuales y profesores universitarios puedan difundir reflexiones serias sobre nuestra realidad nacional a un público amplio. Para ello deben sentirse más apoyados por sus propias instituciones y, claro, los medios de comunicación deben darles más espacio, en vez de a individuos sin verdadera formación o sin evidencia; o, peor aún, aquellos “simpáticos” que difunden una narrativa negacionista que se la vende como cierta porque “nunca te la contaron”.
En contrario, con abundancia de evidencia, es de destacar la labor de Carmen Mc Evoy, historiadora peruana que reside y enseña en los EEUUAA, cuya frecuente presencia en el país, en los medios de comunicación y en instituciones de la sociedad civil, le ha permitido ir asentando una interpretación integral sobre nuestra república en un sector mucho mayor al historiográfico.
De la educación a la adoctrinación: el impacto en la formación del saber y del profesional
Las presiones doctrinales también afectan la calidad de la educación y la formación de futuros profesionales. Cuando los dogmas curriculares presentan a cualquier concepto como una verdad inmutable en lugar de un tema para el análisis crítico, la universidad corre el riesgo de adoctrinar en lugar de educar. El propósito de la universidad no es producir estudiantes que repitan la ortodoxia, sino pensadores independientes que cuestionen y formen sus propias conclusiones.
Freire (1970) defendió la educación como una "práctica de la libertad", un proceso de emancipación intelectual. Sin embargo, la presión para imponer la "unidad de pensamiento" convierte la educación en un proceso de conformación. Al sacrificar el debate en el altar de la cohesión ideológica, se forman profesionales incapaces de manejar la complejidad y la disonancia, volviéndolos menos aptos para los desafíos de un mundo plural.
En la universidad todo debería ser sometido a debate, salvo, claro está, cuestiones que ya no vale la pena discutir: por ejemplo, los discursos de odio, las creencias terraplanistas, los negacionismos sin evidencia, la infundada invalidez de las vacunas, teorías conspiracionistas globales, etc. En esa adolescencia tardía en la que la mayoría de los alumnos ingresan a la universidad, no siempre están en condiciones de distinguir cuan poco sustento tienen esos razonamientos falaces, narrativas por lo general tremendamente intolerantes, que les reducen el horizonte.
Los profesores universitarios han de acompañar también a sus estudiantes en este tipo de cuestiones, no sólo educarlos en una técnica profesional sino estar preocupados por una formación integral, lo que redundará en una mejora de la calidad académica. Harry Lewis (2007), antiguo decano del pregrado de Harvard señala que la formación integral es central en la esencia y el alma de una universidad.
Una encrucijada crítica: La defensa de la libertad académica
La universidad se encuentra en una encrucijada crítica. Las ideologías radicales, de todos los espectros, han demostrado su capacidad para coartar la expresión y sesgar el conocimiento. Para revertir esta tendencia, la universidad debe reafirmar su compromiso con la diversidad intelectual y el debate robusto, incluso cuando sea incómodo. Su misión no es crear espacios seguros para las ideas, sino espacios seguros para que las personas discutan ideas. Solo fomentando un entorno donde las opiniones disidentes sean bienvenidas y el escrutinio riguroso sea la norma, podrá la universidad cumplir con su función histórica como motor de progreso intelectual.
La alternativa sería una institución que, al rendirse a las presiones económicas y políticas, dejaría de ser un faro del pensamiento para convertirse en un mero reflejo de las luchas de poder de su tiempo. Lejos de eso, es hora de no olvidar nunca las características que definen a una universidad, la libertad de cátedra especialmente. El caso de Khalidi es un recordatorio de que la libertad de pensamiento no es ya una garantía inmutable, sino un valor que debe ser activamente defendido. Es la responsabilidad urgente de quienes hoy dirigen las universidades, aquí y en el mundo. No le den la espalda: la historia no los absolverá.
Referencias
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Lewis, Harry R. (2007). Excellence without a soul: does liberal education have a future?. Public Affairs
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