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El centro inhabilitado


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Ahora que se ha vuelto a discutir sobre la génesis y significado del término “caviar” como categoría sociopolítica, es bueno recordar que nuestro centro democrático y progresista siempre fue un espectador privilegiado de los procesos sociales que han moldeado nuestra realidad peruana. Nuestro centro intelectual analizó, a través de la sociología, la economía y la antropología, los fenómenos coyunturales que definieron nuestra forma de hacer política.


Sin embargo, nuestro centro también ha sido percibido por muchos como una borrosidad a la hora de encarar la realidad más allá del texto. Y no necesariamente por la culpa de la agresiva “batalla cultural” que inició la derecha. También por la falta de autocrítica y acción.

Por mucho tiempo, desde la seguridad de la academia, nuestro centro “caviar” ha escrito libros y libros sin mancharse los zapatos, y algunas veces sin una postura confrontacional contra las fuerzas represoras que tan bien describe en sus artículos y ensayos.


Tal vez lo hizo con más decisión durante el fin de la década de la dictadura fujimorista, pero ya no más. No le pedimos a nuestro centro un acto de rebeldía, un alarde de heroicidad, lanzar piedras o una bomba molotov a la policía; lo que se esperaba era que deje la patente del agua tibia cuando las papas quemaban. Y es que era necesario que nuestro centro se desprendiera de su flácida naturaleza de eterno veedor y moralizador. Ahora que por fin intenta hacerlo, hay poco que rescatar del descalabro general.


Pero quizá el problema fue las expectativas, lo que muchos esperaban de ese centro alguna vez activo. Como cuando alentaba las multitudinarias marchas en contra de las repartijas del Congreso a la hora de elegir un Tribunal Constitucional, cuando se le otorgó un indulto bamba al exdictador Alberto Fujimori o cuando las leyes laborales atentaban contra la juventud. Hoy, ese centro, que alguna vez se erigió como la antorcha del sentido común, la esperanza y la sensatez entre lo tecnocrático y lo humano, está desperdigado en las seguras colinas del análisis político y las entrevistas en medios.


Ese centro etéreo ha sido sobrepasado, al igual que la derecha verdaderamente liberal y la izquierda con sentido común, por los extremismos más variopintos. Ahora todos podemos ser una banda de zombies con redes sociales o una secta terraplanista política.  


Para algunos el hecho de que nuestro centro democrático haya egresado básicamente de determinadas universidades puede ser una explicación al fenómeno. Hay universidades con privilegios que son excelentes para leer y discutir el Perú como problema, pero nunca para participar de él. Y de esas universidades muchas veces egresaban los futuros ministros que, por supuesto, no sabían qué hacer cuando las calles olían a llanta quemada.


Y muchos se preguntarán, ¿cuál es el rol de los intelectuales en épocas de desmantelamiento de la democracia?


El 25 de marzo de 1977 desapareció en Buenos Aires, Argentina, el periodista y escritor Rodolfo Walsh. “Desapareció” es –por supuesto– un eufemismo para “lo asesinó la dictadura”. Walsh era de esos intelectuales que no toleraba la tibieza de sus colegas. Y no era de centro. No podía serlo, luego de haberse adherido a la revolución cubana como propagandista y de haber participado en la guerrilla de corte peronista “Montoneros”. Pero sí era un intelectual e investigador en toda regla. Era un escritor, primero de nota roja, de hechos reales novelizados y luego de ficción. Pero lo que le ganó la sentencia de muerte a los 50 años fue su famosa y demoledora “Carta abierta de un escritor a la Junta militar”, dedicada a la dictadura cívico-militar de su país.


El documento denunciaba en decisivos términos la censura a la prensa, la persecución a intelectuales, la ilegitimidad de la Junta, los miles de muertos, presos y desaparecidos, la tortura como método oficial, las masacres, la recesión económica, etc. Al día siguiente de empezar a enviar su carta, fue emboscado en la calle y se batió a tiros con paramilitares que lo llevaron herido en un auto.


¿A qué viene esta reseña? Quizá solo sea un guiño grandilocuente al papel del intelectual en épocas represivas.


Por ahí también surge la pregunta de por qué mucha gente percibió al carismático expresidente uruguayo Pepe Mujica como de “centro moderado” cuando en su juventud participó en la guerrilla de los Tupamaros.


Es cierto que en Perú no vivimos una dictadura militar, pero tampoco vivimos en una democracia. Hace poco se aprobó la infame ley de amnistía para militares y policías con denuncias, juicios y sentencias por delitos cometidos durante el conflicto interno entre 1980 y 2000. Y cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una resolución donde requería al Estado peruano que suspendiese inmediatamente el trámite de la misma, la presidenta Dina Boluarte (con 50 muertos a cuestas) salió a defender la ley y a rechazar la potestad de la Corte. Y nadie salió a las calles a protestar contra el Congreso ni contra Boluarte, y los diarios no titularon: “Renuncie, presidenta”.


No buscamos Rodolfos Walshs que se inmolen o carismáticos Pepe Mujicas con pasado guerrillero; pero sí intelectuales que puedan encabezar una propuesta de rebeldía cuando es necesario, y que sientan que esta también es su pelea y no solo un tema para su tesis doctoral. De analistas estamos saturados. El observador se puede convertir en estatua de sal a la larga.


No está mal ser un caviar, tampoco ser un activista, tampoco es un pecado ser de derecha y tener preocupaciones sociales, y tampoco es una traición ser de izquierda y denunciar a Nicaragua y Venezuela. Quizá el principal problema es creer que el diagnóstico es la cura. El diagnóstico siempre será el diagnóstico, pero la cura siempre será la acción.

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