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La B de la DBA

Actualizado: 15 ago



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Nadie tiene la culpa de tenerla. 

Sofocleto

 

En las redes sociales, al caviar como adjetivo suele contraponerse al ser de Derecha, ser Bruto y Achorado también. Respecto de la brutalidad, el Diccionario de la Real Academia ofrece un sinnúmero de sinónimos para ese adjetivo Bruto con el que se califica a los partidarios más extremos de la Derecha peruana: ignorante, inculto, analfabeto, necio, torpe, obtuso, mastuerzo,  iletrado, zopenco, ordinario, tosco, animal, bestia, salvaje, bárbaro, zafio y cafre.


No sé si el término es peruano, pero sospecho que sí. Por lo pronto sí puede confirmarse que el acrónimo se popularizó en las redes como respuesta a la agrupación La Resistencia, dedicada hasta la fecha a protestar agresivamente contra los defensores de derechos humanos acusándolos de terroristas y defendiendo a los actores que (tal como se ha comprobado y sentenciado) cometieron crímenes de Estado.


El ser iletrado o conducirse de manera iletrada, el ser inculto y tosco no solía estar tan estrechamente vinculado con la Derecha peruana hasta hace pocas décadas atrás. Por Derecha, podemos acotarla a una postura política que ha ido obviamente cambiando con el tiempo, pero que tiene en común desde que existen las elecciones en nuestro país, de representar al millonario peruano que siempre ha deseado un estado al servicio de sus negocios y de sus antojados y violentos vínculos con el resto de la población, dispuesto a satisfacer todos sus deseos (los más sublimes y los más perversos[1]) con el territorio y sus recursos.


Durante los primeros 150 años de la República peruana, se gobernaba así, para pocos y contra muchos. Con la salvedad sobre esos pocos que no era lo mismo un millonario casual, que aquel cuya herencia le asegurara un puesto en la blanca e hispanista clase alta peruana. El gobierno del general Juan Velasco intentó resolver tremenda desigualdad convirtiendo al Estado en el ente administrador y en algunas ocasiones titular de todos los negocios vinculados al territorio del Perú: pesca, minería, agricultura.


Apelando culturalmente al corazón del trabajador y respondiendo a grandes anhelos sociales (también tan sublimes como perversos), durante 6 años el Estado peruano enredó aún muchísimo más las labores administrativas que podía realizar sin contar con técnicos o profesionales capaces de llevar a cabo aquello que en el momento se diseñaba. 


Cuando pocos años después llegó la crisis mundial y abrió el campo de juego al neoliberalismo, los siguientes presidentes peruanos (como otros muchos en el planeta) no supieron qué hacer. Uno intentó regresar al Estado de Derecha, el otro a un Estado popular (aún no se los llamaba caviar). Las consecuencias fueron devastadoras. En las oficinas del Estado los trámites llegaron a ser tan lentos y engorrosos (aún no se implementaba la informática y la cantidad de puestos en el organigrama simulaba ser casi infinita) que se creó la profesión del Tramitador.


Nadie pudo evitar contratar a alguno. Todo el país pareció haber caído en un como sea, enredado en un ya qué importa: la basura no se recogía, la estrategia terrorista del apagón nos acostumbró a vivir sin energía eléctrica, en las universidades los enfrentamientos armados y de propaganda se instalaron, los buses se volvieron enlatados que disfrutaban ladrones y acosadores sexuales, en las improvisadas y derruidas escuelas, los profesores trabajaban poco y memorizar listados era la principal, sino la única competencia aprendida. Incluso un narcotraficante ofreció pagar la dolorosa deuda externa del Perú si lo dejaban trabajar libremente.


Cuando Alberto Fujimori ganó las elecciones de 1990, el Fondo Monetario Internacional ya contaba con una reluciente agenda neoliberal que debía implementarse si se quería salir del abismo socioeconómico en el que se había caído. En ese momento, las medidas económicas, encabezadas por el paquetazo, pusieron orden en la casa: se reduciría el Estado, se establecerían normas eficientes de supervisión y ejecución, y se apoyarían los programas de aliento a los emprendedores. Para llevarlo a cabo se reorganizaron algunas instituciones del Estado y se abrieron espacios para cuidar sus ingresos y su administración.


Al finalizar el gobierno de Fujimori, la Derecha había recuperado su alianza con el Estado, salvo que en esta ocasión, decidió hacerlo no de manera Bruta, sino cumpliendo con los estándares internacionales de gestión estatal, los cuales, siguiendo los acuerdos internacionales, dieron protagonismo a los derechos humanos. No hubo problema: el dinero aportado por los más ricos a través de los impuestos y fundaciones alcanzaba. Pero con una advertencia que protegiera del estatismo comunista: para salir de la pobreza se tendría que implementar la costumbre de justificar todo lo más científico posible. Nada de engaños ideológicos.


Tras la caída de la dictadura de Alberto Fujimori (y ya con una tecnología que permitía renunciar por Fax) los siguientes gobiernos se convirtieron en un espacio donde la investigación ganó protagonismo para la realización de las leyes y proyectos locales y nacionales. Todo trabajo contaba con un sustento y no se podía llevar a cabo sin él. El modelo de las ingenierías había triunfado. Parecía haberse establecido hasta cierto punto un acuerdo entre la Academia y una Derecha que no parecía Bruta, sino, por el contrario, abierta a dejar de lado la postura política de sus investigadores, buena parte de la clase alta y la mayoría de clase media limeña, pues se requería hacer todo según el estándar internacional.


Apenas dos décadas después, el Estado se vio obligado a detener sus tareas sin saber muy bien cómo operar las nuevas e irruptoras acciones durante la pandemia. Tamaña crisis fue quizá tan o más grave que la vivida por el Perú durante el último tercio del siglo XX, cuando perdimos cinco veces más vidas en dos años que durante toda la guerra del Estado contra Sendero Luminoso. La pandemia era mucho más peligrosa: abarcó a todos y a cada uno de los países de nuestro planeta.


Las consecuencias políticas de aquel evento que hoy vivimos han sido terribles en todos los continentes, pues ante la necesidad de decretar y tomar rápidas y peligrosas decisiones, parece que quedó establecida (o reestablecida) una forma de gobierno (con la A de Achorada) que impone el deseo de los regentes de la riqueza disfrazado de razón, tergiversando la realidad y las evidencias de una manera ordinaria, tosca, animal, bestia, salvaje, bárbara, zafia y cafre.


Estos gobiernos, liderados por millonarios sin ningún interés y quizá con algún resentimiento académico, herederos de empresas familiares, han reemplazado la ley y la obra sustentadas en la investigación, por el decreto de justificación religiosa y las infraestructuras de ritmo electoral que justifican el favor al empresario amigo y que pone en peligro la calidad de las grandes inversiones y agrava las consecuencias sociales del desmantelamiento del Estado.


Llamar caviar a alguna persona, puede ser agresivo y sin embargo, también es tomado como algo infantil, divertido, parodiado. Al fin y al cabo, defender los derechos humanos y a un Estado eficiente en sus servicios y tareas a favor de la población no es algo molesto. Pero ser llamado Bruto y Achorado, difícilmente puede resultar con gracia.


Cómo reírse juntos de un grito violento, de un puente mal hecho, de un tren que no sirve, de una universidad que no enseña, sino es con la ironía de una cruel denuncia. Cómo justificar el racismo y la indiferencia del Estado sin que te acuse de mentir por denunciarlo. Cómo dar vivas a la represión y la lujuria hasta el asesinato. No es justo contraponerlos (aunque a la DBA no le importa).

 

 

 

 


[1] Les Luthiers, “El Rey enamorado”, canción del álbum Hacen muchas gracias de nada (1981). https://youtu.be/6H2sLrbHGZM?si=0lu0-p3fHPZHrKsj

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