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Fragmentación partidaria en el Perú: el problema no es cuántos, sino qué tan fuertes


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En el Perú, hablar de política suele ser sinónimo de hablar de crisis. Crisis de representación, crisis de partidos, crisis de confianza. Y, cada cierto tiempo, cuando se anuncian elecciones, reaparece la misma alarma: “hay demasiados partidos”. Hoy tenemos más de 40 agrupaciones inscritas. El diagnóstico común es que el exceso de partidos genera caos, dispersa el voto y condena al país a gobiernos débiles. Sin embargo, esa mirada puede ser engañosa. El problema no es cuántos partidos tenemos, sino qué tan fuertes son esos partidos y cuánta capacidad tienen para canalizar políticamente el malestar ciudadano.


Si lo pensamos bien, la fragmentación partidaria no es necesariamente un defecto. Hay países con decenas de partidos que funcionan relativamente bien en democracia porque, en la práctica, la competencia se concentra en unos pocos con al menos algunas capacidades reales de organización, liderazgo e intermediación social. Es decir, cuenta con partidos con algún capital ideacional (ideología, programas, propuestas) y cierto capital administrativo (liderazgos sólidos, estructuras mínimas, recursos) que puedan disputar el voto de mayorías amplias [1].


También importa que sus líderes tengan capacidad de coordinación interna y con otros actores políticos, así como capacidad de intermediación entre las demandas ciudadanas y los espacios de poder, para no solo ganar elecciones sino cumplir su rol de representación [2]. Si existen partidos con al menos estas características en algún nivel, aunque haya cien inscritos, la contienda electoral mejora y se reduce a un puñado de opciones reconocibles y capaces de gobernar.


El Perú, sin embargo, no tiene eso. Aquí todos los partidos son débiles. Lo que llamamos partidos son en realidad vehículos electorales, plataformas creadas alrededor de caudillos o intereses particulares, sin vida orgánica ni capacidad de representar a sectores sociales. Incluso Fuerza Popular o Alianza para el Progreso, que suelen verse como los más “estables”, aún no cumplen con las condiciones mínimas para articular un proyecto duradero y legítimo [3]. El resultado es que cada elección se convierte en una ruleta: cualquiera puede llegar al poder, pero nadie tiene legitimidad suficiente para gobernar con respaldo amplio.


Este es el primer gran problema del tipo de fragmentación con actores débiles que tenemos: los partidos que llegan al poder encabezan gobiernos elegidos con una base social reducida. Presidentes y congresos sin legitimidad, en constante riña, muy inestables e incapaces de construir consensos. Y de esa debilidad se deriva un segundo problema, todavía más grave: la política y la democracia se vacían de contenido, no por la concentración autoritaria del poder, sino porque se diluye al no tener actores con capacidad de sostenerla [4].


En ese vacío, cuando no hay partidos capaces de ejercer contrapesos o representar intereses sociales de manera institucionalizada, se abren las puertas para que más actores débiles entren a contienda, pero sobre todo, y lo más preocupante, es que se deja que actores ilegales, informales e incluso criminales penetren las instituciones del Estado.


La evidencia reciente lo muestra. En los últimos años hemos visto cómo redes vinculadas a economías ilegales o al clientelismo corrupto han capturado espacios municipales, gobiernos regionales e incluso instancias del Ejecutivo y el Congreso. En democracias con partidos relativamente fuertes, estos funcionan, mal que bien, como una suerte de barreras frente a poderes paraestatales: marcan límites, disputan recursos o incluso negocian y llegan a acuerdos con estos sectores. En un contexto de partidos débiles, esas barreras desaparecen. La gobernanza criminal encuentra terreno fértil [5], y la ciudadanía termina viviendo sus consecuencias más visibles: la inseguridad y miedo constantes.


El escenario que tenemos de cara a las elecciones de 2026 refleja esa precariedad. Tres caminos son posibles. El primero, el más probable, es que la fragmentación extrema divida tanto el voto que acceda al poder un partido con aún menos legitimidad que sus antecesores. El azar podría colocar a cualquier agrupación débil en el Ejecutivo o el Congreso, repitiendo, o incluso agravando, la situación actual, así como la penetración de economías criminales.


El segundo escenario era la posibilidad de concretar alianzas electorales amplias que ordenen mejor la oferta política y sirvan como atajos cognitivos para el elector. Sin embargo, hay muy pocas, los actores políticos no las encuentran convenientes para sus intereses y las alianzas entre actores débiles también producen alianzas débiles [5]. Y un tercer escenario, menos probable pero no imposible, es que al menos uno de esos más de cuarenta partidos decida incorporar inicialmente alguna de las características señaladas, logre diferenciarse del resto y capitalice el descontento con un proyecto más o menos convincente. Sería algo así como una “isla de eficiencia” en medio del desorden, algo titánico pero matemáticamente posible.


Más allá de cuál de esos escenarios se concrete, lo central es entender que la solución no pasa realmente por reducir el número de partidos. La obsesión con poner más filtros legales o exigir alianzas artificiales no resolverá el problema de fondo. Lo que necesitamos es que algunas organizaciones desarrollen capacidades reales para atender a las demandas de hoy. Dicho de otra manera: que los partidos dejen de ser cascarones vacíos controlados por caudillos o máquinas burocráticas rígidas cuyo único fin es ganar elecciones a cualquier precio, y se conviertan en estructuras nuevas capaces de organizar, transmitir valores, y articular demandas sociales.


¿Cómo lograrlo? En un mundo convulso, con ciudadanías móviles, descreídas y que se expresan en las calles antes que en las urnas, pensar fuera de la caja es indispensable. Nuevas formas de partido pueden combinar burocracias mínimas con flexibilidad, permitir militancias múltiples o parciales, abrir sus listas a liderazgos sociales y juveniles, y ser permeables a demandas que hoy emergen en colectivos, asociaciones y plataformas digitales. Se trata de construir partidos que funcionen como nodos de articulación, no como castillos cerrados. Traducido al terreno práctico: diálogo constante con organizaciones sociales, renovación de cuadros desde las bases, mecanismos de ingreso flexibles que permitan la colaboración sin exigir militancia estricta, y una profesionalización de la lectura de las demandas ciudadanas para traducirlas en narrativas claras, nuevas mitologías y proyectos comprensibles para todas las personas.


El reto es monumental porque construir organización en el Perú ha sido históricamente difícil. La debilidad institucional es un rasgo estructural que atraviesa al Estado y a la sociedad. El sistema de partidos peruano es de los más volátiles y desinstitucionalizados de América Latina⁷. Pero la dificultad también abre una oportunidad: si lo que tenemos no funciona, podemos crear de nuevo. El problema es que hasta ahora ningún partido ha mostrado señales claras de poder hacerlo.


No se trata, entonces, de imaginar la próxima elección como una carrera entre más de 40 siglas irrelevantes. Se trata de preguntarnos si alguna de esas organizaciones puede transformarse en un partido de verdad. Uno que articule intereses, que tenga capacidad de convencer a sectores amplios de la ciudadanía y que recupere la política como un espacio legítimo de disputa democrática. Porque, al final, lo que está en juego no es solo quién gana las elecciones, sino si dejamos la política en manos de organizaciones débiles que abren la puerta a poderes criminales, o si apostamos por reconstruir la representación en serio.


Quizá sea un escenario difícil, pero no imposible. La política peruana, tantas veces reducida al cortoplacismo, necesita recuperar la ambición de construir futuro. Y ese futuro pasa por re-pensar a los partidos como actores claves de la democracia y evaluar si aún pueden ser algo más que cascarones vacíos para convertirse en vehículos de representación capaces de organizar, en alguna medida, a un país cansado, incrédulo y golpeado por la desconfianza. No importa si son 40 o 100. Importa si alguno se atreve a ser diferente.


Notas al pie


[1] Hale, H. E. (2006). Why Not Parties in Russia? Democracy, Federalism, and the State. Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/CBO9780511756276

[2] Luna, J. P., Rodríguez, R. P., Rosenblatt, F. & Vommaro, G. (2021). Political parties, diminished subtypes, and democracy. Party Politics, 27(2), 294–307. https://doi.org/10.1177/1354068820923723

[3] Vergara Paniagua, A., & Augusto Meléndez, M. C. (2021). Fujimorismo and the limits of democratic representation in Peru, 2006–2020. En J. P. Luna, R. Piñeiro Rodríguez, F. Rosenblatt & G. Vommaro (Eds.), Diminished Parties: Democratic Representation in Contemporary Latin America (pp. 236–263). Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/9781009072045.012

[4] Barrenechea, R. & Vergara, A. (2023). Peru: The Danger of Powerless Democracy. Journal of Democracy, 34(2), 77–89. https://doi.org/10.1353/jod.2023.0015

[5] Trejo, G., & Ley, S. (2020). Votes, Drugs, and Violence: The Political Logic of Criminal Wars in Mexico. Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/9781108894807 

[6] Boyco Orams, A., Gálvez Pasco, Á., Peña Jiménez, O., Sosa Villagarcía, P., Velazco Muñoz, A., & Vilca Arpasi, P. (1 de agosto de 2025). ¿Son las alianzas electorales una solución para el sistema político peruano? IEP — Instituto de Estudios Peruanos. https://criticaydebate.iep.org.pe/noticias/son-las-alianzas-electorales-una-solucion-para-el-sistema-politico-peruano/[7] De la Cerda, N. (2025). Cueing Without Parties: Experimental Evidence from Peru. Political Behavior. Publicado el 20 de junio de 2025. https://doi.org/10.1007/s11109-025-10059-x


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