Comentarios a algunas ideas de Caviar, de Eduardo Dargent
- María Sosa Mendoza

- 1 ago
- 5 Min. de lectura

En el Perú contemporáneo, pocas palabras concentran tanta carga simbólica y emocional como “caviar”. Durante años fue un término utilizado con cierta ironía para describir a una izquierda moderada y cívica, asociada a sectores de clase media o alta que defendían derechos humanos y reformas institucionales sin cuestionar los fundamentos económicos del modelo. Hoy, en cambio, se ha convertido en una etiqueta central en discursos presidenciales, debates parlamentarios y batallas en redes sociales. Dina Boluarte, por ejemplo, llegó a proclamar que su gobierno estaba “haciendo la guerra a los caviares”, transformando un calificativo antes marginal en un significante central en la construcción oficial del enemigo.
Estas líneas proponen una lectura crítica de la publicación, en tanto sus implicancias políticas exceden el enfoque mayoritariamente descriptivo de Dargent.
El libro de Eduardo Dargent, Caviar: del pituco de izquierda al multiverso progre, se adentra en un terreno movedizo y políticamente relevante. Su prosa ágil y su esfuerzo por cartografiar quiénes son y qué representan los “caviares” contribuyen a visibilizar un fenómeno discursivo que ha adquirido un peso innegable en la política nacional. Dargent acierta al subrayar la polisemia del término: su flexibilidad le permite englobar con eficacia, a figuras tan disímiles como Sigrid Bazán y Rosa María Palacios. También tiene razón al advertir que, pese a la proliferación de discursos sobre la “mafia caviar”, el poder efectivo de estos actores se encuentra en declive, y que sin su presencia muchas agendas cruciales —desde los derechos humanos hasta investigaciones emblemáticas como Odebrecht o los Cuellos Blancos— habrían avanzado con mayor dificultad.
Uno de los aportes más sugerentes del libro es la manera en que identifica los límites estructurales del espacio identificado como “caviar”, particularmente en su relación con las ONG y los flujos de cooperación internacional. Dargent muestra cómo estos actores no solo han dependido de fuentes externas de financiamiento, sino que, en muchos casos, han adoptado sus marcos normativos, prioridades temáticas y estilos de intervención. Esta imbricación con la lógica de la cooperación condiciona su autonomía política y explica, en parte, su dificultad para construir arraigo social más allá del círculo profesionalizado. Así, cuando se producen giros geopolíticos o decisiones como la reciente suspensión de fondos por parte de USAID, lo que revela no es solo una fragilidad económica, sino una vulnerabilidad más profunda: la precariedad de un campo político que, sin apoyo externo, revela su débil enraizamiento en las dinámicas sociales locales.
Aunque Dargent logra mostrar con claridad la diversidad de actores reunidos bajo la etiqueta “caviar” y documenta su pérdida de protagonismo en el campo político, deja en un segundo plano la dimensión política que explica por qué el término ha ganado tanta visibilidad en los últimos años. El análisis se concentra en el quién y el dónde de los caviares en el escenario institucional, pero solo aborda de forma tangencial el proceso estratégico de su demonización. Esta omisión no es menor. En el plano político, la fuerza contemporánea del término no reside en su precisión sociológica, sino en su función como herramienta de construcción de un antagonismo.
Como ha planteado Ernesto Laclau, los discursos políticos no se limitan a describir realidades: también construyen fronteras simbólicas entre un “nosotros” y un “ellos”, condensando malestares sociales en significantes lo suficientemente flexibles como para movilizar emociones heterogéneas. “Caviar” cumple hoy ese papel. No designa un bloque homogéneo ni un poder real consolidado, sino que opera como significante flotante, capaz de articular frustraciones, resentimientos y estrategias de polarización que reconfiguran el campo político peruano.
Desde esta perspectiva, la insistencia en la “mafia caviar” en el momento de su mayor debilidad no es paradójica, sino coherente. Es precisamente cuando el orden liberal, que históricamente dio sustento a estos actores institucionalistas, pierde fuerza que otros actores encuentran el terreno fértil para desnaturalizarlos y responsabilizarlos de la crisis. José Antonio Sanahuja ha señalado que la pandemia de la COVID-19 marcó una coyuntura crítica dentro de la ya profunda crisis del orden internacional liberal, debilitando las bases materiales, institucionales e ideacionales que sostenían su legitimidad. En ese escenario, las élites progresistas pierden capacidad de incidencia, y a la vez se vuelven blanco perfecto de narrativas que las presentan como culpables de los fracasos del sistema.
La lectura de Dargent también incurre en una nostalgia por la política del consenso que puede resultar problemática. Su lamento por la “mutua destrucción” en redes sociales del Partido Morado y Juntos por el Perú asume que, por estar cerca en un eje progresista-institucional, las dos agrupaciones deberían cooperar sin fricciones. Pero, como sostendría Chantal Mouffe, la democracia pluralista no se construye sobre la eliminación del conflicto, sino sobre su transformación en agonismo: en confrontación legítima entre adversarios que comparten un marco democrático, pero que defienden interpretaciones distintas de la libertad y la igualdad.
Pretender que las diferencias sustantivas entre una izquierda reformista y un liberalismo tecnocrático se diluyan en nombre de la moderación es desconocer la raíz misma de la política. La ilusión de consenso no fortalece las instituciones, sino que despolitiza el debate y abre espacio para que los antagonismos reaparezcan por vías más destructivas.
A esta lógica de neutralización del antagonismo contribuye un fenómeno más amplio que Martín Caparrós ha llamado “honestismo”: la tendencia a reemplazar el debate sobre proyectos de país por la denuncia moral de la corrupción, como si la honestidad administrativa fuese un programa político suficiente.
Reducir la política a su dimensión moral —como si bastara con “hacer lo correcto” o actuar con “honestidad” para resolver la crisis— conduce a un vaciamiento de lo político. Esta operación despolitiza el espacio público y deja intactas las condiciones estructurales que producen el malestar social: la desigualdad persistente, la fragilidad de la representación y el agotamiento de un modelo económico que no ofrece horizontes de inclusión real.
El mérito de Dargent radica en haber puesto sobre la mesa una discusión necesaria; su límite, en no problematizar la operación política que está en juego. Presentar el declive del “poder caviar” como un simple fenómeno de relevancia decreciente despolitiza el proceso y omite su potencial peligrosidad. Porque lo que está en curso no es solo un ajuste en la influencia de una élite tecnocrática, sino la consolidación de un relato donde la política se organiza en torno a enemigos imaginarios y en el que el consenso liberal se desploma sin que emerja un proyecto inclusivo que lo reemplace.
La respuesta no pasa por asumir la etiqueta “caviar” ni refugiarse en la autocrítica moralizante. Los actores incluidos bajo esa etiqueta son profundamente heterogéneos: tecnócratas liberales, activistas de derechos humanos, periodistas, feministas, abogados anticorrupción y políticos reformistas. No conforman una identidad política estable ni un bloque orgánico. Sin embargo, los llamados de Dargent parecen reclamar por su unidad, aun partiendo del reconocimiento de su diversidad. Al agrupar bajo una misma categoría opciones reformistas de derecha e izquierda, se diluye la cuestión de fondo: no solo qué se reforma, sino cómo se reforma.
El mejoramiento del sistema universitario, por ejemplo, no se reduce a defender a la SUNEDU; también implica definir otros aspectos de la agenda —financiamiento, currículos, políticas docentes— sobre los que existen desacuerdos sustantivos que desaparecen cuando se los subsume en la categoría genérica de lo “caviar”. No solo eso: esta homogeneización facilita la operación de sus adversarios y los vuelve más vulnerables a la ofensiva política, al despolitizarlos y desconectarlos de las demandas sociales más urgentes.













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