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Crisis y resistencia en el Primero de Mayo




Un nuevo Primero de Mayo es buen momento para apuntar algunas ideas sobre el mundo del trabajo. Es inevitable partir de constatar que la clase trabajadora atraviesa una profunda crisis que no ha sido suficientemente abordada desde el debate público ni desde las agendas políticas dominantes. Las miradas economicistas y juridicistas se preocupan del empleo (y no tanto de los trabajadores) por su condición de formalidad o de productividad. De allí terminamos con las habituales recetas de mayor flexibilidad, es decir, mayor desprotección como incentivo para formalizar trabajadores.


Por ese camino, a más de tres años de la pandemia, los indicadores del empleo no solo no muestran signos de recuperación sostenida, sino que evidencian un deterioro estructural que agrava las condiciones previas al 2020. La informalidad ha alcanzado niveles históricos —superando según algunos analistas, el 70% de la población económicamente activa— y se ha consolidado como un fenómeno estructural que cumple una doble función contradictoria: disimula el desempleo a través del autoempleo y del empleo precario, pero, al mismo tiempo, impide la generación de empleo formal y decente.


En efecto, ese ambiguo concepto de informalidad laboral actúa tanto como un piso de contención frente a la desocupación masiva y como un techo que obstaculiza cualquier proceso real de mejoramiento de las condiciones laborales. No se trata simplemente de una falla del mercado, sino de un resultado funcional para un modelo económico basado en la sobreexplotación de fuerza de trabajo barata, maleable y desorganizada. Esta configuración beneficia al capital, que accede a fuerza de trabajo sin derechos y con bajos costos laborales, y a un Estado que se ha mostrado históricamente cómplice —cuando no directamente promotor— de este esquema a través de la flexibilización laboral, la tercerización y la desprotección sindical.


Al poder político y empresarial le resulta más cómodo hablar de “informalidad” antes que de “precariedad”. Y la precariedad laboral -sueldos miserables y condiciones indignas de trabajo- precede a una transformación más silenciosa, pero igualmente profunda: el debilitamiento de los lazos sociales y de los valores colectivos que históricamente alimentaron las identidades de clase y las formas de organización solidaria.


El neoliberalismo como lo señalan David Harvey, Wendy Brown o Nancy Fraser entre otros, no solo ha desmantelado derechos, sino también imaginarios: ha promovido una subjetividad centrada en la competencia individual, en la autosuperación meritocrática y en la despolitización de la vida cotidiana. En ese contexto, la figura del trabajador colectivo se desvanece y da paso a una fragmentación del sujeto laboral, cada vez más solitario, desprotegido y, en muchos casos, resignado. De aquí salen algunas cuerdas que nos llevan tanto a la crisis política casi permanente que vivimos, como a la situación de inseguridad ciudadana. Una sociedad con altos niveles de incertidumbre, será inestable políticamente e insegura socialmente. 


Este deterioro estructural ha golpeado duramente al sindicalismo peruano, y en particular al sindicalismo de orientación clasista. Y aquí empezamos a proponer ideas en debate. El clasismo aunque fue en otro tiempo una fuerza política y social de mucha influencia —protagonista de luchas emblemáticas por la democratización del país— hoy atraviesa una crisis que no puede ser reducida únicamente al contexto adverso. Es cierto que el poder del capital, la ofensiva neoliberal y la complicidad estatal explican en parte su debilitamiento, pero los sindicalismos chilenos, argentinos, uruguayos para mencionar sólo algunos, sufrieron dictaduras, represión y fuertes políticas neoliberales sin embargo lograron recuperarse y renovarse en el proceso. El sindicalismo peruano no lo logró y hay causas internas que no pueden soslayarse.


El sindicalismo clasista peruano ha sido incapaz de renovarse. Se ha desligado del sujeto laboral concreto, anclándose en un discurso ideológico identitario que ya no interpela a nuevas generaciones despolitizadas de trabajadores. Ha perdido legitimidad en sectores claves como los trabajadores jóvenes o las trabajadoras mujeres y en los trabajadores de las regiones. El ex presidente Castillo por ejemplo provenía de un sindicalismo regional visto como marginal desde Lima.


En muchos casos, persiste una cultura organizativa jerárquica, patriarcal y centralista que ahuyenta a los jóvenes, excluye a las mujeres y desconoce las dinámicas del trabajo en regiones fuera de Lima. Frente a un mundo del trabajo que se transforma velozmente, las organizaciones sindicales más grandes se han convertido, en más de una ocasión, en una burocracia ensimismada, incapaz de leer las nuevas configuraciones del conflicto social. Y por eso podemos hablar de una crisis de dirección política en la estructura del sindicalismo peruano.


Al mismo tiempo, las organizaciones sindicales configuran diferentes arreglos identitarios con muy diversas prácticas: algunos son más confrontacionales, otros optan por la negociación; algunos son más inclusivos y otros corporativos; algunos se mueven bien en Lima y otros la ven con recelo. De esta manera tenemos la característica más llamativa del sindicalismo peruano: se define como clasista pero cada organización lo práctica de una manera diferente.


No obstante, la lucha laboral persiste. A veces subordinada, otras veces derrotada, pero también con momentos de afirmación y victoria. Desde huelgas sectoriales hasta paros regionales, desde sindicatos jóvenes en supermercados hasta organizaciones de trabajadores informales que se autoorganizan, la clase trabajadora se organiza y reorganiza de manera constante. No es un camino lineal y muy poco está garantizado, pero sigue buscando formas de resistir, de defender derechos y de construir comunidad en el trabajo. Como lo ha demostrado la historia del Perú y del mundo, la clase trabajadora no desaparece: se reorganiza, reaparece, aprende, acumula experiencias y reconfigura sus formas de lucha.


Este Primero de Mayo encentra a los trabajadores organizados en una seria crisis. No es una simple coyuntura: es el resultado de un modelo de desarrollo profundamente desigual que se sostiene sobre la explotación y la exclusión. Frente a ello, el sindicalismo tiene el desafío de reinventarse o resignarse a la intrascendencia como actor histórico.


Ahora, estoy cada vez más seguro, que esa reinvención no vendrá solo desde arriba, sino desde los márgenes, desde las nuevas experiencias que están en marcha, aunque aún no logren articularse en una alternativa política de clase. La tarea, hoy más que nunca, es pensar esa articulación: un proyecto sindical que reconozca la diversidad del trabajo, que recupere los vínculos colectivos y que sea capaz de disputar el poder no solo en el centro laboral, sino también en la sociedad. Porque mientras haya explotación, habrá lucha. Y mientras haya lucha, habrá esperanza.

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