El progresismo tiene rostros
- Gonzalo Gamio Gehri
- 7 jul
- 25 Min. de lectura

Algunas precisiones sobre la denominada “crisis del progresismo” en el escenario teórico-político actual[1]
1.- ¿Qué es el progresismo? Algunas consideraciones de concepto
La presencia cada vez mayor de partidos y movimientos de ultraderecha en posiciones de administración de poder en América y Europa ha llevado a muchos estudiosos de la política a aseverar que el “progresismo” está en crisis. No obstante, no resulta claro para todos los actores -tanto en la Academia como en la esfera pública- qué significa estrictamente ser un progresista. Algunos lo asocian con cierto activismo político e incluso lingüístico, basado en la observancia estricta del respeto a la diversidad sexual y cultural. Otros identifican el progresismo con el cultivo del socialismo y la socialdemocracia, o acaso con la vindicación del liberalismo político.
Aunque es evidente que el progresismo no constituye por sí mismo una “ideología” o una “doctrina política” (nociones que a menudo se usan de una manera particularmente imprecisa y antojadiza), tampoco es razonable definirlo de un modo escueto como una disposición ante nuestros sistemas simbólicos o describirlo como una mera tendencia “interna” respecto de un punto de vista político o estilo de vida.
La confusión en torno al sentido del término “progresismo” (y, asimismo, respecto del propio “conservadurismo”) enturbian la discusión teórico-política e introducen la equívoca categoría de la “batalla cultural” (que recuerda tanto la tristemente célebre Kulturkampf como a la Kirchenkampf de los nazis[3]) para bosquejar el controversial escenario de dicho debate. Tal “batalla” alude a un sostenido enfrentamiento de la expresión de preferencias y perspectivas emocionales en las redes sociales, persiguiendo notoriamente la demolición del rival. De un lado y del otro del espectro político han surgido “nuevos puritanismos” bajo el amparo de la cultura de la cancelación por motivos ideológicos[4].
Se ha renunciado así a la práctica de la deliberación, la justificación argumentativa de las reglas y propósitos que orientan la acción, en favor de la suscripción dogmática del propio ideario. Se abandona así el cuidado del concepto y del lógos, incluso renunciando precisamente a reconocer aquello que hace que ciertas posiciones sean verdaderas y correctas. Lo que se repudia, en suma, es la idea socrática de una “vida examinada”, una idea ético-política medular para la historia de occidente.
Mi tesis es que el llamado “progresismo” es una clase de juicio histórico. Este invoca la idea de “progreso”, concebida como una clave para comprender la transición de una época a otra, de una forma de vida a otra, o de un sistema político o productivo a otro. Influidos por la teología cristiana medieval y por la Ilustración, tendemos a pensar el progreso en términos apocalípticos, es decir, avizorando el triunfo final del Bien o del conocimiento científico sobre el pecado y la superstición. Ambos movimientos sociales y culturales proponen una “doctrina de salvación” -sea esta espiritual o secular- que proclama el acceso a una etapa definitiva de la historia, una era marcada por el logro de la beatitud y de la felicidad. Se trata de la promesa del paraíso en la tierra. El marxismo plantea una variante de esta lectura escatológica de la historia del mundo.
Pero el progreso puede entenderse en términos más amplios. Me refiero en este contexto al examen crítico del tránsito del pasado hacia el presente en ciertas materias específicas, por ejemplo, en el campo de las prácticas y las instituciones políticas, o en el ámbito del reconocimiento de los derechos de las minorías, sean estas sexuales, culturales o de clase social, colectivos otrora excluidos del espacio público o de las actividades laborales. Lo mismo podríamos decir acerca del paso de un sistema económico basado en la planificación estatal en dirección hacia la configuración de una economía de mercado.
Decimos que hay una solución de progreso cuando el tránsito de una etapa de la historia a otra implica la experiencia de un incremento de libertad individual, o la vivencia de alguna clase de esclarecimiento intelectual y de aprendizaje existencial en el afrontamiento de problemas prácticos. También sostenemos que existe progreso allí donde el paso de una situación social a otra constatamos la atención a la dignidad de los individuos o la reducción del daño sobre las personas en cuanto al diseño y la aplicación de políticas públicas. En todos estos casos se invocan expresiones de “crecimiento espiritual” como figuras de progreso. Este modelo de racionalidad histórico-social fundado en las transiciones proviene de la filosofía de G.W.F. Hegel, quien sostenía que la clave del movimiento de la historia universal es la conciencia de la libertad[5].
2.- El “primer rostro” del progresismo y la forja de un consenso ético-político
Desde el registro hegeliano de la libertad -que se concibe como autodeterminación y como autogobierno- es realmente posible discernir tres importantes áreas de progreso, registradas históricamente entre mediados del siglo pasado y lo que va del siglo XXI, al menos en Europa y América[6]. En primer lugar, la afirmación de la democracia liberal, basada en la celosa observancia de los principios del Estado de derecho, el cuidado de las libertades individuales, los mecanismos de representación política, así como el ejercicio de la ciudadanía activa al interior del sistema político y las instituciones de la sociedad civil.
Efectivamente, desde la caída del muro de Berlín, la democracia liberal se ha convertido en el régimen político que, pese a todos sus defectos, pretende conciliar razonablemente las demandas de la libertad individual con las exigencias de la justicia social, conciliación concebida bajo un trasfondo de distribución del poder político. En segundo lugar, la defensa de los derechos humanos, la protección de la vida, la libertad y la propiedad de toda persona. Alrededor de esta idea se ha edificado un sistema global de justicia, sistema que hace posible que individuos denuncien a su Estado si este ha lesionado sus derechos básicos. Se ha forjado así un acuerdo significativo y poderoso sobre el carácter universal, no negociable, de cada uno de estos derechos. Ellos marcan el derrotero de la decisiva lucha contra la discriminación racial, cultural, sexual y de clase. En tercer lugar, tenemos la vigencia de la economía de mercado, la organización de la producción, el consumo y el intercambio comercial con prescindencia de un control gubernamental.
El sistema de la economía se funda en la acción de agentes privados y en la competencia, así como en el ejercicio del libre comercio. Este sistema requiere -como es evidente- de condiciones de equidad e igualdad de oportunidades, así como de un marco legal que garantice las libertades económicas, con el fin de combatir las desigualdades y asegurar pautas de justicia social básica y de calidad de vida para las personas[7]. El enfoque de capacidades de Amartya K. Sen y Martha C. Nussbaum constituye una perspectiva correctiva que contribuye con una aproximación no reductiva al desafío del desarrollo humano en lo económico y social.
Estos tres fenómenos constituyen complejas realizaciones históricas que han transformado nuestro mundo[8]. En un vocabulario hegeliano, podría decirse que son genuinos logros del espíritu, no irreversibles, pero sí irrenunciables desde el prisma mismo de la conciencia de la libertad. En un lenguaje más contemporáneo, podría sindicarse estos logros como la expresión de un consenso democrático-liberal abierto por los sucesos de 1989. Las ideas y prácticas compartidas que giran a su alrededor ponen de manifiesto lo que yo llamaría progresismo I[9]. Los progresistas, en este primer sentido, respaldan este consenso, sus ideas y prácticas constitutivas, y consideran que sus objetivaciones deberían acompañar toda encarnación política razonable, más allá de las sutilezas ideológicas de cada programa partidario. Liberales y socialdemócratas, e incluso socialistas y conservadores moderados habrían de observar atentamente estas tres líneas de acción[10]. A su juicio, el consenso liberal que ha configurado en los últimos años el léxico común de la vida pública debería seguir siendo el marco hermenéutico y normativo del debate social y político.
El progresismo I es, pues, un juicio racional sobre el curso de la historia, no solo una actitud ante nuestras significaciones sociales o frente a algún fragmento de doctrina. Sabemos que es cierto que este consenso ha sido cuestionado por un sector de la opinión pública en numerosos países de Occidente. El fenómeno de la migración y la precarización del trabajo han contribuido a fortalecer el escepticismo frente a la cultura liberal. Las crisis económicas que han comprometido severamente el empleo (la convulsión de 2008, la irrupción del Covid-19, etc.), han robustecido la presencia de posiciones conservadoras en nuestras comunidades, cuyos actores sociales y políticos han aprovechado la reacción de algunos sectores de la clase trabajadora -particularmente en Estados Unidos y en Europa-, que han dirigido la mirada hacia los migrantes y los extranjeros, acusándolos de arrebatarles los puestos de trabajo.
Por supuesto, si esta acusación está justificada o no es otro problema, pero esta discutible suposición se ha instalado en el imaginario de algunas personas de las clases pujantes. De otro lado, las sociedades democráticas y liberales no han conseguido lograr que los migrantes puedan integrarse plenamente a sus países de acogida; en numerosos casos, los migrantes han preferido crear guetos y tomar distancia de los ciudadanos nativos y de las instituciones vigentes. En estas circunstancias han ocurrido crímenes violentos puntuales perpetrados por migrantes, y estos incidentes han abonado el terreno de la estigmatización del extranjero.
El triunfo de la extrema derecha en algunos países europeos y en Estados Unidos se explica por esta situación. Los activistas políticos conservadores han logrado convencer a ciertos grupos sociales empobrecidos y de clase media que la democracia liberal ya no garantiza la seguridad física y económica de sus ciudadanos. Ellos han invocado una “política de reacción” contra el consenso liberal, recogiendo algunas inquietudes legítimas de grupos sociales que no se sienten protegidos por las instituciones democráticas.
La cuestión de la seguridad y el tema de la inestabilidad económica constituyen, por supuesto, problemas cruciales para el debate público, que liberales, socialdemócratas y socialistas han desatendido sistemáticamente en los últimos veinte años. En efecto, las izquierdas han abandonado progresivamente su agenda reformadora, basada en la lucha por los derechos de la clase trabajadora y los sectores medios -una de las dos columnas de sus programas de acción- para dedicarse exclusivamente en la defensa de los derechos de las minorías sexuales y culturales, así como la causa de la protección del medio ambiente (a la sazón, la otra columna de su programa)[11]. Es evidente que estas demandas de reconocimiento y cuidado tienen una profunda significación moral y política, pero no es menos cierto que un sector importante de la opinión pública siente que las izquierdas han abjurado de una de sus preocupaciones sociales esenciales, entregándosela irresponsablemente al conservadurismo más radical.
Los políticos de ultraderecha, por su parte, han sabido capitalizar este malestar, volcando estos sentimientos de temor e inseguridad hacia la construcción de un discurso autoritario, discriminador, xenófobo, e incluso explícitamente violento. En sus versiones más radicales, la extrema derecha se ha nutrido del supremacismo racial y de la visceralidad contra las minorías sexuales que han enarbolado facciones extremistas de la sociedad; los militantes más férreos de la ultraderecha han declarado “enemigos” a los grupos más vulnerables: migrantes, refugiados, colectivos culturales, la comunidad LGTBIQ, etc. Los llamados “nuevos reaccionarios” han recuperado la antigua y absolutamente cuestionable tesis de que la supuesta “justicia natural” es el derecho de los más fuertes.
3.- El “segundo rostro” del progresismo y la ideología conservadora
La construcción del consenso democrático-liberal es el resultado de un complejo proceso histórico-social que implica el ejercicio de la discusión en torno a ideas, pero también el desarrollo de movilizaciones sociales y la presión ciudadana en los espacios públicos. La defensa eficaz de la vigencia de la democracia constitucional, los derechos humanos y la economía de mercado pasa por rememorar (y reformular) de una manera vívida la fuerza persuasiva de los argumentos que sostienen la validez de estos logros del espíritu, así como el poderío ético de las transformaciones estructurales y culturales que los trajeron consigo a nuestra vida común[12].
Es preciso recuperar el relato acerca de cómo vivíamos cuando estos instrumentos y principios normativos no regulaban nuestros arreglos sociales y políticos ni tenían presencia en nuestras interacciones cotidianas. Es necesario recordar cómo se “elevó” nuestra calidad de vida y se incrementaron nuestras oportunidades y libertades sustanciales cuando la democracia, el sistema de derechos y la economía libre se convirtieron en factores estructurantes de la convivencia social y de la modernización de la cultura.
La deliberación práctica es la actividad que consiste en examinar los principios, las reglas, las valoraciones y las situaciones que nos llevan a elegir un curso de acción o una forma de vivir. Ella nos permite, ya en el plano social y político, arribar a consensos con nuestros conciudadanos, o a manifestar disensos, sobre asuntos de interés colectivo. La deliberación nos permite expresar opiniones razonadas sobre diferentes aspectos de la vida común, a movilizarnos en torno a ideas o programas con sentido y a desarrollar formas de vigilancia cívica. Una sociedad democrática se fortalece y se sostiene en el tiempo si sus ciudadanos se reúnen y discuten juntos sobre la marcha de la comunidad, la calidad de las prácticas y de las instituciones.
Esta clase de diálogo requiere del cultivo del falibilismo, la disposición a defender los propios argumentos, admitiendo que siempre existe la posibilidad de que estemos equivocados; de este modo, los argumentos propios y ajenos son susceptibles de revisión y corrección[13]. La deliberación no es, evidentemente, la única actividad política relevante en la cultura liberal, pero es necesario tomar conciencia del importante lugar que ocupa la deliberación entre las prácticas democráticas. La vigencia del consenso liberal del que hablamos necesita del reconocimiento reflexivo de los agentes en el espacio común.
Perdemos muchísimo en la comprensión de nuestra propia época cuando olvidamos la conexión significativa entre los argumentos y los modos de vida con el despliegue de la democracia, el sistema de derechos y la economía libre en nuestro mundo. Ese es sin duda uno de los problemas más sensibles que aquejan a las izquierdas contemporáneas (liberales, socialdemócratas y socialistas). Se ha edificado en las sociedades democráticas una suerte de dogmatismo frente a los principios y valores públicos que constituyen la cultura liberal. A juicio de los defensores del progresismo I, el cuidado de la diversidad es valioso porque a través suyo protegemos la dignidad y la integridad de cada persona y cuidamos las comunidades a las que pertenecen.
En contraste, muchos activistas de izquierda en la actualidad conciben la diversidad como un valor intrínseco[14]. La defensa de la diversidad por ella misma conduce a menudo a ciertos activistas a suponer que no es necesario o que resulta superfluo hacer explícitas las razones que sostienen la protección de la diversidad como tal. El peligro que entraña esta actitud estriba en considerar que toda observación crítica u objeción a la protección de la diversidad deba ser impugnada en virtud de constituir una inaceptable agresión a los individuos (o al propio sistema)[15].
En ciertos círculos, el cultivo de la diversidad se ha tornado una suerte de “sentido común” que sindica todo cuestionamiento de sus cimientos como una ofensa. Aquí nos encontramos con el progresismo II, la “política de la corrección”; resulta claro por qué su visión de las cosas puede debilitar el consenso democrático-liberal del que ha surgido, en la medida en que suele prescindir del aparato crítico que le subyace[16]. Quiero explicar esta tesis con cierto detalle. Que el respeto de las diferencias sexuales y culturales se instale como el núcleo esencial de los hábitos de la mente y del carácter de los ciudadanos de las democracias constituye un signo inequívoco de crecimiento ético-espiritual, esto no está en entredicho, en absoluto.
Debemos defender firmemente el derecho de cada ciudadano a desarrollar su propia identidad y a realizar sus planes de vida en el marco del respeto irrestricto de las leyes. No obstante, revestir esta perspectiva con una actitud dogmática daña gravemente el espíritu mismo de la cultura liberal. Los agentes deben estar dispuestos a resistir a cualquier asedio reaccionario al sistema de derechos recurriendo a argumentos que puedan ser esgrimidos en público y afrontar exitosamente la crítica. Asimismo, los ciudadanos deben reconocer y sopesar las razones que hacen del sistema de derechos un marco ético-político digno del más firme compromiso. La cultura de la cancelación reduce al silencio la rica tradición de argumentación y convicción que nutre y sostiene la democracia liberal como un modo de ser. Esta nociva cultura socava seriamente la cultura de la deliberación.
Suspender el proceso de justificación racional del propio ethos para eliminar al adversario de la faz de la esfera pública es la ruina de cualquier forma de cultura política. De hecho, esta suspensión constituye un mecanismo de disolución (lenta, pero nítida) de la propia esfera pública en cuanto tal. La imposición de la cultura de la cancelación por motivos ideológicos presupone la emergencia de una “nueva ortodoxia”, así como la instalación de un nuevo tribunal de la Santa Inquisición, vale decir, una instancia -incuestionable e incorregible- que vela por la observancia de la “verdad acerca de la condición humana” y la “pureza doctrinal” acerca de las relaciones humanas.
El problema es que esta pretensión viola de facto los principios básicos de la ética pública liberal, una ética de reglas que defiende el derecho de los agentes de plantear las ideas que estime razonables, escudriñarlas en público y asumirlas en el curso de sus vidas siempre y cuando estas no violen derechos fundamentales ni impliquen el uso de la violencia (o hacer apología de la violencia)[17]. Decir que el progresismo II actúa desde los “valores correctos” no contribuye a resolver en absoluto el problema, sino todo lo contrario, pues lo mismo pensaban exactamente los inquisidores españoles del siglo XVI; asimismo, lo mismo piensan hoy los suscriptores del ideario de la ultraderecha antiliberal. La única forma adecuada de demostrar la presunta “corrección” de los propios valores supone participar en el libre intercambio de razones en la esfera pública, poniendo a prueba la validez de la propia posición.
La actitud dogmática -incluso integrista- establece una especie de “aire de familia” entre puntos de vista antitéticos como el progresismo II y el conservadurismo de ultraderechas. En realidad, son las dos caras de una misma moneda, siendo la moneda la cultura de la cancelación por motivos ideológicos. El conservadurismo y el progresismo II se reclaman como expresiones de una “nueva ortodoxia”, y denostan las ideas de su rival, tachándolas de falsas o de sacrílegas. Ambas practican la cancelación del otro y rechazan el ejercicio de la deliberación práctica como clave de la razón pública.
Para el conservadurismo antiliberal como para el progresismo II la lucha política no consiste en persuadir o refutar al adversario, sino en suprimirlo a partir de la diatriba o de la aniquilación mediática. Las redes sociales son un instrumento propicio para realizar esa penosa labor. En plataformas como Tik Tok o You Tube, el algoritmo ofrece al usuario exclusivamente contenidos compatibles con sus puntos de vista habituales. Se aleja al usuario de perspectivas de distinta raíz teórica que lo interpelen y cuestionen, de modo que el discernimiento cívico y la observancia del falibilismo les resultaban extraños y poco pertinentes, en contraste con la prédica y la militancia ideológica, actividades más sencillas para una mente agobiada a causa de una aguda sed de certezas. Se persigue así la convicción antes que la curiosidad intelectual y la autorreflexión.
4.- Más allá de la corrección y de la reacción. Superar la cultura de la cancelación y recuperar la deliberación cívica
4.1. Una defensa rigurosa del progresismo I implica tanto la crítica del conservadurismo y como el cuestionamiento del progresismo II
Es preciso examinar con detenimiento qué puede hacerse para resistir a los efectos nocivos de la polarización ideológica propia de la época de confusión en la que vivimos. La extraña y retorcida “batalla cultural” que hoy pregonan tanto los suscriptores del conservadurismo radical como los apologetas del progresismo II es la expresión directa de la instalación de la cultura de la cancelación en la sociedad contemporánea. Cualquier solución a la crisis que vivimos pasa -en el escenario de la teoría política- por intentar desmantelar, desde la Academia, pero en particular desde el terreno de la práctica ciudadana, la cultura de la cancelación por motivos ideológicos ¿Es esto posible?
Estoy convencido de que sí. Voy a concentrar mi análisis en el terreno de la teoría y la cultura políticas, dejando de momento otra clase de aproximaciones, de corte más estructural o más institucionalista, por ejemplo. Mi punto principal aquí es que el progresismo II constituye una desviación del progresismo I -la vindicación de las tres columnas que sostienen el consenso liberal-, que horada sus cimientos en la medida en que desvincula los valores públicos democráticos del acervo de argumentos y juicios que le sirven de justificación. Este movimiento de desarticulación detona el desplazamiento hacia el “dogmatismo de lo correcto” que caracteriza a la segunda versión del progresismo.
Quien defienda esta posición podría argüir que nuestro énfasis en el debate público se revela estéril en cuanto las razones que podríamos esgrimir sobre un tema complejo contra una concepción conservadora difícilmente podrían persuadir a un interlocutor estrecho de miras. Pensemos, solo por citar solo un caso, en el proyecto del reconocimiento de la unión civil de parejas del mismo sexo. Uno puede admitir que, acaso, ningún argumento podrá convencer a quien se declare absolutamente reacio a siquiera escuchar cualquier alegato en favor de los derechos de los miembros de la comunidad LGTBIQ+. Es cierto, pero uno podría sostener con razón que el genuino propósito de la exposición pública de los argumentos no es producir en este interlocutor cruel e intransigente un cambio de perspectiva -un proceso de metánoia-, sino más bien que el objetivo es poner a disposición de la opinión pública en general estos argumentos, así como producir dicho cambio entre los ciudadanos.
De este modo, los procesos deliberativos en la esfera pública se convierten en una fuente de discusión cívica, así como una oportunidad de un potencial aprendizaje ético y político por parte de los agentes. Es correcto denunciar y cuestionar puntos de vista injustos o lesivos de derechos, pero resulta contraproducente hacerlo soslayando las razones que sostienen y fortalecen el ejercicio mismo de la crítica.
El progresismo II y el conservadurismo son puntos de vista ideológicos que tienen en común el rechazo de la cultura de la deliberación. Consideran que sus posiciones se sitúan más allá del escrutinio racional. Ambos son expresiones de un “nuevo puritanismo” que asegura su solidez doctrinal a través de la estigmatización del adversario y la eventual “cacería de brujas”. En los espacios institucionales en los que detentan algún poder -en pequeña o mayor escala- procuran censurar libros y prometen extirpar idolatrías entre sus enemigos políticos.
Esta funesta actitud nos recuerda la oscura era del macartismo y otras experiencias similares de persecución y violencia por razones de ideología. Pensemos en la desconcertante persecución de la administración de Donald Trump contra la Universidad de Harvard con la esperanza explícita de erradicar el supuesto “wokismo” que -asevera a voces- se cultivaría en sus aulas. Como se sabe, el desprecio por el conocimiento y por la vida del intelecto suelen acompañar sistemáticamente a la práctica de la cultura de la cancelación. El desmontaje institucionalizado del pensamiento crítico constituye un punto ineludible en la hoja de ruta de cualquier forma de integrismo con arraigo político.
Esa actitud lesiona el corazón mismo de las democracias liberales. Sin discernimiento público no existe ciudadanía ni acción política posible. La democracia requiere de procesos y espacios de deliberación cívica; de lo contrario, se dejará el ejercicio de la política en manos de la visceralidad y de la mera confrontación de posiciones. De hecho, ese es el camino que han transitado, y hoy transitan, tanto el progresismo II como el conservadurismo. Uno no cuestiona el progreso que ha manifestado occidente a partir de las políticas de igualdad civil y respeto de las identidades colectivas, el otro solo vislumbra decadencia en la referencia a tales valores públicos, y se remite al estilo de vida de la familia tradicional, la religión y las jerarquías sociales de antaño como correctivos políticos.
La única concesión conservadora a la modernidad consiste en una (a menudo cerrada) defensa del modelo neoliberal y de la innovación tecnológica dirigida hacia el sistema productivo; Curtis Yarvin ha señalado incluso que Estados Unidos tendría que ser guiado por un monarca o por un CEO, y ya no por un gobernante democrático que rinda cuentas a los ciudadanos; según este punto de vista, preservar la salud del capitalismo requiere enfrentar y superar la democracia[18].
De tal manera que los activistas de ambas posiciones ideológicas se aferran a la polarización. Cada cual arenga a los suyos, pero no está dispuesto a encontrar lugares de encuentro para discutir y someter a crítica sus programas de acción frente a otra clase de interlocutores.
El reciente ascenso de la ultraderecha en Europa, en Estados Unidos y en algunos países de América Latina ha puesto de manifiesto la profunda insatisfacción de un sector de la población frente a la democracia liberal. Los líderes conservadores han sabido cosechar réditos políticos en el plexo de un terreno adverso a los liberales, los socialdemócratas y los socialistas. Y se han valido de las emociones más básicas de su electorado. En el imaginario conservador el nativismo, la xenofobia, la exaltación del pasado nacional, el militarismo, el autoritarismo, el elogio de la fuerza, el desprecio por los intelectuales, así como el hostigamiento de universidades destacadas, están a la orden del día. Estados Unidos ha experimentado un violento giro que lo conduce a convertirse en una oligarquía autoritaria, y los partidos europeos de línea conservadora están desarrollando una agenda antiglobalista y antiliberal.
Algunos especialistas han establecido inquietantes paralelos entre el discurso y el comportamiento de la extrema derecha y el surgimiento del fascismo en los años treinta; no pocos estudiosos han recordado la tesis de George L. Mosse acerca del fenómeno de la “brutalización de la política” en aquellos terribles años. Algunos especialistas en la Europa del siglo XX han reconocido la existencia de un cierto “aire de familia” con la situación de hoy[19].
La única manera de superar el nefasto influjo de la cultura de la cancelación en la política -a cuya sombra encontramos tanto al conservadurismo como al progresismo II- implica combatirla precisamente fortaleciendo aquella práctica que ella pretende socavar: la práctica de la deliberación pública. Los ciudadanos podemos reunirnos en los fueros del sistema político y de la sociedad civil para discutir sobre qué cursos de acción tomar en la vida común, cómo exigir cuentas a las autoridades que administran el Estado en nuestro nombre. Podemos, asimismo, evocar y re-crear los argumentos que sostienen nuestros compromisos con la igualdad civil, los derechos humanos y la defensa de los grupos vulnerables de la sociedad.
Sabemos que nuestra preocupación por lo que la ultraderecha llama burlonamente lo “políticamente correcto” es acertada, en la medida en que la conexión con las ideas y con las prácticas políticas que subyacen a estos valores públicos se hagan explícitas, tanto por razones pedagógicas como por motivaciones de persuasión y de responsabilidad moral. Los bienes que proclama el progresismo II solo se sostienen desde la clase de cimentación ética y política que ofrece el horizonte crítico del progresismo I. Necesitamos recuperar el trabajo de la razón práctica colectiva; sobre la base del dogmatismo no es posible edificar una auténtica cultura política liberal.
4.2.- La defensa del consenso democrático-liberal y sus exigencias de justicia. Es preciso recuperar el debate cívico y fortalecer el programa de las izquierdas.
Las redes sociales imponen a los individuos -a fuerza del aporte del algoritmo- que ellos no se confronten con ideas contrarias a las suyas; ellos solo tomarán contacto con puntos de vista afines. No tendrán ocasión de poner a prueba sus posturas políticas a través del contraste con argumentos rivales. Solo tendrán ocasión de reforzar sus posiciones iniciales y su conexión emocional con ellas. La confianza en el trabajo del razonamiento y las evidencias -propio de la ciencia- es cada vez menor. Los políticos conservadores, por su parte, hacen la guerra a las universidades. J.D. Vance ha dicho hace algunos años que “los profesores son el enemigo”, y la feroz política de Trump contra Harvard es una expresión reciente de esa inquietante afirmación[20]. El conocimiento -ya no digamos la sabiduría- ha dejado de ser una guía para el pensamiento y para la acción en la arena política. Ante este tenebroso paisaje, solo queda resistir luchando por la restauración de la cultura de la deliberación.
Pero los grupos que promueven la polarización política sirviéndose de slogans y de la expresión de emociones inarticuladas desestima con desdén la práctica de la deliberación. A su juicio, eso es asunto de intelectuales y no de ciudadanos comunes o de agentes económicos ordinarios. Lo suyo es la composición de teorías conspirativas y la difusión de rumores de alcance político. De acuerdo con la extrema derecha, vivimos en tiempos en los que se está aplicando a pie juntillas la supuesta sugerencia de Antonio Gramsci de que la forma más eficaz de que el comunismo capture de una vez el planeta es hacer la revolución en el plano de las ideas y ya no en el campo de la estructura económica. Para algunos conservadores postmodernos, la amenaza actual contra la denominada “civilización occidental y cristiana” estaría encarnada en el “neomarxismo”, un movimiento mundial supuestamente financiado por ONGs “globalistas”, e impulsado en coordinación con el Foro de Sao Paulo, la Fundación Open Society y otros organismos estratégicos de la izquierda política internacional[21].
Esta suposición absurda no resiste el menor análisis. Pero poco podemos esperar de un escenario en el que los audaces productores de “pensamiento político” son You Tubers y creadores de contenido para las redes sociales digitales. Ellos son los que disertan sobre filosofía, historia y economía en las profundidades del ciberespacio; ellos son los que proclaman algunas de las “batallas culturales” que, a su juicio, sacuden hoy los medios virtuales y que, un día de estos -aseguran-, eliminarán a las “ideologías enemigas” y transformarán radicalmente el mundo.
Debemos dejar atrás esta clase de balbuceos y recuperar el debate cívico. Ejercitar el discernimiento público no es lo mismo que participar en una “guerra cultural”. Una cosa es examinar argumentos prácticos en el espacio común y otra “enfrentar al enemigo” echando mano de reacciones emocionales e intuiciones inarticuladas, intensificadas por la acción del algoritmo. El debate cívico versa sobre la búsqueda del bien colectivo a través del razonamiento, lo que entraña tanto la disposición a contrastar ideas como sentirse parte de un proyecto vital compartido. Quien piensa distinto es un interlocutor de quien puedo aprender o a quien puedo revelar buenas formas de pensar. En contraste, quien solo se propone estigmatizar el desacuerdo no es capaz de tomar distancia de la propia posición para escuchar las razones del otro; para esa clase de intransigencia quien discrepa no es un conciudadano, es simplemente un enemigo al que doblegar por el bien de la “causa”.
Tenemos que devolver la política al terreno del intercambio libre de argumentos. Esa es, por supuesto, solo una forma específica de encarar el problema desde la esfera pública en el registro del Progresismo I, existen otras vías. Es preciso recuperar, asimismo, el programa de la izquierda reformista, su compromiso con denunciar la injusticia socioeconómica y defender la dignidad del trabajo. Con toda razón, Richard Rorty criticaba a la izquierda exclusivamente culturalista que “se toma más en serio el estigma que el capital”[22]. Es necesario superar esa cuestionable unilateralidad y reconocer la relevancia de ambos problemas para el enfoque teórico y el ideario político de las izquierdas. Los liberales, los socialdemócratas y los socialistas deben entender que tanto las políticas de justicia social como las demandas de reconocimiento constituyen exigencias esenciales para reivindicar un pensamiento progresista clarividente. Honrar la propia identidad no puede ser la solitaria motivación de un programa de izquierdas. El compromiso con la calidad de vida de los trabajadores y la redistribución del ingreso constituyen propósitos valiosos para la causa progresista y para la agenda liberal.
Los estigmas y el capital son problemas sumamente relevantes para la izquierda política y deben ser abordados con rigor y sentido crítico. Constituye un error desafortunado creer que uno debe elegir entre los dos asuntos como materia de análisis y motivo de intervención política. Tampoco es razonable presuponer -como hizo el marxismo ortodoxo- que debemos atacar primero los temas “estructurales” y dejar las cuestiones de libertad política “para después”. Esta actitud encierra una penosa “trampa autoritaria” que corroe las bases mismas del ethos democrático[23].
Los dos temas tendrían de ser atendidos en simultáneo. Las patologías sociales derivadas de ambos asuntos constituyen un atentado contra la justicia y socavan los cimientos de una cultura de la libertad. En concreto, tanto las lesiones contra la identidad como la exclusión social y económica contribuyen a llevar vidas inocentes a la ruina moral y material. La aproximación izquierdista a la cuestión de la justicia debe ser ineludiblemente bifocal: ella tiene que explorar críticamente el nivel de las condiciones socioeconómicas y el de la cultura política. El cultivo de una ciudadanía activa implica atender estas dos facetas de la lucha contra la exclusión y la alienación.
El progresismo original -que yo he llamado “progresismo I”- no puede eludir ninguna de las exigencias que entraña tanto la justicia socioeconómica y como el anhelo de recíproco reconocimiento si se propone honrar el consenso democrático-liberal que ha diseñado nuestro mundo ético y político desde hace décadas. Este consenso se ha forjado en torno a la distribución democrática del poder, los derechos humanos y la economía libre.
Solo desde el compromiso reflexivo con los principios y las normas de alcance local y global que vindican los derechos universales de todas las personas será posible proteger la vida, la integridad y la libertad de los grupos más vulnerables de la sociedad. Tenemos que meditar seriamente si estamos dispuestos a ceder nuestras libertades y derechos básicos ante las demandas de “orden y seguridad” que claman hoy los conservadores en diversos lugares de Europa y América. Sospecho que no se trata de una opción razonable. No tiene sentido negociar derechos humanos a cambio de seguridad. Resistir a la seducción de estas controvertidas demandas no solo exige que nos movilicemos como agentes políticos, sino que examinemos y cuestionemos estos alegatos en los fueros de la vida común. Solo podremos defender eficazmente la democracia si ponemos en ejercicio sus prácticas constitutivas en el espacio público.
Referencias
[1] El presente ensayo se basa en mi intervención en un debate con el profesor Eduardo Hernando Nieto en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, el 23 de abril último. El texto es una versión del guion que escribí originalmente para este evento. Agradezco a la especialidad de Ciencia Política de la UPC por la invitación y por la impecable corrección en el desarrollo del debate.
[2] Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
[3] La Kulturkampf aludía originalmente al conflicto entre Bismark y la Iglesia católica -en particular contra la influencia de los jesuitas- en la Alemania decimonónica. Los nazis asociaron la expresión con el desarrollo de su “guerra ideológica” en los años treinta, una de cuyas aristas fue la Kirchenkampf o la lucha doctrinaria por el control de las iglesias.
[4] Debo el término “nuevos puritanismos” a una sugerencia de Alessandro Caviglia.
[5] Cfr. Hegel, G.W.F. Lecciones sobre filosofía de la historia universal Madrid: Alianza Universidad, 1989 Parte I, apartado 2, “La idea de la historia y su realización”.
[6] Cfr. Gamio, Gonzalo “El vuelo del Búho. Apuntes sobre el desarrollo y la crisis del llamado “consenso democrático-liberal” en: Pólemos (abril 2025) https://polemos.pe/20370-2/.
[7] No olvidemos que las socialdemocracias europeas han hecho considerablemente más por los derechos de los trabajadores que los regímenes de la órbita soviética.
[8] Por supuesto, aseverar que se trata de manifestaciones de progreso ético y político no implica desconocer que con frecuencia nuestras sociedades no han estado a la altura para defender con lucidez y entereza moral tales logros, o que incluso se los ha puesto en entredicho explícitamente en la arena pública. Tampoco significa ignorar las expresiones de franco retroceso en estos asuntos –por ejemplo, la renuencia de algunas potencias a suscribir tratados internacionales sobre derechos humanos e incluso cometer crímenes de guerra-. Sin embargo, es preciso decir que, aún bajo estas circunstancias adversas, la democracia liberal, los derechos humanos y la economía de mercado constituyen realizaciones históricas por las que merece la pena luchar como ciudadanos.
[9] He discutido las ideas fundamentales del liberalismo en Gamio, Gonzalo “La actitud liberal” en Pulsión. Psicoanálisis, sociedad y cultura Vol 1 Nº 1 pp. 80-93..
[10] Se puede constatar que los artífices académicos y políticos de este consenso liberal no siempre han estado a la altura de sus exigencias. No obstante, los cimientos de este complejo consenso prácticos ofrecen principios e instrumentos para criticar, y eventualmente corregir, sus desviaciones.
[11] Véase Rorty, Richard Forjar nuestro país Barcelona, Paidós 1999; Fraser, Nancy Fortunas del feminismo. Del capitalismo gestionado por el Estado a la crisis neoliberal Quito, IAEN-Traficantes de sueños 2015.
[12] Véase Walzer, Michael “La izquierda que existe” en: Bossetti, Giancarlo (Comp.) Izquierda punto cero Barcelona, Paidós 1996 pp. 123-30.
[13] Cfr. Menand, Louis El club de los metafísicos Barcelona, Ariel 2016. Véase la Introducción.
[14]He desarrollado las ideas de la izquierda en Gamio, Gonzalo “Dos izquierdas. Apuntes sobre el carácter del pensamiento progresista” en: https://polemos.pe/dos-izquierdas-apuntes-sobre-el-caracter-del-pensamiento-progresista/.
[15]Véase al respecto Gamio, Gonzalo “La cultura de la deliberación” en: La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política Lima, UARM 2022, sección I, capítulo 3.
[16] En Estados Unidos se usa hoy -de un modo despectivo- el término woke para referirse a nuestro progresismo II. Resulta penoso el nuevo uso de esta palabra. Recuérdese que inicialmente se denominaba woke al ciudadano que había “despertado” a los argumentos morales que respaldaban la lucha por los derechos civiles que una vez lideraron Martin Luther King y Malcolm X. Triste destino para un concepto tan interesante.
[17] Shklar, Judith Legalismo. Derecho, moral y juicios politicos Madrid, Clave Intelectual 2021 p. 57.
[18] Revisar la entrevista a Jarvin. https://legrandcontinent.eu/es/2025/01/21/prepararse-para-el-imperio-curtis-yarvin-profeta-de-la-ilustracion-negra/.
[19] Véase Mosse, George L. Soldados caídos. La transformación de la memoria de las guerras mundiales Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza 2016.
[20] Cfr. Lassabe Sheperd, Lauren “'Las universidades son el enemigo': por qué la derecha detesta el campus estadounidense” The Guardian 6 de mayo de 2025 en: https://www.theguardian.com/commentisfree/2025/may/06/maga-republicans-us-universities.
[21] Vease Gamio, Gonzalo “El mito de la Hidra: Reflexiones filosóficas sobre el conservadurismo y el supuesto «complot neomarxista»” publicado en Pólemos (agosto 2020) en: https://polemos.pe/el-mito-de-la-hidra-reflexiones-filosoficas-sobre-el-conservadurismo-y-el-supuesto-complot-neomarxista/.
[22] Rorty, Richard Forjar nuestro país op.cit., p. 72.
[23] Cfr. Gamio, Gonzalo “Filosofía, ciudadanía y acción. Anotaciones preliminares sobre la función pública de la filosofía” en: publicado en Pólemos (septiembre 2024), revísese el apartado 4.1. en: https://polemos.pe/filosofia-ciudadania-y-accion/ .
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