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Kast y el pinochetismo que nunca se fue


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José Antonio Kast no llega a la presidencia para transformar Chile, sino para cerrarlo. Su proyecto no es refundacional porque no cree en la democracia como espacio de ampliación de derechos, sino como un mecanismo de control. Lo que propone no es orden, sino disciplina; no gobernabilidad, sino obediencia. Kast no amplía derechos: los recorta, los condiciona, los sospecha. No redistribuye poder: lo reconcentra en el Estado punitivo, en las fuerzas de seguridad y en una moral conservadora heredera directa del pinochetismo.


Seguridad: el orden como política total


El eje estructurante de su gobierno es la seguridad, entendida no como política pública integral, sino como doctrina de Estado. Kast ha defendido la ampliación de facultades policiales, el endurecimiento de penas, el respaldo irrestricto a Carabineros y la normalización de estados de excepción, particularmente en el sur del país.


La violencia en La Araucanía no es leída como conflicto político, territorial o histórico, sino como enemigo interno. El Estado no media: interviene. En esa lógica, la presencia militar deja de ser excepcional y se vuelve paisaje. La herencia pinochetista aparece aquí sin retórica: orden primero, derechos después.


Migración: control, castigo y sospecha


En materia migratoria, Kast no propone gestión, sino disuasión. Cierre de fronteras, expulsiones aceleradas, reducción de regularizaciones y criminalización del migrante irregular como figura central del desorden urbano.


No se trata solo de política migratoria, sino de producción simbólica: el migrante como chivo expiatorio funcional para explicar inseguridad, precariedad y deterioro del espacio público. Es una agenda que gobierna el miedo, no el fenómeno.


Derechos humanos: del consenso al estorbo


Kast no necesita negar la dictadura para vaciar su sentido político. Su estrategia es más eficaz: relativizar, equiparar violencias, desgastar institucionalmente. El Instituto Nacional de Derechos Humanos, el Museo de la Memoria y las políticas de reparación aparecen en su discurso como aparatos ideologizados, no como pilares democráticos.


El mensaje es claro: los derechos humanos dejan de ser un piso ético común y pasan a ser una opinión discutible. El pinochetismo ya no se expresa en la apología directa, sino en la fatiga moral frente a la memoria.


Género, familia y moral pública


En el terreno cultural, Kast sí es explícito. Su agenda busca revertir avances en aborto, educación sexual, enfoque de género y reconocimiento de diversidades. La ley de aborto en tres causales es cuestionada; la educación sexual integral, deslegitimada; las políticas de igualdad, calificadas como ideología.


Aquí el Estado deja de ser garante de derechos y se convierte en custodio de una moral específica, profundamente conservadora, católica y jerárquica. No es neutralidad: es imposición. La vida privada vuelve a ser asunto público, regulado desde arriba.


Economía: el modelo como dogma


En lo económico, Kast no propone reformas estructurales ni innovaciones. Su apuesta es la defensa sin complejos del modelo neoliberal, heredero directo de la Constitución del 80: baja carga tributaria, desconfianza del Estado, centralidad del mercado.


El sistema de AFP no es un problema a corregir, sino una institución a proteger. La desigualdad no es una falla estructural, sino un efecto secundario tolerable. Aquí el pinochetismo se expresa sin nostalgia, pero con plena continuidad.


Constitución y democracia: límites a la política


Kast ha sido consistente en su rechazo a los procesos constituyentes. No por razones técnicas, sino por algo más profundo: aversión a la idea misma de deliberación popular. Toda discusión sobre propiedad, derechos sociales o rol del Estado es vista como amenaza.Su defensa del orden constitucional no es defensa de una carta magna específica, sino de un cerrojo mental: hay cosas que no se discuten.


Fuerzas Armadas y policía: autoridad sin contrapesos


La agenda de Kast refuerza a las fuerzas de seguridad no solo en presupuesto o atribuciones, sino en legitimidad política. El abuso policial no es un problema estructural; el problema es la crítica al abuso. La lógica es simple: cuestionar a la fuerza pública debilita al Estado. Es una concepción del poder coercitivo más cercana al siglo XX autoritario que a una democracia contemporánea.


Su pinochetismo no necesita uniformes ni golpes; le basta con convencer al Estado de que proteger derechos es un exceso y que reprimir es gobernar. Ese no es un proyecto conservador: es un proyecto antidemocrático.


Pero ese proyecto no se impone solo. Se vuelve posible por la pasividad política de quienes debieron enfrentarlo. Jara y Boric no fueron derrotados únicamente en las urnas: fueron derrotados antes, cuando optaron por la moderación como reflejo, por el silencio frente al avance autoritario y por administrar el miedo en lugar de confrontarlo. En nombre de la gobernabilidad, renunciaron a disputar el sentido de la democracia; en nombre del consenso, abandonaron la defensa activa de los derechos.


Kast avanzó porque sus adversarios retrocedieron. No porque convenciera a una mayoría de su proyecto, sino porque nadie defendió con decisión el proyecto contrario. La derecha autoritaria llenó un vacío que la izquierda institucional dejó abierto: el vacío de una política que, cuando más se necesitaba, prefirió no incomodar.




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