"Es indigente"

Una canción en un café desata una reflexión sobre cómo la sociedad convierte la pobreza en burla, entremezclando humor, nostalgia y contradicción.
Hemos acordado juntarnos a las once de la mañana. Pero el muy querido amigo que no he visto en una década no llega, y tampoco se digna a responder a mis mensajes de texto. Pido un ristretto bien intenso para despreciarlo con la máxima acuidad y, resignado a aburrirme, abro una novela de Iván Thays. Oigo entonces una melodía que me lleva de regreso a la infancia: es la canción “Es indigente” de la Tigresa del Oriente, que un tipo fornido se ha puesto a escuchar a todo volumen en su camioneta a escasos metros del café.
Una rápida búsqueda en Google confirma lo que sospechaba: esta canción es un cover de “Gypsy Woman (She’s Homeless)” de Crystal Waters, un hit de 1991 que marcó una época en el género house. En ese entonces yo era muy pequeño y no entendía una palabra de inglés, pero entonar el delicioso “larari larará” que corona la canción me bastaba para gozar como un marrano.
Aunque el tipo de la camioneta me está empezando a caer mal, la satisfacción de notar que un fragmento de mi pasado ha recuperado cierta relevancia cultural lo compensa rápidamente. Hasta que recuerdo algo que me deforma la sonrisa de un zarpazo. Algunos años después de ese primer encuentro con “Gypsy Woman”, y luego de aprender inglés, francés, y de haberme empezado a sentir un poco más fino que los demás, me topé con la letra original de la canción. Y descubrí asombrado que la obra maestra bailable de Crystal Waters tiene una dimensión ética más bien interesante; dimensión que desaparece por completo en la versión de la Tigresa (esto lo puedo verificar porque el muy prepotente hijo de puta de la camioneta ha decidido quedarse estacionado en medio de la pista).
Lo que es medio raro porque ambas versiones son sorprendemente similares, a excepción de una diferencia crucial: en el cover la intervención vocal arranca en el coro. Yo sé: ponerse en este plan analítico-puntilloso con un artefacto pop es una pesadez, pero me están haciendo esperar y mi mal humor está perfectamente justificado.
El punto es que ese ligero cambio anula una porción considerable de la narración de Waters, cuyo impacto emocional se sostiene en la habilidad de esta artista para generar empatía por la inusual protagonista de la canción, una mujer pobre en situación de calle. Waters describe la vida cotidiana de este personaje ficticio con una delicadeza que lo humaniza y que gatilla el mecanismo de identificación psicológica. Podemos decir que la mujer indigente es sustraída de la abstracción de la pobreza para adquirir una existencia concreta, singular. De modo que el famoso “larari larará” no expresa cualquier tipo de alegría: es una conquista de la voluntad en medio de una realidad agobiante y cruel. Siento que tengo que anotar esto. Y señora, por favor, no trate de venderme caramelos ahora que estoy tratando de pensar.
Recibo una llamada de Gustavo. Está apenadísimo. El tráfico es infernal. Esta ciudad es un asco. Me pido otro ristretto que me pondrá inevitablemente los nervios de punta. Vuelvo a la Tigresa: tengo que admitir que esa mujer es un tesoro nacional. Pero como todo tesoro nacional, nos dice algo del estado de la nación, algo no necesariamente muy agradable. “Es indigente” ejemplifica lo que quiero decir, y me jode que no esté Gustavo aquí para escucharlo. Él apreciaría este tipo de cosas.
El hecho es que la canción no solo elimina el elemento descriptivo que le da consistencia ética a la versión original, sino que reduce la identidad de la protagonista a una palabra: “indigente”, que se convierte en una suerte de punchline. Mientras que la repetición de la palabra “homeless” enfatiza, en la versión de Waters, la indignación de la narradora, en el cover la repetición funciona a manera de burla, como ocurre con los niños pequeños: “¡Eres fea! ¡Eres fea! ¡Eres fea!”. De modo que el mismo material básico es presentado en ambas versiones a través de lentes distintos y genera efectos retóricos opuestos. Si en la versión original la mujer indigente adquiere concreción, en el cover vuelve a la abstracción: vale decir, a la condición de anonimato. Es gracioso que esta mujer sea indigente porque ha dejado de ser una persona. Anoto esto a toda velocidad en una vieja libreta. A lo mejor me viene bien que el cojudo ese se esté demorando.
Levanto la mirada: ya no está la camioneta. En su lugar hay un micro que se ha metido por una vía que no corresponde, y un par de señores se han molestado y le están gritando porquería y media al conductor. Como el libro de Thays se me hace cada vez menos apetitoso, retomo las anotaciones. El cambio retórico que opera en “Es indigente” es eficaz, escribo, porque evalúa correctamente la realidad cultural peruana en los 2020. Reírse de la pobreza se ha convertido en un deporte nacional.
No es que los peruanos nos hayamos vuelto fundamentalmente desalmados, o no exactamente: el chiste es más gracioso cuando el pobre no tiene rostro. Reírse de la pobreza requiere, en efecto, deshumanizarla y distanciarse de ella (señora, por favor, ya le dije que estoy concentrado, no se ponga espesa). Todas las poblaciones vulnerables pasan por el mismo tamiz. El homosexual es gracioso mientras no sea tu hijo. El inmigrante que vuelve al Perú deportado es gracioso mientras no sea tu hermano. El serrano que habla castellano con dificultad es gracioso mientras logres olvidar que eres medio serrano. El pobre es gracioso hasta que pierdes el trabajo.
Algo no me termina de convencer. Si Gustavo estuviera aquí me diría que, aunque la hipótesis parece ser cierta, es un poco simplista. Me recordaría que hasta hace poco los peruanos hemos sentido verdadera pasión por personajes que encarnan todos nuestros estereotipos sobre los marginados. Me hablaría del Negro Mama, de la Paisana Jacinta y de todos esos seres pintorescos que tienen un rostro concreto y que, sin embargo, pisoteamos con un placer casi lujurioso. O me diría que no hace falta encontrar graciosa la pobreza —en su sentido abstracto o lo que sea— para apreciar una canción como “Es indigente”.
La hilaridad bien puede ser causada por la pura extravagancia de un personaje como la Tigresa, por su carácter sui generis o su desvergonzada incorrección política, que sorprende, ofende, y a lo mejor libera a la vez. Gustavo iría incluso más lejos y señalaría, estoy seguro, que el destino accidentado del Negro Mama es precisamente lo que ha abierto un espacio para la Tigresa del Oriente y quién sabe si para formas más estilizadas de clasismo y exclusión. Y ya medio con cacha añadiría que hay otra posibilidad: a lo mejor uno se ríe de “Es indigente” porque reconoce que el contexto cultural del que brota la canción es profundamente extraño y perturbador. Como buen sociólogo de la PUCP, Gustavo terminaría observando que “solo en el Perú podría ocurrir algo así” es el nombre del subgénero más popular del humor nacional.
Yo le daría la razón sin hacerme muchos problemas. En parte porque me apena que se haya quedado sin chamba por los recortes de USAID y porque no le voy a poder prestar plata, que es lo que temo que me va a pedir hoy con la excusa del cafecito. Es cierto, Gustavo: la Tigresa del Oriente encarna la idea que tenemos los peruanos de lo que los franceses han llamado “excepción cultural”, aunque para ellos sea algo más bien positivo y para nosotros algo más bien negativo. Le recordaría el fenomeno Peru Fail y todas esas imágenes pintorescas de un urbanismo caótico tomado por escaleras que no van a ningún sitio y edificios que no están hechos para soportar las leyes de la gravedad.
A continuación bromearíamos sobre lo viejos que estamos, a sabiendas de que para la mesera veinteañera que nos trae los cafés, Peru Fail debe ser algo tan remoto e irrelevante como Trampolín a la Fama. En ese punto la nostalgia nos llevaría a abrazarnos y a brindar en nombre de Ferrando, y seguramente acordaríamos que los peruanos nos burlamos de nosotros mismos con plena consciencia de lo mal que estamos, sabiendo que, a falta de estar bien en algún rubro, es lo absurdo y lo pintoresco lo que nos hace sobresalir.
Entonces recordaríamos a nuestro viejo amigo Enrique, el literato amargado, que nos diría que la ciudad letrada ha tendido a romantizar ese pintoresquismo, o que al menos ese parece ser el espíritu detrás de la recordada frase de Sofocleto: “Si Kafka hubiera nacido en el Perú, sería un escritor costumbrista”. Gustavo le respondería que puede ser, pero que no se ponga fino, porque es preciso recordar que el sujeto ridiculizado por esta clase de humor no es el peruano promedio, ni mucho menos la clase dominante, sino siempre los segmentos marginados de la población: el mototaxista irresponsable, el microempresario estúpido, el cholo pobre e igualado.
En eso, insistiría el sociólogo, no hay diferencia entre Peru Fail y Trampolín a la fama. Y Enrique vería la pelota picando en el área y remataría observando que no hace falta defender la sinrazón o la prepotencia para ver que hay algo oscuro detrás de esa tendencia: parece decirnos que la sinrazón y la prepotencia son patrimonio exclusivo de los pobres.
Yo que estudié comunicaciones y que he escrito algún guión para un par de series exitosas, les recordaría que burlarse de los ricos, de su clasismo, de sus peculiaridades lingüísticas, tiene también un lugar en el cine y la televisión. Las telenovelas nacionales lo han venido incorporando de manera sostenida en la última década, y la receta les ha funcionado. Pero no me quedaría más remedio que aceptar que esa aparente expansión democratizadora del humor viene acompañada siempre de un componente aspiracional.

La lógica puede resumirse en esta frase: “mírenlos, son ridículos, no tienen calle, pero en el fondo me gustaría ser como ellos”. Les diría que Asumare es el prototipo de esa clase de humor. Machín es un pícaro que usa su carisma y labia veloz para incorporarse a la clase que lo desprecia. Ellos celebrarían mi ocurrencia y pedirían unas cervezas para amenizar el reencuentro.
Ya un poco sazonado, Enrique se pondría serio y diría que la versión doliente de Machín está en las novelas de Jeremías Gamboa. Que lo que Asumare retrata en clave de parodia, los personajes de Gamboa lo experimentan como crisis existencial. Porque en el fondo nada de esto es gracioso. Sentir vergüenza de los propios orígenes modestos no es gracioso.
Ser rechazado una y otra vez, ridiculizado, sometido a criterios de evaluación racistas, clasistas u homofóbicos no es gracioso. Equiparar el éxito con el ascenso social, o con la pertenencia a un círculo intelectual apadrinado por escritores tan laureados como fascistas, no tiene nada de liberador. Bueno, fascista es un poco too much, diría yo. El literato me miraría con pena, alzaría la voz y, recordando su periodo glorioso de militancia en Patria Roja, aseguraría que necesitamos un humor que se desprenda de esa tara, y una literatura nacional que esté a la altura del problema que la desigualdad extrema plantea para la sociedad. Yo que soy más bien de centro, y Gustavo que ha trabajado diez años para los gringos, no tendríamos mucho que decir al respecto. Pero Enrique insistiría, a riesgo de que ya no lo llamemos más para tomarnos unos tragos: burlarnos de los ricos, denunciarlos, mostrar sus pequeñeces y su miseria moral es un pasatiempo fantástico, pero no resolverá el odio que los peruanos sentimos por nosotros mismos mientras no nos desprendamos del sistema de valores absurdo que nos dice que la única forma de ser alguien en la vida es ser como ellos.
Por alguna razón me siento disgustado con mis anotaciones, pero al fin aparece Gustavo. Me cuenta que Enrique está mal: le han detectado cáncer a su hija y desde hace unos días está haciendo una campaña de crowdfunding para costear el tratamiento. De manera muy casual añade que él también la está pasando fatal —no hay punto de comparación, pero tú me entiendes— y que necesita pedirme plata. Cortésmente le respondo que no voy a poder, que la situación está jodida para todo el mundo, pero le subo el ánimo invitándole un café.
Reparo entonces en la señora que me ha estado queriendo vender caramelos desde hace media hora. Le doy unas monedas, sonrío y le hago una seña a uno de los meseros, que entiende lo que está sucediendo y procede a expulsar del local a la señora indigente con una delicadeza que tomaré en cuenta a la hora de calcular el monto de la propina. No escucho realmente lo que me dice Gustavo: solo puedo pensar en una cosa, y es que me aterra la idea de ser pobre.
Comments