La política del rechazo es el punto de partida
- Eduardo Toche

- 27 oct
- 7 Min. de lectura

Despejando a Gramsci
Entre las distorsiones más descaradas del presente destaca —por su cinismo y violencia simbólica— la apropiación manipulada de Antonio Gramsci por parte de ciertos autodenominados “libertarios”. Esta operación no es ingenua: funciona como camuflaje ideológico para encubrir pulsiones autoritarias y una matriz claramente fascista. Que recurran a Gramsci, nada menos, revela no solo su oportunismo, sino también el grado de degradación de la discusión pública.
El problema que surge con ello es la imposibilidad del debate. Es de tal magnitud la distorsión que hacen de lo que Gramsci denominó hegemonía cultural, que no hay manera de contrarrestar los disparates. Algo muy parecido a lo realizado por sus padres ideológicos, cuando en los años 80 buscaron negar el Holocausto.
En efecto, Pierre Vidal-Naquet[1], ya había señalado la inviabilidad de debatir contra una falacia, cuando debió enfrentarlos. Advertía que estas falsificaciones históricas no eran simples errores, sino actos deliberados de manipulación ideológica. Por eso, no bastaba con refutarlas con datos, sino había que desenmascarar su lógica falsaria y sus motivaciones.
¿Cómo proponía enfrentarlas? Sugirió una estrategia doble. Primero, no debatir en el mismo plano que el falsificador, porque hacerlo implicaba aceptar su marco de referencia, lo cual ya era una victoria para él. En sus palabras, “no se debate con un falsificador como con un colega”. Esto significa que no se trataba de una disputa académica legítima, sino de una lucha política y ética.
Segundo, exponer el método del falsificador. En lugar de simplemente contradecirlo, había que mostrar cómo manipula las fuentes, cómo tergiversa los hechos, y qué intereses ideológicos lo mueven. Es una tarea de desmontaje crítico, más que de simple refutación.
Por ello, vale la ocasión que abren los falsificadores para volver a Gramsci y discutirlo en el terreno al que pertenece. En esa línea, un aspecto que resulta sumamente adecuado para nuestra situación actual fueron sus reflexiones sobre los Consejos de Fábrica.
Como señala Hernán Ouviña[2], a las pocas semanas de la salida de L’ Ordine Nuovo, en 1919, surgen los Consejos de Fábrica, como órganos representativos de la totalidad de las y los trabajadores de la empresa, incluidos ingenieros y técnicos.
Lo importante del caso, es que los Consejos no fueron meros mecanismos de defensa de los derechos del trabajador, sino que pasaron a la ofensiva para extraer al obrero de su condición de asalariado (mercancía) y conducirlo a la de productor (en tanto parte integrante de un colectivo cooperante, antagónico con respecto a la primacía del capital). Como puntualizó Gramsci, devinieron en “el más adecuado órgano de educación recíproca y de desarrollo del nuevo espíritu social que el proletariado ha logrado extraer de la experiencia viva y fecunda de la comunidad de trabajo”.
A mediados de 1920 el movimiento obrero se radicaliza, extendiéndose por gran parte del norte de Italia e iniciando una huelga general. De acuerdo con Gramsci, durante las tomas de fábricas, los Consejos demostraron la viabilidad de la autogestión obrera en las empresas, así como la inutilidad económica de los capitalistas en tanto organizadores de la producción. En palabras de Ouviña, “el control obrero de la producción y la distribución, el desarme de los cuerpos armados mercenarios y el manejo pleno de los ayuntamientos por las organizaciones revolucionarias”, fueron las principales respuestas que subraya y teoriza el joven Gramsci en las páginas de L’ Ordine Nuevo, frente a los problemas acuciantes de la Italia de posguerra.
En síntesis, la propuesta gramsciana fue el intento de mostrar la viabilidad de reconstruir la sociedad en su conjunto, desde la experiencia inmediata emanada por los Consejos. “Las asambleas, las discusiones para la preparación de los Consejos de Fábrica, han dado a la educación de la clase obrera más que diez años de lectura de los opúsculos y los artículos escritos por los propietarios de la lámpara del duende. La clase obrera se ha comunicado las experiencias reales de sus diversos componentes y ha hecho de ellas un patrimonio colectivo: la clase obrera se ha educado comunísticamente, con sus propios medios y con sus propios sistemas”.
“El Consejo de Fábrica es la célula del nuevo Estado”, concluía Gramsci, en uno de sus artículos en L’Ordine Nuovo. Estos comités eran gérmenes de una nueva institucionalidad socialista, no solo tácticas de lucha. Por lo mismo, un ingrediente indispensable de estas organizaciones era el efecto demostración que podía provocar, es decir, exponer mediante la praxis el mundo que debía suplir al vigente, iniciando así una larga tradición de estrategia política que estuvo vigente durante gran parte del siglo XX e inicios del actual.
Mostrando el nuevo mundo
En efecto, esta idea de prefigurar el mundo deseado en el presente —vivir ya los valores que se quieren instaurar— fue central en los movimientos contraculturales de los 60, el zapatismo, el Occupy Wall Street, entre otros, en los que, en lugar de proponerse una etérea toma del poder, crearon espacios autónomos que mostraban cómo sería la sociedad si triunfaran sus ideales, como forma de generar poder, precisamente.
Por ejemplo, David Graeber, militante, si vale el término, del Occupy Wall Street (OWS), retomó la lógica gramsciana para comprender el movimiento: consideró que la asamblea de los que acampaban en las calles de New York, no era táctica, sino el mensaje mismo[3]. Así, estaba seguro de que las plazas ocupadas, las cocinas colectivas, las decisiones por consenso eran formas vivas del mundo por venir, y no solo protesta.
Así, OWS no solo protestó, sino creó una mini-sociedad en la plaza, con asambleas abiertas, comisiones rotativas, decisiones por consenso y rechazo al liderazgo vertical. Para Graeber, esto fue una demostración práctica de democracia directa, donde cualquiera podía participar, proponer y decidir.
A su vez, formuló una reapropiación del lenguaje político. El lema “Somos el 99%” puso nuevos términos al debate público sobre la desigualdad, desplazando el foco desde los partidos hacia las estructuras económicas, repolitizando el lenguaje cotidiano y permitiendo que miles de personas pudieran expresar su exclusión y su deseo de cambio.
Como sabemos, OWS inspiró movimientos similares en España (15M), Grecia, Chile y México, mostrando que la ocupación como forma de resistencia podía replicarse. De esta manera el efecto demostración no fue institucional, sino fundamentalmente ético y táctico, al mostrar que otra forma de hacer política era posible, rechazando la idea de “tomar el poder”, apostando por crear mundos paralelos desde la acción directa, el consenso y la reciprocidad.
El mismo sentido había primado décadas atrás, con los movimientos sociales de los años 60, entre ellos, el movimiento hippie, que privilegiaron el efecto demostración como táctica central para comunicar cómo sería el mundo si triunfaran sus ideales. No se trataba solo de protestar, sino de vivir el cambio, encarnarlo en comunidades, prácticas cotidianas y formas de relación.
A la distancia, pareciera que todo aquello que en su momento pareció criticable, por exceso de idealismo, no fue todo lo observable que hubiesen querido sus opositores. Los hippies fundaron comunas rurales y urbanas donde practicaban la vida comunitaria, el amor libre, la autogestión, la agricultura orgánica y la espiritualidad alternativa, todo lo cual se convirtieron en aspectos importantes de las adecuaciones culturales occidentales en los años venideros.
En resumen, esas comunas buscaron ser demostraciones vivas de cómo sería una sociedad sin propiedad privada, sin jerarquías, sin guerra ni consumo compulsivo.
Otro ejemplo, esta vez, posterior al OWS, nos lo comunica Javier Cercas. En El loco de Dios en el fin del mundo (2025), Cercas retrata al papa Francisco como alguien que privilegia la táctica del efecto demostración para revitalizar el catolicismo.
Cercas muestra que Francisco no buscaba convencer con doctrina, sino encarnar el cristianismo en gestos concretos: visitar los espacios marginales, renunciar a privilegios o dialogar con ateos, migrantes y excluidos. Así, el papa se convierte en ejemplo viviente, no en predicador abstracto.
Francisco quería una Iglesia que mostrara abiertamente lo que predica y, en ese sentido, privilegió las acciones simbólicas que pudieran exponer cómo sería la Iglesia si se tomaran en serio los valores del Evangelio. Asimismo, en la senda de McLuhan, Cercas sugirió que el gesto papal es el mensaje: no se trataba de cambiar la doctrina, sino de mostrar cómo sería el cristianismo si se viviera radicalmente.
Un inicio, nuevamente
Para terminar, qué importancia puede tener actualmente este sucinto recorrido sobre la potencia de la acción demostrativa en el último siglo? En el contexto peruano, como sabemos, la denominada Generación Z ha tomado protagonismo en la agenda pública, liderando marchas contra la corrupción, la inseguridad y reformas impopulares. Su lema “que se vayan todos” refleja un rechazo transversal a las instituciones políticas tradicionales.
Sin embargo, más allá de mostrar sus molestias y plantear algunas demandas de corto plazo, ¿cuáles serían los elementos desde los cuales nos estaría invitando a superar el actual estado de cosas y vislumbrar el futuro?
Es cuando empiezan las dificultades. La Generación Z -y, en su momento, los pulpines y la generación del bicentenario- no logra plasmar un efecto demostración porque, entre otros factores, no ha bosquejado una institucionalidad alternativa. A diferencia de movimientos como el zapatismo, no ha constituido espacios autónomos donde sus principios (horizontalidad, transparencia, justicia) se materialicen en formas de vida. Sin estos espacios, con colectivos juveniles sumamente débiles y sin capacidades para la articulación, sin medios de propaganda y difusión propios o redes de cuidado sostenibles, sus demandas quedan lastimosamente en el plano de la protesta, no de la demostración.
Además, la juventud peruana, como toda la sociedad, está atravesada por profundas desigualdades territoriales, socioeconómicas y educativas que dificultan la articulación de una identidad generacional cohesionada. La acción juvenil se expresa más como estallido reactivo que como proyecto articulado con capacidad de irradiación.
A ello debe sumarse una especie de estética que, en el mejor de los casos, son narrativas virales, pero que no comunica estructuras organizativas duraderas. Asimismo, las consignas como “que se vayan todos” o “no a la reelección” expresan rechazo, pero no proyectan una imagen clara de lo que vendría después. Sin una utopía situada, no hay demostración posible: ¿cómo sería la justicia, el empleo, la educación, si triunfaran sus demandas? Ojalá pueda alcanzarnos pronto una respuesta clara y contundente.
[1] Pierre Vidal-Naquet (1994): Los asesinos de la memoria. Madrid: Siglo XXI de España Editores S.A.
[2] El joven Gramsci, la experiencia de L’ Ordine Nuovo y los Consejos de fábrica como organismos prefigurativos - Huella del Sur
[3] Es evidente que Graeber estaba inspirado en Marshall McLuhan, cuando concibió esa frase. Para McLuhan, el medio no es solo un canal de comunicación, sino una estructura que moldea la experiencia. El contenido es secundario frente al impacto del medio mismo. Graeber retoma esta idea para decir que la forma organizativa de Occupy (la asamblea) no era solo una herramienta para decidir, sino una encarnación del mundo que querían construir.













Comentarios