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El terruqueo censor al cine peruano


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Desde hace muchos años circulan mitos sobre el cine peruano que, con el tiempo, se han convertido en auténticas leyendas urbanas. Sin embargo, al revisarlos con mayor detenimiento, se revelan como simples prejuicios sin sustento. Uno de ellos es la idea de que en las películas nacionales abundan los desnudos, las “calatas” y las escenas sexuales. Un cuestionamiento que, además de cucufato, resulta equivocado, pues la mayoría de producciones peruanas son más bien recatadas y poco exhibicionistas en lo que respecta al cuerpo y al deseo, sobre todo si se las compara con otras cinematografías.


Algo similar ocurre con el lenguaje. Se suele afirmar que en el cine peruano hay un exceso de lisuras y palabras soeces. Sin embargo, esa crítica carece de fundamento: no toma en cuenta el contexto social en que aparecen esos diálogos y, en realidad, su uso es bastante limitado si lo contrastamos con las expresiones de países como España, Argentina, Chile, Colombia, Cuba o México. Ni qué decir de Estados Unidos, donde basta pensar en las películas de Scorsese, Fuqua, Fincher, Lee o Tarantino, cuyo lenguaje fuerte suele quedar convenientemente disfrazado por el subtitulado o el doblaje comercial.

   

Un tercer argumento en contra del cine nacional sostiene que “se hacen demasiadas películas sobre el terrorismo”. Estadísticamente, esa afirmación es falsa: las cintas dedicadas al conflicto armado interno y sus secuelas no alcanzan ni el 15% del total. Pero el asunto no es de cifras, sino de percepciones. El hecho de que algunas obras fueran en su momento muy visibles —como La boca del lobo, Paloma de papel o La teta asustada— alimentó esta idea, que hoy sirve de excusa a sectores macartistas para atacar al cine peruano, e incluso justificar cambios regresivos en la ley de cine.


Lo primero que cabe señalar es que esas críticas no son originales: repiten el mismo discurso conservador y amnésico de la ultraderecha en países como Argentina, Brasil, Colombia, Chile, México o España, donde también se acusa de “exceso” a las películas sobre dictaduras, luchas sociales o guerras internas. Ahí están, por ejemplo, cintas reconocidas internacionalmente —incluyendo premios Óscar— como las argentinas La historia oficial y El secreto de sus ojos, o la brasileña Aún estoy aquí. En esa misma línea podría mencionarse la peruana Claudia Llosa, cuyo filme obtuvo el Oso de Oro en Berlín y fue la única producción nacional nominada al Óscar.


Quienes “terruquean” al cine peruano lo hacen desde la ignorancia o la mala fe, incapaces de probar su acusación con una sola película que glorifique la violencia. Por el contrario, estamos lejos de producciones como la chilena Matar a Pinochet (que recrea el intento de magnicidio del dictador en 1986 a manos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez), la argentina Garage Olimpo (sobre la brutalidad de los centros de detención de Videla) o la mexicana Rojo amanecer (que aborda la masacre estudiantil en Tlatelolco en 1968).


En el caso peruano, las películas sobre Sendero Luminoso son profundamente críticas. Lejos de cualquier exaltación, mostraron el accionar senderista en toda su crueldad, con protagonistas atrapados entre dos fuegos que terminan huyendo o enfrentándose al grupo armado (La vida es una sola de Marianne Eyde, Ni con dios, ni con el diablo de Nilo Pereira, Paloma de papel de Fabrizio Aguilar, Matar para vivir de Edgard Ticona, Tatuajes de la memoria de Luis Llosa, o El corazón del lobo de Francisco Lombardi) o, en otros casos, con personajes fanatizados que se autoinmolan (Alias La Gringa y Coraje de Alberto Durant, La hora final de Eduardo Mendoza). Las obras centradas en el posconflicto, por su parte, retratan duros ajustes de cuentas personales y familiares (La última tarde y La piel más temida de Joel Calero).


En el campo documental también hay aportes significativos. Tempestad en los Andes del sueco Mikael Wiström explora la memoria familiar de Augusta La Torre, esposa de Abimael Guzmán, y su misteriosa desaparición; mientras que Alias Alejandro, de Alejandro Cárdenas, sigue la búsqueda del hijo de Peter Cárdenas, líder del MRTA, por comprender el legado de su padre desde la cárcel. Ambas obras, producidas fuera del Perú, reflejan además la mirada de realizadores con distancia respecto a la realidad nacional.


Finalmente, hay películas que se centraron en la experiencia de la población civil frente al terror. Desde el punto de vista de los sectores acomodados: Tarata de Fabrizio Aguilar, Viaje a Tombuctú de Rossana Díaz Costa, Av. Larco de Jorge Carmona o, en cierta medida, Las malas intenciones de Rosario García Montero. Y desde la perspectiva de los sectores populares: La teta asustada, El rincón de los inocentes de Palito Ortega, Paraíso de Héctor Gálvez, Canción sin nombre de Melina León o La última noticia de Alejandro Legaspi, que aborda el oficio periodístico en medio de la violencia.


Pero no son los retratos de los grupos armados —llamados terroristas— los que más incomodan a los sectores castrenses y sus defensores, ni tampoco las angustias de la población civil. Lo que realmente les molesta es la manera en que el cine ha presentado a las Fuerzas Armadas y Policiales: lejos de idealizarlas, varias películas mostraron la represión indiscriminada que desataron en esos años.


Ahí está La boca del lobo, inspirada en la masacre de Socos en 1983 a manos de la entonces Guardia Civil; La casa rosada de Palito Ortega Matute, centrada en un centro de tortura en Ayacucho durante los primeros años de la ocupación militar; o Magallanes de Salvador del Solar, basada en un relato de Alonso Cueto sobre las culpas no resueltas de un jefe militar y las violaciones cometidas contra mujeres en la zona de emergencia. También NN de Héctor Gálvez, sobre los trabajos de identificación de víctimas en el posconflicto, y Perro guardián de Bacha Caravedo y Chinón Higashionna, acerca de ex comandos paramilitares en Lima.


Estas películas incomodaron tanto que el Ejército, bajo el mando del general Donayre, llegó a financiar con fondos públicos su propia versión de los hechos, con el fin de confrontar el relato del Informe de la Comisión de la Verdad: Vidas paralelas, dirigida por Rocío Lladó.


No es el único ejemplo. Existen varias otras cintas que abordan la violencia desde otra óptica en el campo documental. Por ejemplo, Rehenes de Federico Lemos, sobre la toma de la residencia del embajador de Japón en 1997; Con el alma en vilo de Luis Enrique Cam, acerca del trabajo del equipo de UDEX; o 1214. No tememos a los cobardes de Hernán Hurtado y Ernesto Carlín, que muestra la resistencia aprista frente a Sendero Luminoso.


En el extremo se encuentran propuestas como La hora roja de Juan Carlos Díaz, un ejercicio filmado en un solo plano sobre un ficticio grupo terrorista que planea colocar bombas en Lima en apenas una hora. O series como Chavín de Huántar: El rescate del siglo de Diego León, y Grupo Colina: justicia bajo las sombras de Alejandro Nieto-Polo, que sin pudor exaltan al grupo paramilitar responsable de las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta.


De todo esto se desprende que el terruqueo contra el cine peruano —como en otros ámbitos— se sostiene en falacias y prejuicios agitadas por políticos y medios interesados. Lo que buscan no es señalar un supuesto favorecimiento a los grupos armados, sino impedir que se hable de la otra violencia: la ejercida por el Estado y sus agentes, cuyos responsables hoy se pretende blanquear mediante la ley de amnistía e impunidad impulsada por el Congreso y el Ejecutivo.


No por casualidad, la nueva ley de cine de Tudela-Juárez establece que no se autorizarán obras que “atenten contra el Estado de derecho, así como aquellas que contravengan la defensa nacional, la seguridad o el orden interno del país; o vulneren los principios reconocidos en la Constitución Política del Perú y el ordenamiento jurídico peruano”. Léase: nada que cuestione el discurso oficial de una guerra victoriosa e impoluta librada por nuestras Fuerzas Armadas y Policiales.


Claro, adicionalmente, el propósito fue también castigar los fondos destinados al cine peruano por atreverse a hablar de líderes de izquierda. Ahí están Hugo Blanco, río profundo de Malena Martínez, Rojo profundo de Javier Diez Canseco, o la saga documental de Francisco Adrianzén sobre la izquierda peruana de los años sesenta a ochenta: Desde el lado del corazón y El color del cielo. Tal vez porque la derecha criolla carece de una épica que contar y de personajes que defender.


En esa lógica apareció el documental Justicia para Alan, producido por Hernán Garrido Lecca y dirigido por Ernesto Carlín, que se buscó contraponer a los estímulos otorgados por el Ministerio de Cultura. Pero aquello fue una decisión de sus propios productores, no una exclusión política, como mañosamente se intentó presentar.


El terruqueo, en suma, siempre ha sido una coartada para cercenar la libertad, amordazar los discursos críticos y proteger el uniforme, incluso cuando este estuvo manchado de sangre. Como toda censura, la implementada por la nueva ley de cine será estúpida e ineficaz a largo plazo, porque la historia y los hechos no se cambian por decreto.

Lo que sí veremos es quiénes se atreven a desafiarla y quiénes prefieren autocensurarse por no perder fondos. Ahí se sabrá de qué están hechos realmente los cineastas peruanos del siglo XXI, más allá de las poses y las palabras.

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