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Cómo los multimillonarios planean volverse inmortales


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Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha soñado con burlar al tiempo. Pero lo que antes pertenecía al ámbito de la mitología — fuentes de la juventud, pócimas milagrosas, elixir eterno — hoy encuentra conversos no en sacerdotes o alquimistas, sino en laboratorios, consorcios de biotecnología y círculos de poder. Lo extraordinario ya no es solo que se hable de inmortalidad, sino que algunos ya la traten como un problema técnico resoluble.


Hace poco, figuras de influencias políticas globales, como Xi Jinping o Vladimir Putin, fueron captadas recientemente “susurrando” estrategias para conservar la juventud. Esa visión no es aislada: representa una ideología emergente que ubica el envejecimiento como una falla del sistema que debe corregirse.


De experimentos antiguos a la biotecnología moderna


La idea de reimplantar tejidos, órganos o fluidos “jóvenes” a un cuerpo que envejece no es nueva. En el siglo XIX el fisiólogo Charles-Édouard Brown-Séquard ya experimentaba con extractos de órganos animales en humanos, afirmando que recobraba energía (aunque las evidencias eran débiles). The Guardian En el siglo XX, Serge Voronoff intentó trasplantes de testículos de primates en algunos humanos, una práctica que luego quedó desacreditada. 

Lo que ha cambiado en el siglo XXI no es la fascinación por el rejuvenecimiento, sino el arsenal tecnológico: edición genética, terapias celulares, reprogramación epigenética, inteligencia artificial y, en ocasiones, ambición sin escrúpulos.


Un ejemplo citado es el caso de Ambrosia Health, una clínica privada que ofrecía transfusiones de plasma de donantes jóvenes a adultos mayores por tarifas exorbitantes. El respaldo científico era débil, y la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de EE. UU. advirtió que muchas personas estaban siendo “presa de actores inescrupulosos” que promovían estos tratamientos como si fueran curas milagrosas.


Pero los ecos no se quedan allí: algunos empresarios tecnológicos de alto perfil han puesto sus recursos personales detrás de protocolos biológicos agresivos. Bryan Johnson, por ejemplo, ha seguido un régimen cerrado de suplementos, dietas y tratamientos con la esperanza de “retroceder” su edad biológica: durante un año su cuerpo habría envejecido solo 277 días por cada 365 convencionales, según sus pruebas.


El concepto de “velocidad de escape” del envejecimiento


Una noción recurrente entre estos innovadores es la idea de la longevity escape velocity (velocidad de escape de la longevidad): si los avances médicos mejoran lo suficiente, podrían “ganarle al reloj”: cada año de vida traería más de un año de tiempo útil adicional. Así, uno ya no estaría envejeciendo “más rápido de lo que se repone” el daño biológico. Este concepto lo acuñó el gerontólogo Aubrey de Grey en 2004.


Pero esta lógica requiere una apuesta peligrosa: que la innovación médica progrese y supere, constantemente, todos los problemas nuevos que surjan a medida que envejecemos. Es una carrera contra la complejidad biológica.


Un futurista famoso, Ray Kurzweil, ha pronosticado que esta velocidad de escape podría alcanzarse para 2029, de manera que la humanidad “volvería atrás en el tiempo” en términos biológicos. Pero esas predicciones, aunque llamativas, son objeto de escepticismo en la comunidad científica.


Reprogramación celular y “reinicio epigenético”


Uno de los campos más prometedores —y controvertidos— es el de la reprogramación celular parcial. Científicos del Salk Institute han experimentado con virus que activan genes “Yamanaka factors” en animales envejecidos: en algunos casos, lograron que tejidos antiguos presentaran firmas más jóvenes, aunque con riesgos de proliferación descontrolada o cáncer, según The Washington Post.


Estas técnicas intentan revertir el reloj epigenético de las células sin reprogramarlas por completo (lo que las convertiría de nuevo en células madre, con riesgo oncogénico). Pero hasta ahora, ningún organismo ha demostrado vivir mucho más que lo esperado. El reto es aplicar esas estrategias de forma segura en humanos.


Empresas emergentes y capital multimillonario


En el ecosistema de startups “longevistas”, algunas reciben respaldo millonario. Una de las más prominentes es Altos Labs, fundada en 2022 con un financiamiento inicial estimado en 3 mil millones de dólares, respaldada por figuras del ala tecnológica. Su línea de investigación apunta a revertir el envejecimiento celular mediante el “rejuvenecimiento” profundo.


También existen otras compañías como NewLimit o Retro Biosciences, que buscan modular rutas metabólicas o epigenéticas para retardar enfermedades del envejecimiento (como Alzheimer). No obstante, el envejecimiento aún no se reconoce oficialmente como una enfermedad en muchos marcos regulatorios, lo que dificulta la aplicación clínica de tales terapias.


El poder político de la biotecnología


Lo más inquietante no es solo que los poderosos deseen vivir más, sino que utilizan su influencia para moldear el ecosistema regulatorio a su favor. Según The Guardian, en EE. UU. el gobierno bajo Trump ha diluido la supervisión de la FDA y ha reorientado recursos desde programas de salud para personas mayores hacia tecnologías experimentales. Contemporáneamente, se ha reportado que en Rusia, Vladimir Putin ha impulsado un incremento presupuestario para programas de longevidad, con el argumento de que la biotecnología podría permitir “vivir cada vez más joven e incluso lograr la inmortalidad, según  The Moscow Times. 


En paralelo, su ministro de Salud ha solicitado propuestas para proyectos de bioregeneración, impresión de órganos o modificación del sistema inmune.  Este entrecruzamiento entre ciencia, riqueza y gobernanza plantea interrogantes profundos: ¿quién podrá permitirse estas terapias? ¿Se concentrará la longevidad en la élite? ¿Qué efectos sociales y éticos surgirán de esas inequidades?


¿Un límite biológico a la vida humana?


Aunque vivimos más longevos que nunca gracias a mejoras en sanidad, alimentación y control de enfermedades, no hay consenso sobre si existe un límite biológico al ser humano. Las estadísticas muestran que desde 1997, la persona más longeva registrada sigue siendo Jeanne Calment, que vivió hasta 122 años. Algunos estudios sostienen que la mortalidad tiende a estabilizarse en edades extremas, lo que sugiere que aunque la expectativa media crezca, el pico extremo podría estar cercano. Según la ley de Gompertz, la tasa de muerte crece exponencialmente pasada la madurez, lo que apunta a que en gran escala la mortalidad sigue escalando incluso después de los 100 años. 


Otros investigadores, como los citados en Popular Mechanics, defienden que no hemos alcanzado ese “techo”: los límites podrían seguir elevándose con avances médicos. 


Cada intervención que modifica el funcionamiento celular entraña riesgos: mutaciones, cáncer, desregulación del metabolismo, respuestas inmunes no previstas. Eso es especialmente crítico cuando se juegan las apuestas con células reprogramadas o agentes virales que activan rutas de regeneración.


Además, hay muchos procesos del envejecimiento que todavía no se entienden por completo. Como advierte el Nobel Venki Ramakrishnan, aunque la ciencia del envejecimiento ha avanzado enormemente, aún desconocemos muchas de las “causas últimas” de la muerte, y no basta ver la biología como un conjunto de fallas a reparar. 


¿Quién se beneficiará realmente?


Un peligro latente es que estas tecnologías acentúen las desigualdades. Solo quienes posean recursos excepcionales podrán acceder a tratamientos de punta, mientras el resto de la población enfrentará las limitaciones del envejecimiento “ordinario”.


El riesgo es crear una especie de biotecnocracia de longevidad: “sobrevivientes” con acceso a mejoras perpetuas vs. masa con mortalidad tradicional. En el diálogo entre riqueza, política y salud, la inmortalidad deja de ser un simple anhelo individual y se convierte en un problema de justicia social.

¿Estamos cerca de vivir para siempre?


La respuesta más honesta es: no lo sabemos. Muchas de las apuestas actuales siguen siendo hipótesis, modelos en organismos simples (ratones, células) y promesas de startups. La factibilidad de extender significativamente la vida humana —y con calidad— sigue en estudio.


Sin embargo, hay elementos que generan optimismo con cautela:


  • La reprogramación celular parcial ha mostrado que ciertos tejidos pueden “volver atrás” su edad biológica, aunque no se ha extendido la vida global del organismo. 

  • La inversión privada en longevidad ha crecido exponencialmente en los últimos años: capitales de riesgo, donaciones filantrópicas y redes de ultra-ricos han convertido la longevidad en un mercado estratégico.

  • Algunas drogas existentes (como metformina, rapamicina o moduladores metabólicos) se exploran no como curas milagrosas, sino como agentes que podrían retrasar enfermedades del envejecimiento.

  • Mientras tanto, figuras como Ramakrishnan instan a entender el envejecimiento como una frontera científica legítima, no solo ciencia ficción.


Pero “más años de vida” no equivale automáticamente a “vida plena”. La meta de muchos científicos es extender el health span — es decir, los años saludables — más que alcanzar una inmortalidad absoluta.


El impulso humano por prolongar la vida inevitablemente toca cuestiones profundas: ¿qué significa morir? ¿Qué valor tiene el límite de una vida humana? ¿Quién decide quién puede vivir más?


Tal como se advierte en The Guardian, los promotores de la inmortalidad tienden a concebir el envejecimiento como un fallo técnico que debe corregirse: “ageing is a technical problem that can, and will, be fixed.” Pero esa metáfora mecanicista puede convertir a seres humanos en sistemas que optimizar, olvidar la complejidad del vivir, la finitud, la dignidad del morir.


Ese discurso tiene un atractivo seductor: si es un problema técnico, entonces alguien lo resolverá, y algunos ya están apostando su fortuna y su poder en esa promesa. Pero mientras las fronteras de la biología se exploran, conviene mantener el foco: extender años no es el fin en sí mismo, si esos años están corroídos por enfermedad, desigualdad o alienación.


Hoy la inmortalidad sigue siendo una frontera científica y filosófica en construcción. Un experimento antropológico que nos dice tanto del futuro de la biotecnología como de los deseos humanos que la impulsan.


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