Confrontación sin fin: la política peruana en la era de la ira
- Mauricio Saravia
- 2 ago
- 8 Min. de lectura

Hacer política en el Perú ya no es sinónimo de negociar por el bien común ni de construir proyectos colectivos; se ha convertido en un espectáculo de promesas vacías y confrontaciones calculadas, donde el poder se acumula a costa de la confianza ciudadana. Rafael López Aliaga, con sus trenes donados sin planificación y un discurso que culpa a “caviares” y gobiernos por sus propios fracasos, encarna esta nueva realidad: una política que prioriza la atención mediática sobre los resultados, amplificada por redes sociales y alimentada por la polarización.
En un país donde las instituciones se desmoronan y el Congreso coquetea con el crimen, esta dinámica amenaza con convertir las elecciones de 2026 en un campo de batalla donde las ideas cedan ante la violencia discursiva y el oportunismo.
La política del espectáculo: promesas sin sustento
Rafael López Aliaga, como candidato a la alcaldía de Lima prometió, entre otras cosas: adquisición de 10,000 motos para la PNP y serenos; crear un sistema de reservistas de las FFAA que apoyaran la lucha contra la delincuencia; eliminación del mercado negro de celulares, en lo que se refiere a seguridad. En transporte ofreció mejorar el Metropolitano, vía expresa aérea sur, teleféricos urbanos, construcción de estaciones de tren y la priorización de transporte público y ciclovías. Ya no seguiremos enumerando las obras relacionadas con pobreza, medioambiente y salud.
Solo con lo que hemos escrito mencionaremos que básicamente, López Aliaga nos ha engañado de manera flagrante. Ninguna de sus promesas puede exhibirlas con el rótulo de “cumplidas”. Muchas de ellas ni siquiera han empezado. Por el contrario, lo que hace es traer unos trenes, a través de una dudosa donación, sin un solo estudio técnico, sin una sola mención sobre la idoneidad y sin un mínimo de coordinación con el gobierno central.
Es decir que el principal logro que se atribuye y que creo que va a ser considerado como una buena medida por la mayoría de los limeños, ni siquiera era parte de un plan o de un programa. Simplemente se le “ocurrió” y generó algo muy preciado en la política hoy: centrar el debate. Que se hable de él. Desde luego, buscando la confrontación directa con los opositores, los caviares que se oponen al bienestar de la mayoría o el gobierno “acuñista”.
No parece ser un hecho espontáneo. Más bien se asoma la sensación de que es una estrategia que busca posicionarlo como el principal candidato a las elecciones presidenciales del 2026. No importa si los trenes pueden operar, si hay las condiciones mínimas, nadie sabe cuánto costaría el pasaje y, peor aún, ni siquiera existe un cálculo realista de qué demanda atenderá. Los trenes ya están acá y, en su discurso, si no están operativos es culpa del gobierno, los caviares y cualquiera que esté algo en desacuerdo.
Confrontación como estrategia: el enemigo omnipresente
¿Por qué parece ser una estrategia calculada? Porque apunta a generar la idea de que se ataca uno de los principales problemas que la capital del Perú tiene y es el transporte público, que se relaciona directamente con la calidad de vida de la gente. Porque además ejecuta, una palabra extraña en el Perú burocrático e insensible. Trajo los trenes que no ofreció, están bien guardaditos y allí se quedarán, pero los trajo y los “otros” no dejan que funcionen.
Para quien no ha hecho nada por mejorar el sistema público actual, jugar a los trencitos le resulta bastante mejor que pensar algo más sistémico relacionado al transporte. Pero también porque tangibiliza al “enemigo”, aquel opositor al que busca destruir solo con un discurso digno de una pandilla. El enemigo es indispensable para que se pueda generar un discurso de buenos versus malos, el recurso más viejo de cualquier narrativa. El bien combatiendo el mal, que está personificado en los que no quieren los trenes. Pragmatismo sobre proyecto. Gana la “eficacia”, aunque esos trenes no los va a ver funcionar en mucho tiempo.
En el Perú, hoy, esa es la forma de hacer política. El ejercicio del poder no responde a ideología ni a ejes programáticos. Se centra más bien en acumularlo y demoler a los opositores, sin dejar alguno bien parado. La política no es el escenario de la negociación, como solíamos entenderlo antes. Hoy es el de la confrontación. Muchas veces sin pudor. Ni hablar de la ética.
2026: ¿Una guerra santa en las urnas?
Detrás del ejemplo de López Aliaga hay muchas características que estaban allí, madurando lentamente y que nunca fuimos capaces de verlas florecer. Esas son las que marcarán el proceso electoral que se viene el 2026, que para muchos va a ser el más cruento y violento que hayamos tenido.
Lo primero que hay que decir es que el plan, programa o ruta que se ofrezca será lo menos importante. Lo vemos con López Aliaga, pero también con Castillo y peor con Boluarte. No existe, es letra muerta, y a nadie le interesa el fin que persiga o el modelo que proponga. Lo que vamos a tener como eje central de las campañas son propuestas inconexas, la mayoría irrealizables, que -como viñeta de Quino- nos va a hacer aplaudir rabiosamente al que la diga con convicción. El pensar el país es una cojudez, lo que vale es como conseguir el voto. Lo programático murió hace bastante tiempo. El que proponga las oraciones suficientes en un discurso para empatizar con 20% de la población gana. No importa lo que diga. Al tercer día en el cargo ya será letra muerta. Siempre y cuando sepa escoger a sus enemigos.
El universo que centrará las discusiones sobre política tendrá límites de tiempo y de caracteres. Estará en las redes sociales. Los medios tradicionales en crisis hace buen tiempo ni siquiera hoy tienen capacidad de rebote. Las estrellas que guiarán la opinión en las elecciones serán streamers. El TikTok y el Youtube serán las pantallas para nuclear la información que requiramos. El problema es que las redes son cajas de resonancia. Los algoritmos y nuestras preferencias son sesgados. Hacia quienes piensan como nosotros y de milagro nos dan las respuestas a lo que queríamos preguntar, antes incluso, o se asientan en lo que ya sabemos. Le dan sentido a nuestros significados y ocultamos lo que no es como nosotros. Por eso son redes y no medios en sí mismos. Lo que pase en las redes es lo que tendrá rebote y generará discusión en las mesas y paraderos. La tropa de influencers al servicio de candidaturas será garantía de nada bueno.
3.
La eficacia será un eje clave, más que la temática de la que se trate. Tendremos disparates como ejes de discurso y los acólitos se encargarán de hacer que no se vean tan disparatados. Venceremos a la delincuencia con más armas, con leyes más punitivas o con fiscales y jueces a mi favor van a ser ejes de campaña. Seguramente también el desorden económico y la promesa de plata “como cancha” sin ningún tipo de fundamento. Los planes de gobierno serán algo así: Delincuencia cero, pobreza cero y poco más que contar. Como el eje de la discusión serán redes y no medios, creeremos lo que nos reproducen nuestras redes y nada más.
4.
Buenos y malos. A los buenos hay que glorificarlos ya los malos hay que aniquilarlos. Esta campaña será sangrienta en amenazas, exabruptos y sobredosis energéticas, porque todos van a querer acabar con el mal. La representación teológica de la política nos va a parecer una guerra santa en la que va a parecer necesario el exterminio de todo lo que no sea yo y yo. El problema es que no terminamos de dimensionar que ese exterminio puede no ser metafórico. La incidencia de la criminalidad en la política va en aumento. Y no parece incomodar al poder hoy. Por el contrario, es quien lo sostiene. Pero para ganar se necesita identificar al “malo”, aquel que hay que vencer.
5.
Nos centraremos -una vez más- en elegir a la persona. Pero la lucha real está en el Parlamento. El que tendrá ahora un Senado. Más que Boluarte y más que Castillo, el gran problema de estas elecciones ha sido la calidad de representantes que hemos tenido. Han sido un repositorio del código penal. No solo como portavoces, sino como ejecutores de delitos. El mismo presidente actual del Congreso tiene una acusación por violación sexual, el anterior por la representación de las mafias mineras. Sin contar a los niños, a los mochasueldos, y las bandas organizadas que legislan para ellos. Nada hace presagiar que el 2026 sea mejor. Pero además, el centro del debate lo seguiremos poniendo en la presidencia y ese es el menos malo de los desastres. Las elecciones tienen consecuencias, para bien o para mal.
6.
La garantía de un orden internacional ha fracasado. Sin salirnos de organismos supranacionales, el gobierno y el Congreso deciden no hacer caso a nada y tampoco pasa nada. La presión que se sentía hace unos años frente a estos incumplimientos era tal que había que cumplir. Hoy no. Boluarte y sus ministros, con un gobierno servil al que lo pueda mantener ahí, no tendrá un ápice de escrúpulo. Pero lo cierto es que no pasa nada si no se cumple algo. Entonces, para qupe agitar la vía de la denuncia de pactos. Digo que no y listo, me evito la fatiga. ¿Consecuencias? Cero.
7.
La ley no existe más. Solo existe el balance de poderes y el que tenga más, gana. Se hace lo que se quiere con el ordenamiento jurídico y se ha agujereado la Constitución tanto que uno ya no sabe si la carta tiene más cirugías que la presidenta. El Perú es el lejano oeste de las películas. Solo falta que portemos las armas y para eso falta muy poco.
La forma de hacer, de ejercer, de vivir la política en el Perú, ha tenido entonces una transformación importante: es centralizada en el actor y no en los programas, prioriza la confrontación, es violenta, no admite contrapesos y arrasa con lo que pueda.
Lima desconectada: la política que olvidó al Perú
De eso, todos tenemos responsabilidad, y muchas veces no es menor. La supuesta institucionalización en el período de afirmación democrática post Fujimori no trajo ninguna base sólida que en dos legislaturas este lumpen no haya podido bajarse. Jamás se priorizó el impulso y el desarrollo de la ciudadanía plena como un mecanismo para crecer como sociedad. Fuimos dejando que la idea de que mientras más pequeño nuestro núcleo social, más acumulación tendríamos. Dejamos de pensar en ser una colectividad y solo fuimos individuos. Jamás pensamos en la eficiencia o el accountability como formas de ejercer la política y el gobierno. Y el mundo académico se maravilló con la distancia objetiva sobre todo lo demás y se aisló. Hoy no hay una voz coherente que le de sentido a la interpretación de la realidad. La muerte de Cotler hace unos años tal vez significó el RIP para mirar las cosas de manera crítica pero a la vez conectada con una realidad que nos sobrepasó.
Pero tal vez lo más importante y sobre lo que tenemos que dar vuelta y vuelta hasta que los pies se asienten: Lima no supo ni sabe relacionarse ni generar vínculos. La mirada por encima del hombro que le dimos a las distintas voces fuera de la capital fue antológica. Y cuando esas voces plantearon un camino de protesta y de no aceptación de una realidad impuesta, simplemente nos dimos media vuelta y no quisimos oír más. Lima jamás volvió a existir como una voz luego de las protestas de 2022.
Perú en el lejano oeste: política sin ley ni futuro
En el Perú de hoy, hacer política se ha transformado en un espectáculo de confrontación donde las promesas, como las de Rafael López Aliaga, son meras herramientas para captar atención sin intención de cumplirse, mientras las redes sociales amplifican narrativas polarizadas que glorifican la “eficacia” aparente sobre soluciones sistémicas.
La identificación de un enemigo –sean “caviares”, el gobierno o el Congreso– alimenta un discurso de buenos contra malos, dejando de lado la negociación y la ética. La crisis de un Parlamento infiltrado por intereses criminales, la ausencia de contrapesos institucionales y la tolerancia a la ilegalidad reflejan un sistema donde el poder prevalece sobre la ley. Esta dinámica, que ignora a las regiones y desoye la ciudadanía, anticipa unas elecciones de 2026 marcadas por la violencia discursiva, propuestas inconexas y una lucha por el poder que, sin un cambio profundo, perpetuará el ciclo de desencanto y caos político.
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