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El “progresismo” en el debate contemporáneo




Desde hace un tiempo algunos conjeturan de que el “progresismo” se encuentra en crisis. Sin embargo, hay un grave error de fondo. Pues el progresismo no es una ideología, ni tampoco una filosofía política. Es una característica de algunas ideologías o, quizás, una actitud cultural. Teniendo este punto de partida, ¿es posible hablar de una “crisis del progresismo”.


Una necesaria reflexión


Detrás de una coyuntura de confusión política late una crisis conceptual. Es decir, una parte importante de las categorías con las cuales hablamos, estudiamos e interpretamos el fenómeno político, son superadas por la complejidad de los procesos factuales de la política. En esa crisis, el significado y uso de los conceptos, que organizan nuestras aproximaciones sobre lo público, van perdiendo su objetivo epistémico, y con ello, su razón de ser fundamental: posibilitar el entendimiento y la compresión de una realidad. 


Así, desde hace un tiempo, ciertos actores sociales conjeturan que el “progresismo” se encuentra en crisis. Sin embargo, no reparan en un error de fondo: el progresismo no es una ideología, ni tampoco una filosofía política. Es una característica de algunas ideologías o, quizás, una actitud cultural de determinadas posturas morales. La incapacidad de distinguir entre un rasgo y un concepto esencial de lo ideológico, lleva a cometer una serie de fallos teóricos y argumentales, que distorsionan nuestras aproximaciones al mundo público. De ahí que es importante elaborar una pequeña reseña histórica del uso pragmático del término “progresismo”.


El progresismo fue una característica esencial de un movimiento intelectual como la ilustración. La creencia en el progreso moral de la humanidad, por medio de la razón y la acción política secular, se constituyó en un rasgo distintivo de los pensadores de Las Luces y de buena parte de los políticos del siglo XVIII. Igualmente, el progresismo, fue un elemento primordial de la filosofía positivista del siglo XIX y parte del XX. Los filósofos positivistas, con matices, desde Comte a Carnap, consideraron que el progreso social de la humanidad sería posible si las ciencias participaban activamente en la mejoría integral de las sociedades. Afirmaron que la misión de la ciencia no se debía limitarse al ámbito del conocimiento natural y social. El saber científico debería ser el eje de la evolución humana, siendo la base de las políticas estatales y de la organización económica. De este modo, la impronta de la Ilustración y del Positivismo ejerció importantes influencias en la conformación doctrinal de las corrientes políticas más relevantes del siglo pasado.


Idolologías modernas como el liberalismo y socialismo poseen evidentes rasgos progresistas, pero que no se quedan en los mismos. El liberalismo, propugna una mejoría ética política del estado de derecho – liberal-, a fin de proteger y defender los derechos naturales de la persona individual. La evolución crítica de las ideas liberales, entroncada en su propia tradición, que va desde Locke hasta Rawls, pasando por Smith, Mill, Popper, Aron, Berlín, etc., se ha desplazado con sus variables en esa dirección. Sin embargo, para el liberalismo, el progreso no es el fin de la visión liberal. El objetivo del liberalismo es garantizar la libertad fundamental – universal-, de cada persona, a fin de que ésta determine – a partir del uso racional de su voluntad-, qué es lo mejor para ella.


Por otro lado, el socialismo enuncia que la humanidad vivirá mejor si se reducen al máximo las desigualdades materiales, por medio de políticas distributivas de la riqueza, llevadas a cabo por el estado, dentro de un régimen de partido único o de participación democrática. Por ello, el progreso no es fin del socialismo. El objetivo socialista es eliminar las condiciones de divergencia económica, que indicen en la pobreza de los trabajadores explotados. Desde Saint Simon hasta Zizek, pasando por Marx, Lenin, Bernstein, Gramsci, Mariátegui etc., el socialismo ha experimentado su propia evolución crítica al igual que el liberalismo, y evidencia -también- diferencias al interior de su tradición intelectual.


En ese sentido, el progresismo es una actitud o característica de ambas ideologías en la medida a que aspiran a que la vida humana puede ser mejor. Pero no es su rasgo esencial, pues ninguna de las dos afirma que su finalidad sea el “progreso por el progreso”.


El deseo “antiprogresista”


¿Qué se quiere afirmar cuando se expresa que existe una “crisis del progresismo”? De pronto, que la confianza o la creencia de querer vivir en un mundo mejor, está sufriendo un serio cuestionamiento por un sector importante de la sociedad. Si este fuera el caso, estaríamos hablando de una crisis de las ideologías o, en última instancia, de una marcada sospecha a las implicancias utópicas de las ideologías. Este sería, más bien, un diagnóstico cultural de fundamento postmoderno.


En efecto, un rasgo de la filosofía postmoderna del siglo pasado fue cuestionar la viabilidad del proyecto ilustrado y positivista. Para pensadores postmodernos, como Lyotard o Vattimo, la modernidad (ilustrada y cientificista) había fracasado, siendo los procesos políticos y económicos del siglo XX los que indicarían tal fiasco. Pero esta no parece ser la posición de los llamados detractores del “progresismo”. Pues detrás de la crítica postmoderna había una elaboración teórica mucho más sutil que una simple reacción “antiprogresista”.


Los autodenominados “críticos” del progresismo consideran que éste es una ideología o una filosofía política que propugna algo tan vago como el progreso. Pero, ¿quién en su sano juicio creería que existe una ideología o pensamiento político denominado “progresismo”? Es decir, que existe un grupo político y de presión pública que propone al progreso por el mismo progreso. Lo cual es imposible y absurdo. Incluso si se defendieran las posiciones más reconocidas del positivismo, se afirmaría que lo que se busca es el progreso de la humanidad, asumiendo que, gracias al uso práctico del conocimiento científico, se reducen las enfermedades, se organiza científicamente la economía política, se alfabetiza a la población de un país y se busca vincular el saber al mundo de la producción y del desarrollo práctico. En este caso, no existe un “progresismo” en sí mismo.


Lo que si puede advertir en el autodenominado “antiprogresismo” es una emoción, bastante primaria, de poca consistencia teórica y conceptual, de oponerse a las posibilidades de mejoría de la vida humana desde la razón práctica deliberativa y desde la ciencia convertida en acción transformadora. En efecto, el “antiprogresismo” de nuestros días, es más una actitud reactiva, antimoderna y antiilustrada, de considerar que los liberalismos y los socialismos, están en contra de la familia, la religión y de las tradiciones consuetudinarias. 


Sin embargo, esta reacción poco consistente, desconoce que gracias a los aportes – limitados, como todo lo humano-, de los liberalismos y de los socialismos, es que podemos defender los derechos individuales y sociales de la persona. A pesar de ser ideologías contrarias, el liberalismo y socialismo nos han legado una serie de valores y principios objetivamente buenos: derecho a la libertad de opinión, a la libertad de pensamiento, a la libertad de creencia; y derecho al trabajo, a la justa remuneración, al descanso laboral y a la salud y educación gratuitas. Que estos derechos y libertades no se cumplan en diversos espacios, no niegan su talante humanista y necesario. Pues como en todo lo humano, el aprendizaje de lo importante y profundo es de largo aliento.


El antiprogresismo como antihumanismo


Sin los aportes restringidos de los liberalismos y de los socialismos, la humanidad se encontraría en condiciones más difíciles de existencia. Cuando uno lee con cuidado y atención, lo que motivó a dos autores fundacionales del liberalismo y del socialismo, como Locke y Saint Simon, fue una clara intensión moral de aportar desde la reflexión a la mejoría de la vida humana. Ya como movimientos políticos, los procesos de las grandes ideologías de la modernidad, fueron contradictorios y ciertamente cuestionables en innumerables momentos. Insistimos, todo lo humano lleva el signo de nuestras limitaciones. Pero también las huellas del aprendizaje por ensayo y error. Sin embargo, en lo mejor de ambos continentes políticos e ideológicos, se aspiraba a una sociedad lo más justa y libre posible.


La reacción antiprogresista, desde su crítica irracional, desconoce intencionadamente que gracias de los logros de la modernidad política y moral, hemos podido cuestionar el derecho divino de las aristocracias, la superioridad de la esfera religiosa sobre la civil, la sumisión entre géneros, la explotación de los trabajadores, la humillación de los oprimidos y la confiscación arbitraria de las libertades y de la propiedad. En suma, esta reacción niega las posibilidades del aprendizaje histórico a partir de los errores del pasado y la posibilidad de enmienda moral. Por ello, el querer reducir el humanismo ilustrado y la modernidad a una palabra, “progresismo”, evidencia una clara actitud antihumanista, pues lo que se propone sin mediación crítica es el retorno a una sociedad estamentaria, de exclusiones y humillaciones legitimadas por la tradición, donde se impone el privilegio de las castas antes que los derechos de las personas. De ahí que ante la actual ola neorreacionaria que hoy en día nos amenaza, es importante retomar los fundamentos de la ilustración y recordar cuánto nos costó el poco de libertad e igualdad que logramos poseer. 

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