El Libertador de Lima
- Gerardo Saravia
- 28 jul
- 5 Min. de lectura

La proclama de San Martín, el centralismo limeño y la guerra que aún no se había ganado.
El 28 de julio de 1821, en la Plaza Mayor de Lima, José de San Martín proclamó la independencia del Perú. Lo hizo erguido, con voz solemne, flanqueado por tropas argentinas y chilenas. Declaró que “el Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”. Los aplausos brotaron entre una población atónita, pero el acto fue, en esencia, un gesto formal en una ciudad tomada sin combate. No hubo una batalla decisiva ni una rendición del poder virreinal. Mientras Lima celebraba, el aparato militar y político del virreinato seguía en pie, atrincherado en la sierra.
Una independencia sin victoria
San Martín había desembarcado en Paracas en septiembre de 1820, al frente de la Expedición Libertadora organizada desde Chile. Su estrategia fue más política que militar: buscó debilitar al régimen virreinal mediante propaganda, negociaciones con sectores criollos y bloqueo naval. La ocupación de Lima fue posible tras el retiro táctico del virrey José de la Serna, luego de un motín que depuso a Pezuela en enero de 1821. No se trató de una conquista, sino de una retirada que dejó a Lima sin autoridad virreinal efectiva.
La proclamación de independencia fue consecuencia de ese vacío de poder, más que de una ruptura nacional. Lima no fue liberada: fue abandonada. San Martín entró sin resistencia y proclamó una libertad aún por asegurar. Mientras tanto, los realistas se reagruparon en el sur andino. Allí, muchas autoridades, élites regionales y la fuerza militar realista seguían leales a la monarquía. La mayor parte del territorio nacional continuaba bajo control español.
El virreinato no había caído
Un año después, en 1822, más de dos tercios del Perú seguían bajo dominio virreinal. Cusco fue declarada la nueva capital del virreinato por La Serna, desde donde se coordinaban las operaciones militares. La aristocracia del sur, temerosa de perder sus privilegios, se mantuvo fiel a la Corona. En estas regiones, el sistema de tributos, levas forzadas y castigos siguió vigente.
Para las comunidades andinas, la proclamación en Lima fue lejana. Patriotas y realistas reclutaron indígenas por la fuerza, sin ofrecerles derechos ni representación. En el Alto Perú, algunos sectores originarios incluso lucharon junto a los realistas, no por lealtad al rey, sino por escepticismo ante una república que no prometía inclusión. El nuevo orden nacía sin pactar con los pueblos del interior.
Protector sin guerra
San Martín permaneció en el Perú aproximadamente un año después de la proclamación de independencia. Desde Lima, asumió el mando como Protector del Perú, un régimen excepcional que concentraba los tres poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y judicial. Bajo su gobierno se abolió la mita, el tributo indígena y se decretó la supresión progresiva de la esclavitud —aunque esta última medida se aplicó de forma limitada y no implicó una abolición total ni inmediata—. También fundó instituciones educativas como la Biblioteca Nacional y promulgó leyes que sentaron las bases de un nuevo orden jurídico. Sin embargo, su autoridad real no se extendía más allá de Lima y parte de la costa central, mientras la sierra y el sur del país continuaban bajo dominio realista o en disputa.
Además, su estilo de gobierno generó críticas entre sectores republicanos. La creación de la Orden del Sol, una condecoración destinada a premiar a quienes habían servido a la causa independentista, fue vista por algunos como el intento de fundar una nueva aristocracia, lo que le valió acusaciones de querer instaurar una nobleza criolla.
Consciente de su debilidad militar, San Martín insistió en una salida diplomática al conflicto: propuso instalar una monarquía constitucional con un príncipe europeo. Consideraba que una figura monárquica liberal brindaría estabilidad a una sociedad jerarquizada y evitaría las guerras civiles ya presentes en otros países emancipados. Pero su proyecto fue inviable: ninguna casa real quiso enviar un príncipe a un territorio en guerra, y entre los criollos limeños aumentaba la desconfianza hacia su liderazgo.
En julio de 1822, San Martín viajó a Guayaquil para reunirse con Simón Bolívar. El contenido del encuentro es materia de debate, pero el resultado fue claro: San Martín se retiró del escenario. Abandonó el Perú en septiembre de ese año, dejando un gobierno débil y un conflicto irresuelto. Su figura, aunque trascendental en la génesis de la independencia, no consolidó ni la victoria militar ni un orden político duradero.
Bolívar y la guerra final
La independencia real se definiría con la llegada de Bolívar en 1823. Tras asumir poderes extraordinarios, reorganizó el ejército patriota con tropas del norte y enfrentó tanto a los realistas como a sectores opositores en Lima. La campaña militar hacia el sur fue dura, prolongada y con recursos limitados.
El 6 de agosto de 1824, en los llanos de Junín, se libró una batalla de caballería decisiva. Pero fue el 9 de diciembre, en Ayacucho, donde Sucre derrotó al ejército virreinal y capturó al virrey La Serna. La capitulación selló la caída definitiva del poder español en Sudamérica. Esta vez, la independencia se logró mediante la guerra.
La república de los de siempre
Afirmar que el Perú fue libre desde 1821 es, como mínimo, impreciso. La élite criolla limeña, que hasta entonces había sido ambigua en su lealtad, aceptó la independencia solo cuando esta se volvió inevitable y funcional a sus intereses. No hubo reformas estructurales: ni redistribución de tierras, ni eliminación efectiva de tributos indígenas, ni ampliación real de la ciudadanía. La república heredó no solo el territorio del virreinato, sino también sus jerarquías y formas de exclusión.
Para la mayoría indígena y campesina, la independencia no trajo derechos sino continuidad. El nuevo orden mantuvo privilegios y estructuras coloniales. El cambio fue formal más que sustancial: mudó el lenguaje del poder, no su lógica.
El mito y la fecha
San Martín es recordado como el Libertador del Perú. Así lo consagran los manuales escolares y las ceremonias oficiales. Pero no ganó batallas en suelo peruano ni construyó un Estado funcional. Su proclamación tuvo un valor simbólico, no estratégico. La independencia se definió más tarde y en otro escenario: en las alturas de Ayacucho, no en los salones de Lima.
La elección del 28 de julio como fecha patria revela el peso del centralismo limeño. Es una fecha decretada desde la capital y para la capital. La memoria oficial privilegió el acto sin combate sobre la guerra real. Se impuso el gesto sobre la gesta.
Cada 28 de julio, el Perú conmemora una independencia que no fue plena. Celebra una palabra dicha desde un balcón, no la sangre derramada en las punas del sur. Una república proclamada antes de ser conquistada. Y aún, inacabada.













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