En contra de Chespirito
- Redacción El Salmón
- 13 jul
- 3 Min. de lectura

A Chespirito lo vimos todos. No porque quisiéramos, sino porque estaba ahí. Siempre. Como el noticiero del mediodía. Como el comercial de detergente que sabías de memoria. Estaba en la televisión porque no había mucho más. No era opción, era paisaje.
Lo repetían tanto que parecía importante. Lo consumimos hasta creer que era bueno. Y lo peor: lo recordamos como si hubiera sido brillante. Pero, ¿lo era?
Su humor era plano. Básico. Una misma escena con otro decorado. Cambiaban los nombres, los trajes, los tonos de voz. Pero no cambiaba el fondo. Era el sketch como dogma. La fórmula como ley. El guion como letanía: caída, cachetada, frase. Otra vez. Otra vez. Otra vez.
No era humor blanco. Era humor pálido. Infantil no por puro, sino por simplón. Se reía del pobre, del torpe, del feo, del ignorante. Y nos enseñó a reír con él. Sin pensar. Sin preguntar. La ternura de El Chavo no alcanzaba para justificar el bullying permanente que sufría. Su llanto no era solo parte del libreto. Era síntoma de un sistema donde el diferente siempre pierde.
Y eso es lo más inquietante: el Chavo era el personaje ideal para enseñar la humillación sin protesta. Que solo quiere que lo dejen estar. Que no sueña con cambiar su destino. Ni siquiera lo cuestiona. No hay deseo de fuga. No hay rebelión. Solo la costumbre del maltrato.
Cada capítulo era una pequeña pedagogía de sumisión. El más débil cargando las culpas. Nadie rompía el ciclo. El dolor como rutina. La injusticia como escenografía.
El Chapulín Colorado, a quien muchos reivindican como un antihéroe tierno, no era más que una parodia que envejeció mal. Su cobardía era graciosa, sí, pero su torpeza volvía predecible cada historia. Todos sabíamos que iba a fallar. Todos sabíamos que al final iba a resolverlo por accidente. Y lo aceptábamos. Como si esa mediocridad representara algo nuestro. Como si no mereciéramos otra forma de heroísmo.
Lo peor fue su hegemonía. Durante décadas, Chespirito ocupó los espacios que otros nunca pudieron tocar. Su contrato con Televisa era más sólido que su propio ingenio. Su monopolio del humor mexicano se exportó como verdad continental. Como si el único idioma que entendiéramos fuera el suyo. ¿Cuántos comediantes quedaron fuera por no hacer el mismo chiste? ¿Cuántas otras formas de humor nunca tuvieron pantalla?
Y detrás del disfraz de niño bueno había una estructura conservadora. La vecindad era jerárquica, autoritaria, machista. Don Ramón era humillado por no pagar, pero no se hablaba de la pobreza. Doña Florinda tenía poder, pero solo si gritaba o pegaba. La “Bruja del 71” era un chiste fácil por su deseo. Nadie escapaba de su rol: el tonto, el flojo, el mandón. Una sociedad de estereotipos.
Pero había un personaje que nunca perdía, el Señor Barriga. No era villano. Era administrador. Era el orden. Nadie desafiaba su esencia. Ni siquiera el libreto. En una comedia sobre pobres, el personaje más sólido era el dueño del lugar. Eso también dice algo. Hasta ahora recordamos las lecciones que le daba a Don Ramón de que “el pobre es pobre porque quiere”.
Chespirito no fue subversivo. No fue marginal. Fue la cara sonriente del statu quo. El humor que no molesta. Que no cuestiona. Que acomoda. Su mundo no incomodaba al poder. No denunciaba nada. No desafiaba a nadie. Al contrario: adormecía. Repetía. Rellenaba.
La nostalgia lo protege. Nos hace pensar que si lo amamos de niños, debe haber sido bueno. Pero la infancia no es garantía de juicio. Solo de afecto. Y confundir una cosa con la otra es peligroso.
Chespirito no fue el problema. Fue el síntoma. El reflejo de una televisión sin riesgo. De un continente sin opciones. Nos reímos con él porque no sabíamos que se podía reír de otra forma.
Hoy, cuando todo se vuelve meme, cuando todo se recicla, él vuelve a aparecer. Pero no por mérito, sino por costumbre. Como una canción pegajosa que no puedes sacar de la cabeza. Aunque ya no signifique nada.
Comentarios