Censura y terruqueo en la Feria del Libro (o un cadáver que reclama descanso)
- Matheus Calderón
- 29 jul
- 7 Min. de lectura

Hace algunos años, Alberto Gálvez Olaechea acuñó el término democracia “contrainsurgente” para nombrar al régimen político originado durante la guerra civil peruana y continuado en los años posteriores al conflicto armado. Con democracia “contrainsurgente”, Gálvez Olaechea daba a entender la asunción de un modelo de democracia puramente formal que, no obstante, se construía y perpetuaba dirigiendo todos los aparatos represivos del estado contra la amenaza, real o ficticia, de los grupos alzados en armas.
Tras la guerra civil, el estado peruano no solo cimentó su legitimidad —su victoria y su violencia— en la memoria de la lucha contra la insurgencia armada de Sendero Luminoso y el MRTA sino que, en la práctica, dependía de presentar el cadáver de la misma como si estuviese vivo, para así producir un enemigo total, unificador. Efectivamente, no toma mucho tiempo confirmar que la legislación antiterrorista apenas ha sido eliminada y, todavía más, ha crecido durante los años posteriores al conflicto, a pesar de la declaración pública de victoria del estado peruano frente a los grupos alzados en armas.
El artículo de Gálvez Olaechea también apunta a un importante cambio en el espíritu de la democracia “contrainsurgente” peruana: la implosión que sufrió el régimen tras el triunfo de Pedro Castillo, cuando eran los llamados “terroristas” los que llegaron al poder. De repente, buena parte del Perú podía ser calificado de “terruco”. De allí, dice el autor, que las fuerza del orden hayan tenido que responder con verdaderas tácticas de guerra (emboscadas, por ejemplo; asesinatos masivos sancionados por la presidenta Boluarte) cuando se produjo un “desborde” de aquellos del lado del presidente Castillo.
*
Parte de la democracia “contrainsurgente” pasa por controlar con mano férrea los límites de su esfera pública: lo que se dice y lo que no se puede decir, lo que se muestra y lo que no, los sujetos con derecho a voz, las opiniones y narrativas consideradas legítimas y aquellas consideradas marginales o incluso negacionistas (piénsese, como botón de muestra, en el último proyecto de ley que busca penalizar el uso “indebido” de los símbolos patrios).
El más reciente acto aleccionador de esta, nuestra democracia “contrainsurgente”, se ha dejado ver en la Feria Internacional del Libro de Lima 2025, donde se ha censurado la presentación de un libro testimonial, Revolución en los andes, firmado por el fundador y líder de lo que fuera el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru Víctor Alfredo Polay, quien purga cárcel hace 35 años. Publicado originalmente en 2013, fuera de Perú, la editorial Achawata tomó la importante decisión de publicarlo en su serie dedicada a testimonios. El libro está acompañado de un prólogo del fenecido expresidente uruguayo José Mujica, así como comentarios de la escritora Gabriela Wiener y el historiador Antonio Zapata.
No hay demasiado que decir sino que es una decisión cobarde de parte de la Cámara Peruana del Libro, que rehuye a la posibilidad de interpretación crítica de la historia reciente, a la forja de una memoria de las izquierdas y, quien sabe, quizás a la reconciliación (si no de todos, al menos del sector insurgente con su propia historia). Lo que sí me gustaría agregar es que este y otros actos representan un cambio no menor respecto de las estrategias del terruqueo actuales; cambios que no pueden leerse sin comprender lo que significó esa “implosión” del modelo de democracia “contrainsurgente” de la que hablaba Gálvez Olaechea.
*
En febrero del 2025, el Ministerio de Cultura peruano movilizó recursos económicos, logísticos y judiciales para anunciar el enjuiciamiento de una librería arequipeña, Fabla Salvaje, por haberse atrevido a organizar la presentación de un libro, Violencia de estado en el Perú. Era claro se trataba de una excusa: la “razón” del ministerio fue que la librería había usado su logo de manera indebida —a pesar de que el establecimiento ya había utilizado el logo del MINCUL en anteriores ocasiones, para eventos similares, sin ningún problema.
La verdadera razón parecía fundarse en que el libro, un conjunto de ensayos en torno a la violencia de estado, no solo se ocupaba de manera crítica en diversos ensayos de la violencia estatal durante la guerra civil peruana, sino también durante el propio gobierno de Dina Boluarte (¡habrase visto tamaña desfachatez!), y establecía líneas de continuidad entre una y otra.
En realidad, el libro en sí mismo no había generado una polémica pública, ni sus animados cuasicensores estatales se habían tomado tiempo en leerlo, pero la censura había llegado anticipatoriamente.
*
A veces se nos olvida que hacia finales de la primera década de los 2000, todavía se podía ver en televisión nacional al Alfredo Crespo, abogado del líder senderista Abimael Guzmán en diálogo a propósito de De puño y letra, de autoría del citado Guzmán; o que Crespo era un visitante usual de Canal N (!) con Jaime de Althaus. Ambas escenas hoy simplemente resultarían inconcebibles.
Ha de historizarse la indignación real, y también historizar especialmente la “indignación manufacturada”: ¿qué ocurrió entre entonces y hoy? No parece ser casualidad que el gran acto que inaugure la “temporada” de acusaciones de terrorismo respaldadas por el estado sea la proscripción del entonces Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales MOVADEF en la década pasada. La posibilidad que un grupo con conexiones a lo que fuera Sendero Luminoso participara en la formalidades de la democracia participativa implicaría no poder vivificar el cadáver de la subversión de los 80 y 90, implicaría una muerte que la democracia “contrainsurgente” —que necesita, vivifica y reparcha ese cadáver constantemente— no permitiría.
A partir de entonces, lo que vino fue la amenaza de la “vuelta” de la subversión y el ataque del aparato estatal contra cuerpos concretos: los operativos Perseo, Olimpo y más. Al mismo tiempo, el estado legitimaba la persecución política con casos con imágenes espectaculares, convenientemente cedidas por las fuerzas policiales a la prensa de derecha en momentos clave: una romería a un mausoleo que se presentaba como una marcha de apología en un “cementerio senderista”, unas tablillas de arte “proterroristas”, una intervención en un “museo senderista”, o el acoso mediático a expresos y familiares de presos por la subversión.
Cada caso espectacular de “terruqueo” llevó a nuevas leyes “antiterroristas”. La izquierda no pudo hacer frente y, muchas veces, presa ella misma del pánico moral y de la imposibilidad de asignar a la violencia y al conflicto un lugar en su propia historia, contribuyó con el clima punitivo e higienista del “ampay, me salvo, el terruco siempre es el otro”.
*
El ingreso de Pedro Castillo a política y, posteriormente, al poder, implicó un cambio (al menos temporal) en las dinámicas de lo imaginable. Con Castillo en la presidencia, hubo, por un momento, una efusión de culturas políticas, narrativas históricas y prácticas de memoria no hegemónicas de izquierda que ingresaron al terreno de la política institucional.
Es patente que el momento no duró mucho. De repente, el presidente mismo era señalado por tener presuntos vínculos con MOVADEF, un congresista cuzqueño era acusado de hacerle loas a la militante subversiva Edith Lagos, un exguerrillero canciller era rotulado de negacionista por cuestionar la narrativa oficial de los orígenes del terrorismo en el Perú; un ministro de Trabajo era desaprobado por sus presuntas conexiones de juventud con un grupo subversivo.
El centro (incluso el que cree que es de izquierda) jugó su lamentable papel de furgón de cola de la derecha. La izquierda, por mil y un razones, no pudo sostenerse (y hasta recomendó “pasar la página”). Y la posibilidad de que nuevas memorias y narrativas circulasen, sean discutidas, disputadas, comentadas, abordadas críticamente, desapareció una vez más en el horizonte (o en su falta). Perseo y Olimpo siguieron su curso, y los casos de terruqueo judicial y de presos políticos se multiplicaron. El lawfare triunfó. Se censuraron libros. El estado desapareció cuerpos (los de Abimael Guzmán y Miguel Rincón) y muy pocos protestaron.
*
Casos como los de la censura a Revolución en los andes, testimonial de Víctor Alfredo Polay o la amenaza a Fabla Salvaje por Violencia de estado en el Perú, editado por Anouk Guiné, Mónica Cárdenas y Fabiola Escárzaga —o incluso las propias desapariciones de los cadáveres de Guzmán y Rincón— revelan un cambio importante, que debe leerse a la par de la “implosión” de la democracia “insurgente”, en el enfoque de la censura, liquidación o terruqueo legitimado por el estado.
No lidiamos aquí con imágenes espectaculares que, después de que el hecho ya ha ocurrido, se distribuyen a la prensa de derechas desde los sótanos de las fuerzas policiales cuando toca desatar el pánico moral. Al contrario, ahora es el estado, o las instanciaciones de turno de sus agentes represivos (la prensa es la más obvia), los que arman el caso públicamente bajo la presunción de que algo podría ocurrir: adoctrinamiento o propaganda (vía libros), entronización o sacralización (de los cadáveres de subversivos muertos).
El enfoque ha pasado de terruqueo ex-post, reactivo, a uno ex-ante, más generalizado, anticipatorio y “preventivo”, si se quiere, pero solo si entendemos “preventivo” en la acepción inglesa de pre-emptive: ataque de acción preferente. Los gringos, expertos en cortejar la guerra, asumieron hace mucho el enfoque preferente en su política de defensa: en vez de esperar a que la guerra venga a ellos, el estado ahora sale a buscarla o a crearla.
En la fase más reciente de la democracia “contrainsurgente”, donde toda disidente aparece como potencial “terruco”, ya ni siquiera es necesario esperar al hecho “terruqueable” espectacular. La posibilidad misma se vuelve el fetiche contrainsurgente; el riesgo, una profecía que se confirma a sí misma y que, por ello, aparece al mismo tiempo tan ridícula a los ojos de un observador externo como inevitable para quien participa de la misma; la sospecha, la única forma de presentar como vivo a un cadáver que hace tiempo reclama descanso.
Comentarios