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El día que me reventaron la sonrisa



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La memoria es un animal que no avisa: parece quieta durante años y, de pronto, te muerde donde más duele. Yo tenía quince y estaba convencido de que la vida era una ruta limpia, recién asfaltada, una pista donde bastaba pedalear para que todo avanzara. Era diciembre de 1987, el colegio había terminado y Lima tenía ese olor a verano que confundía la libertad con la simple posibilidad de no hacer nada. Esa mañana lo tenía todo decidido: saldría en bicicleta con mis amigos rumbo a La Molina, hasta la casa de una compañera de clase que vivía en lo que, para mí, era casi otro país dentro de la misma ciudad. Íbamos a pedalear bajo ese sol brutal que te parte la cara pero también te convence de que estás creciendo.


Lo que no sabíamos —lo que nadie sabía todavía— era que esa misma mañana, mientras nosotros nos poníamos nuestros pantalones cortos y buscábamos cualquier gorro que nos protegiera del sol temprano, un avión Fokker F-27 del club Alianza Lima ya había iniciado el itinerario que lo convertiría en una de las tragedias más recordadas del país. A esa edad, la palabra “tragedia” era apenas un ruido ajeno, algo que ocurría lejos, confinado a la pantalla del noticiero. No tenía idea de que, horas después, ese ruido iba a atravesarlo todo.

Entonces mi padre entró en mi cuarto. No con su rutina habitual ni con el gesto de siempre. Solo cruzó la puerta con una frase que había escuchado en la radio, una frase corta, de esas que te arrancan el aire:


—Hijo… se ha caído el avión del Alianza.


Lo dijo sin temblar, sin pausa, sin dramatismo. Lo dijo como quien sabe que algo irreversible acaba de ocurrir y que no hay manera de retroceder la cinta. Yo no entendí. No pude. O quizá no quise.


Me quedé quieto, sin saber qué hacer, y terminé frente al escritorio de mi padre, donde cada tarde se apilaban los periódicos que traía de la ONG donde trabajaba. Los recibía apenas bajaba del auto, un manojo grueso de diarios de todo el país, y yo era el encargado de llevarlos hasta allí, como si ese gesto formara parte de un pequeño ritual doméstico. Yo no iba al estadio; no tenía con quién ir, mis amigos que les gustaba el fútbol eran mayoritariamente de Universitario. 


Mi vínculo con el Alianza estaba en ese orden silencioso de papel y tinta: me sabía las alineaciones, los rumores, cada detalle chico que aparecía en la sección deportiva. Todos los periódicos los empezaba por atrás, siempre desde la sección deportiva, como si el día realmente comenzara ahí. Todos, menos uno: El Diario, “una necesidad histórica al servicio del pueblo”, como proclamaba su cabecera. Ese sí lo abría desde la portada, pero ese recorrido ya forma parte de otra historia.


El Alianza que venía anunciando un futuro


Para comprender la dimensión del golpe, hay que hacer memoria histórica, de la verdadera, no de esa memoria superficial de efemérides. El Alianza Lima de 1987 era un equipo que había vuelto a encontrarse consigo mismo. Era un plantel joven, eléctrico, con hambre, formado mayormente en el barrio, con jugadores que habían crecido descalzos en las canchas de polvo y que, a fuerza de talento, estaban construyendo una temporada impecable.


Lideraban el Descentralizado.  Jugaban como si por fin hubieran encontrado el punto exacto entre improvisación y disciplina. Tenían un ritmo que no se veía hacía años: toque corto, cambio de ritmo, velocidad por los extremos, irreverencia elegante.


Y el responsable de ese renacer era Marcos Calderón, “El Chueco”.  El técnico más ganador en la historia del fútbol peruano. Un entrenador obsesivo, duro, frontal, que había dirigido a la selección y sabía que ese equipo íntimo podía ser el núcleo del próximo proyecto nacional.


Calderón veía en esos muchachos algo que los demás apenas intuían: un equipo que no solo podía ser campeón, sino que podía cambiar la atmósfera opaca del fútbol peruano. Era un entrenador que llegaba temprano, pedía entrenamientos físicos intensos, repetía movimientos, corregía posiciones, gritaba, discutía, pero también abrazaba. Él los motivaba y los chicos se la creían. 



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Los jugadores que estaban construyendo una revolución íntima


Cada uno tenía una historia. Cada uno sostenía al equipo desde un lugar distinto, desde un origen diferente, desde una precariedad o una esperanza que definía su manera de jugar. Eran los Potrillos de Alianza Lima, esa camada feroz nacida entre La Victoria y Barrios Altos, con la frescura juvenil y la garra de quien patea la pelota como si fuera el último pedazo de pan. Surgieron con fuerza en 1985, cuando ganaron el Metropolitano; en 1986 llevaron al club a disputar la final del Descentralizado; y en 1987 eran punteros absolutos del torneo cuando el Fokker los tragó frente a la costa de Ventanilla.


José Casanova Mendoza, 23 años —nacido el 12 de mayo de 1964 en Barrios Altos, donde vivió hasta los 19—, era el cerebro del equipo, apodado “Pelé” por su versatilidad para jugar como volante o central. Formado en la cantera aliancista desde los doce, debutó en 1982 y pronto destacó por su pase claro y esa capacidad de ver un segundo más que el resto. Reservado y responsable, poco amigo de las palabras, se convirtió sin proponérselo en la referencia silenciosa de los más jóvenes de los Potrillos, el hermano mayor al que todos miraban cuando el partido se volvía oscuro.


Carlos “Pacho” Bustamante no era un nombre escogido al azar para el último suspiro de aquel Alianza Lima. Desde las divisiones menores se lo conocía como un mediocampista de ida y vuelta, un zurdo que entendía el juego más allá del balón: sabía cuándo apurar, cuándo pausar, cómo conectar la idea con la ejecución. En Pucallpa, el 7 de diciembre de 1987, fue él quien desató la euforia blanquiazul con el único gol del partido ante Deportivo Pucallpa, el tanto que puso otra vez a Alianza en la cima del campeonato nacional, un lugar que no ocupaba con tanta claridad desde hacía años. Ese gol, simple en la escritura pero feroz en su significado, alimentó los sueños colectivos de un pueblo entero que se había enamorado de un equipo joven, audaz y heredero de las mejores tradiciones aliancistas.


Luis Escobar Aburto había hecho algo que solo los predestinados consiguen: debutar en el primer equipo de Alianza Lima a los 14 años, en mayo de 1984, cuando todavía parecía un chico demasiado delgado para cargar una camiseta tan pesada. Era un delantero veloz, atrevido, criado en las canchas del Rímac, con más de setenta goles en divisiones menores, actuaciones brillantes en las selecciones Sub-16 y Sub-20, y una convocatoria precoz a la absoluta en 1985. Tenía un gesto que lo delataba antes de cada jugada importante: se sobaba el mentón, como si ordenara sus nervios y midiera el instante. Dejó goles que se contaban como estampas —la chalaca a Acasuzo, los siete que le marcó a Universitario entre torneos y amistosos— y a los dieciocho ya era el Potrillo emblemático, el chico que parecía correr un paso adelante del futuro y que Alianza veía como su próximo gran delantero hasta que el Fokker apagó todo lo que recién comenzaba.


Tomás Lorenzo Farfán, nacido el 10 de agosto de 1961 en Tarma, fue un defensa central recio y rudo que llegó a Alianza Lima en 1979 para ocupar el lugar de Salvador Salguero y terminó convertido en uno de los referentes indiscutibles del club durante la primera mitad de los años ochenta. Con 222 partidos oficiales, su nombre quedó asociado a la solidez: un zaguero firme, de marca dura, cuya presencia daba orden y seguridad a la defensa. En un equipo joven que aún aprendía a respirar en primera, Farfán era el hombre que sostenía la última línea con el rigor del oficio y la lealtad de quien se había ganado su sitio a punta de esfuerzo.


Alfredo Salvador Tomassini Aíta nació en Lima en 1964 y, tras un paso por divisiones menores y clubes como Sporting Cristal, fue fichado por Alianza Lima en agosto de 1987. Debutó con los íntimos el 27 de septiembre de ese año, en un partido contra la Asociación Deportiva San Agustín, y anotó el segundo gol del triunfo 2-0, marcando su primer tanto vistiendo la blanquiazul. Su rol en el equipo era el de delantero —"striker" en su ficha oficial— lo que coincidía con su perfil atlético, potencia ofensiva y capacidad de definición. A pesar de su breve estancia en el club, ese debut goleador le dio un respiro de ilusión: mostraba condiciones, apetito por rendir, y un pie para empujar balones hacia red —una promesa de esperanza ofensiva en un plantel joven que buscaba consolidarse.


William León era uno de los delanteros que integraban esa versión del equipo, un atacante de fuerza y energía que, más allá de las estadísticas concretas, se había ganado la confianza de Marcos Calderón por su entrega y su presencia física en el último tramo de la cancha. A su lado estaba Daniel Reyes, volante polivalente con claridad de juego y presencia en el mediocampo, un hombre que no destacaba por números estridentes sino por su inteligencia para leer el partido y conectar con sus compañeros en los momentos decisivos. En el arco se encontraba José González Ganoza, conocido como “Caíco”, uno de los futbolistas con más trayectoria del plantel y voz de mando bajo los tres palos, un guardián serio y experimentado cuya autoridad inspiraba respeto en una zaga joven y ambiciosa. 


Y detrás, como un tejido vivo de generaciones, estaban los más jóvenes como Gino Peña —defensa con físico y empuje— y Aldo Chamochumbi —un jugador surgido íntegramente de las divisiones menores, con proyección y ganas de comerse el mundo—. Junto a ellos, veteranos y compañeros como Milton Cavero, Johnny Watson, Braulio Tejada, José “Sombra” Mendoza, César Sussoni e Ignacio Garretón completaban la familia blanquiazul: nombres distintos, historias distintas, todos unidos por la misma camiseta y la misma sed de triunfo. Calderón los había ensamblado con paciencia y exigencia, convirtiéndolos en un engranaje que funcionaba con fuerza y precisión. El triunfo en Pucallpa, aquel 1-0 que los dejó líderes del torneo, era más que un resultado: era la confirmación de que el título —por fin— olía a blanquiazul. 


El Fokker F-27 que no regresó


El problema es que el país no estaba a la altura de ese equipo. La Marina de Guerra había puesto a disposición un Fokker F-27 usado, desgastado, con historial de fallas. Era un avión que ya había tenido desperfectos técnicos, que volaba con tripulación incompleta y un mantenimiento que apenas alcanzaba para mantenerlo en pie. Los informes posteriores hablaron de alarmas encendidas, de fallas eléctricas, de lo difícil que era aterrizarlo de noche. Pero en el Perú de Alan García —ese primer gobierno donde las promesas populistas convivían con improvisaciones, deudas ocultas, decisiones apresuradas y un aparato estatal corroído por la urgencia y la burocracia— nada de eso fue impedimento para poner en el aire un avión que no debía volar.


No era un hecho aislado. Un año antes, en junio de 1986, ese mismo gobierno había cargado con una de las peores masacres de la historia del país: el operativo en los penales de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara, donde cientos de presos acusados de pertenecer a Sendero Luminoso fueron ejecutados tras una protesta carcelaria que el Estado respondió con una violencia que desbordó todo límite. Mientras mi cuarto seguía oliendo a ropa recién planchada, el Perú entero se desmoronaba: escándalos de corrupción que salpicaban al círculo íntimo del poder, una inflación que subía como fiebre, un pueblo hundido en el hambre y la miseria. No era solo desorden: era un Estado debilitado, torpe, incapaz de proteger siquiera lo esencial. Ese era el país al que le tocaba garantizar la seguridad de un equipo entero. Ese era el país que falló.


El 8 de diciembre de 1987, en medio del silencio particular de un feriado religioso, el Fokker despegó de Pucallpa con la delegación íntima. Volvían cansados. Volvían felices. Volvían líderes. A pocas millas del Callao se perdió el contacto. El mar de Ventanilla estaba quieto, una quietud que hoy suena a presagio. Algunos vecinos dijeron haber escuchado un ruido seco, como un golpe contra el agua. Otros aseguraron haber visto una luz que se apagó de golpe. La verdad es que nadie supo nada durante horas. Y cuando se supo, era tarde.


Aprendiendo a sufrir


El día no se detuvo con la noticia que me dio mi padre. Hasta entonces, lo más cercano a la muerte eran las historias que leía en los periódicos: las muertes que asediaban la serranía, la miseria convertida en rutina, las violaciones y torturas que desgarraban al país. Todo eso ocurría lejos. Esas noticias alimentaban mi incipiente posicionamiento político adolescente, pero la tragedia nunca había tocado mi esfera íntima. Hasta ese día.


Por eso no abandoné el plan de la bicicleta con mis amigos. Estaba seguro de que el rumor se disiparía, de que el avión aparecería en algún lugar remoto con todos los potrillos vivos. Pero al regresar, mi padre me confirmó lo poco que ya se sabía, y no había nada bueno que contar.


El día siguiente fue interminable. Por la tarde fui a asaltar a mi padre, como siempre, por los periódicos, pero esta vez la ansiedad me devoraba. Me quedé en su escritorio frente a la pila de diarios, con la noticia fatal en todas las portadas.


Los nombres aparecían con una solemnidad que me quebraba: eran las mismas caras que había visto semanas antes en los suplementos deportivos, celebrando goles, declarando con timidez, riendo en los entrenamientos.


Y yo, que leía para poner el mundo en orden, entendí esa mañana que hay cosas que ni la lectura puede reparar. El dolor era una ola larga. Una ola que, aún hoy, no termina de romper del todo.


Los días siguientes: el país en pausa


Hubo búsquedas. Hubo rumores. Hubo cuerpos que aparecieron lentamente, días después, como si el mar los escupiera a regañadientes. Fueron identificados por Alex Berrocal en el estadio Alejandro Villanueva, ante miles de hinchas; velados bajo un llanto colectivo que convertía el césped en un río de lágrimas. Hubo otros que nunca aparecieron, engullidos por las olas de Ventanilla, como si el Pacífico guardara celosamente sus secretos. Alfredo Tomassini —el Tanque Blanco, llegado de Sporting Cristal apenas en agosto de 1987 por expreso pedido de Calderón, debutante goleador ante San Agustín, esa velocidad endiablada por la banda que prometía desequilibrar— se convirtió en el más esquivo: su cadáver jamás surgió. Aquello alimentó leyendas de supervivencia en Murcia o Miami, historias murmuradas y silenciadas por la Marina para tapar vergüenzas.


El piloto Edilberto Hernán Villar Molina, teniente de la Marina, 27 años, único sobreviviente, fue hallado flotando con contusiones leves a las 23:30 —dos horas y media después del impacto registrado a las 20:05 del 8 de diciembre—. En la negrura del mar, viendo luces de helicópteros lejanos, juró haber visto a Tomassini aferrado a un resto del Fokker F-27, vivo tras el choque pero rendido luego al agua fría y a las corrientes. Habría muerto antes de cualquier rescate posible. CORPAC, por un error de radar, buscó en mar abierto mientras el avión yacía a apenas veinte metros de profundidad en la bahía. Los informes posteriores hablaron de fallas técnicas en el tren de aterrizaje, pilotos inexpertos en vuelos nocturnos, ilusión visual del black hole effect, retrasos por la taquilla del partido en Pucallpa y un informe naval secreto del 2006 que reveló negligencias ocultas: avión no óptimo, descontrol en cabina, combustible insuficiente.


La Marina ofreció explicaciones técnicas: vuelo controlado contra el terreno (CFIT), error humano agravado por condiciones adversas. El gobierno de Alan García decretó duelo nacional: tres días de luto oficial, misas en la Catedral, banderas a media asta en todo el país. Los periodistas escribieron —unos con seriedad, rastreando el expediente militar desclasificado años después; otros con amarillismo, alimentando conspiraciones sobre Tomassini exiliado o Villar obligado a callar.


Pero los hinchas sabíamos algo más simple y más brutal: ese equipo no debía morir. Habían trabajado demasiado, potrillos de barrio a punteros invictos con 30 puntos en 14 fechas. Habían crecido demasiado, cargando con nueve años sin títulos, y aun así jugaban como si fueran a romper esa racha de un momento a otro; goles como el de Bustamante en Pucallpa alimentaban la ilusión.


Después del impacto, Alianza Lima quedó desnudo de nombres y certezas. El torneo de 1987 no se detuvo por completo, pero el club tuvo que rearmar su plantilla casi desde cero para poder terminarlo. Siete futbolistas que no habían viajado a Pucallpa —por lesiones, decisiones técnicas o contingencias— se sumaron a un grupo de jóvenes de la cantera para intentar sostener el honor y el escudo en el campo. Junto a ellos, leyendas como Teófilo Cubillas, César Cueto y José “el Patrón” Velásquez, ya retirados, regresaron a vestir la blanquiazul para reforzar un equipo desgarrado. 



La solidaridad también cruzó fronteras. El club chileno Colo-Colo cedió gratuitamente cuatro futbolistas para que Alianza pudiera competir. El arquero José Letelier, el defensa Parcko Quiroz, el volante Francisco Huerta y el delantero René Pinto llegaron desde Santiago para aportar sus piernas y su corazón a una causa que no tenía que ver con puntos ni posiciones, sino con reconstrucción humana y deportiva. 


 Un mes después de la tragedia, los albos incluso viajaron a Lima para disputar un partido amistoso en Matute, donde la hinchada victoriana colgó un lienzo con la leyenda “Un solo corazón” como muestra de agradecimiento y hermandad que perdura hasta hoy. 


El gesto chileno fue más que fútbol: fue la primera señal de que, incluso en medio del dolor, la fraternidad podía reconstruir algo roto. Eso, junto a la presencia de exjugadores retornados, dio pie a que el equipo continuara, que el campeonato siguiera, que los hinchas volvieran a entrar al estadio y que la memoria encontrara razones para no quedarse solo en el llanto. 


La herida que no se cierra


Años después, uno quiere creer que el tiempo cura, pero hay heridas que no cierran nunca; apenas se vuelven cicatrices que arden cuando uno las toca sin querer. Hay recuerdos que pierden el color, pero no la forma. Y cada vez que vuelvo a ese día —mis quince años detenidos, mi padre entrando al cuarto, los periódicos apilados sobre la mesa, mi silencio torpe como un nudo en la garganta— siento que algo de mí quedó atrapado ahí, congelado para siempre.


Los días posteriores me la pasé recortando periódicos como si en esos pedazos de papel pudiera sostener lo que se me estaba desmoronando. Recorté fotos, titulares, crónicas, mínimos detalles: la última alineación, el rostro cansado de Caíco, las listas de desaparecidos, las primeras teorías. Recorté hasta que los dedos me dolían. Años después, un incendio en casa se llevó parte de mis recortes. Se quemaron recuerdos, pero no los que uno cree: se hicieron humo algunos papeles, pero las imágenes que duelen quedaron intactas, pegadas en la memoria como tatuajes.


Así fui descubriendo que mi vida estaba hecha —en parte— de recortes de periódicos. Uno del genocidio en los penales, que me enseñó demasiado pronto la brutalidad del Estado. Otro del Fokker en 1987, que me quitó la inocencia de un solo golpe. Cada recorte con su propio peso, su propio espacio y su propia trayectoria dentro de mí. No necesitaban caja ni álbum; se quedaron por su cuenta, incrustados.


Y a partir de entonces entendí algo que no se enseña: ser aliancista no es un gusto, ni un pasatiempo, ni un color bonito. Ser de Alianza es cargar con una historia que te elige, que sangra pero también ilumina. Es un amor que no es para cobardes. Lo han dicho artistas como Rubén Blades. También gente diversa que reconocen en Alianza esa mezcla de belleza y dolor que solo tienen las cosas verdaderas.


Porque en este club, quien no ha sufrido no es Alianza. Y quien no se ha roto alguna vez, tampoco.


Desde 1987, cada partido es un homenaje silencioso. Cada generación nueva —aunque no lo sepa— juega por ellos también. Cada título viene con un eco que sube desde el fondo del mar, un murmullo que recuerda: “Aquí seguimos”. Ese día me rompieron la sonrisa, y aunque con los años aprendí a construir otra —más cauta, más recelosa, pero igual de orgullosa—, aquella primera nunca se reparó del todo.


Ser de Alianza es eso: querer incluso cuando duele. Seguir incluso cuando el país parece una mala broma. Creer incluso cuando todo invita a rendirse. Ser blanquiazul es un verbo: resistir. Aunque pasen campeonatos sin ganarse, aunque nos tengamos que tragar en silencio y rabia la burla de los rivales.


Y aquí sigo, con la herida abierta, con los recortes que sobrevivieron y con los que se quemaron pero siguen vivos adentro. Con los potrillos que no volvieron y con los que recogieron los pedazos, con ellos, siempre con ellos.


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