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De la boca al corazón: lobo, ¿dónde estás? A propósito del film de Francisco Lombardi


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En el contexto actual de polarización y de crisis ante la censura impuesta al cine peruano, es muy difícil plasmar alguna ficción sobre las interioridades de Sendero Luminoso (SL). Nadie se sentiría cómodo y sin temor al terruqueo si se describieran las vivencias y elecciones de algún personaje sanguinario de la cúpula senderista. Lo llamarían “humanizar”: argumento que ha inhibido a decena de realizadores a explorar la humanidad de quienes integraron grupos armados como Sendero Luminoso, lo que provoca que se les reduzca a ser monstruos sin motivaciones ni contexto (incluso caricaturas de guerrilleros secuestradores al estilo de Breaking the silence (1999) de Menahem Golan), lo que empobrece el análisis histórico y social.


Las películas no tienen la función de absolver ni sentenciar, ni tampoco de revelar las complejidades del mal y los mecanismos que llevan a una persona a cometer actos atroces: sin embargo, pueden ayudar a ampliar y poner en tensión construcciones audiovisuales en entornos donde los discursos oficiales apenas intentan hablar del conflicto (sino recordemos lo que logra The zone of interest (2023) de Jonathan Glazer, al explorar la subjetividad de nazis genocidas). 


Retratar las contradicciones, miedos o ideologías de un terrorista en las ficciones cinematográficas no significa empatizar con él, sino lograr simples intentos para comprender las condiciones que permitieron su existencia. La censura o autocensura bajo la excusa de “no humanizar” impide precisamente ese ejercicio de memoria crítica que la sociedad peruana necesita para no repetir su violencia. Despojar al enemigo de su humanidad solo perpetúa el discurso maniqueo que imposibilita la reconciliación y el entendimiento profundo de nuestras tragedias colectivas. Por ello, la representación de terroristas en el cine no solo implica un reto estético o narrativo, sino también un riesgo político y moral. Y ya se sabe que este tipo de riesgo dentro del cine peruano es lo que más escasea.


Evidentemente ya no son los tiempos de La vida es sola (1993) de Marianne Eyde, que retrata las tensiones de una joven mujer que se enamora de un senderista, y más bien los films actuales que buscan repensar a Sendero Luminoso desde dentro son de la era Paloma de papel (2003), la película de Fabrizio Aguilar: obras que eligen como protagonistas a personajes que no forman parte de Sendero, seres que deambulan en un limbo ideológico y sentimental, pero que permiten dar una idea de lo que fue ese “corazón”.


Como sucede con Ni con dios ni con el diablo (1990) de Nilo Pereira, la mencionada Paloma de papel (2003), Tatuajes en la memoria (2023) de Luis Llosa o la nueva película de Francisco Lombardi, El corazón del lobo (2024), para adentrarse dentro del universo político y criminal de Sendero hay que optar por no estar completamente inmerso allí. ¿Se podría afirmar entonces que no hay película de ficción en toda la historia del cine peruano que explore directamente esta interioridad? Hay documentales, como la vapuleada Aquí vamos a morir todos (2012) de Andrés Mego o ficciones post conflicto armado como La última tarde (2016) y La piel más temida (2022) de Joel Calero, donde aparecen personajes de pasado senderista ubicados dentro del drama amoroso, familiar o de parentesco, o Diógenes (2023) de Leonardo Barbuy que aborda las prácticas de expulsión de personas sospechosas de SL. Sin embargo, ha primado un abordaje desde las periferias de las cédulas o guerrillas terroristas. Como en Paloma de papel, Tatuajes en la memoria o El corazón del lobo, los espectadores ingresan a este mundo de la mano de las infancias, como si fuera la única credencial, a punta de didactismo y sentimentalismo, para ingresar sin culpas al universo de los adeptos de Abimael Guzmán.


Que cineastas peruanos aborden las dinámicas de SL desde la mirada de niños o adolescentes raptados significa, por un lado, un intento por recuperar la dimensión humana y trágica de un conflicto que destruyó infancias y comunidades enteras. A través de esos personajes, se muestra el proceso de despojo, adoctrinamiento y pérdida de inocencia que SL impuso. Y, por otro lado, esta perspectiva desplaza el enfoque del verdugo al de la víctima: como el Aquiles García, el niño de nueve años arrancado de su familia y adoctrinado por trece años más, que recrea Lombardi en su film. Si bien este acercamiento propone una ampliación de universo de víctimas dentro de los imaginarios fílmicos en torno al Conflicto Armado Interno (CAI), este personaje asháninca es descrito como alguien que no es de la guerrilla armada en sí, sino alguien que finge -como dijera en alguna entrevista el mismo Carlos Enrique Freyre, autor de la novela que adapta Lombardi. Por ello, no vemos a Aquiles asesinar o abusar. Es apenas alguien que roba piñas de las chacras, a lo mucho. 


El tratamiento que Lombardi dota a su film -de la mano del director de foto Teo Delgado- es, por así decirlo, una estética de la incursión, basada en la restricción del campo que construye el encuadre: por ejemplo, al inicio del film, Aquiles y su familia no se dan cuenta que hay senderistas alrededor sino hasta que aparecen dentro del encuadre cinematográfico. Lo mismo pasa cuando Aquiles está a punto de ser ajusticiado y solo perciben que hay un helicóptero cuando aparece en la misma escena, como si no existiera el sonido fuera de campo o algún indicio en el ambiente de que vienen los enemigos; o como cuando en San Martín de Pangoa, el protagonista camina por una vereda y es confrontado de la nada por un ex militante quien caminaba hacia él. Estas decisiones primariosas de la narrativa audiovisual confirman, indirectamente, la posición periférica de Aquiles dentro de este mundo. Alguien que solo existe dentro de los límites del plano, y una forma involuntaria para desterrarlo y abstraerlo de ese mundo de horror de SL.


Por otro lado, hay otros defectos significativos, como colocar al inicio fragmentos de un discurso de Abimael Guzmán con fotos emblemáticas de ese oscuro periodo que es arrojado a la ficción de modo tosco, la entrada y salida de personajes poco desarrollados, el uso de una voz en off (la de un Aquiles del futuro) en lengua originaria que luce impostado, más aún cuando nunca se cierra esta necesidad de volver al pasado dentro de la historia. ¿A quien le habla Aquiles? ¿A Freyre? ¿Al militar que le ayuda a encontrar a su familia? Aunque, una ficción desde los ataques de SL a comunidades originarias puebla al imaginario audiovisual de representaciones pocas veces abordadas.


He leído comparaciones simplistas en torno a las vinculaciones de este reciente film de Lombardi y La boca del lobo (1988), solo por el hecho de que se nombra en el título al mismo animal. A ambas obras las diferencia dramáticamente el punto de vista, o un tipo de focalización en torno a la construcción del protagonista, el soldado Vitín Luna. Como en Tinta Roja y su Alfonso (Giovanni Ciccia), en la película sobre un pelotón del Ejército, el soldado llega a la zona de emergencia pensando que la institución militar es algo que le aporta a su misión, sin embargo, gana la constatación de que su grupo también encarna la barbarie. Igual que Alfonso, quien llega a las redacciones con una idea fascinante del periodismo que la propia realidad de la crónica roja, en su sensacionalismo y morbosidad, desmantela. Y las diferencia también el contexto en que fueron producidas, una, en tiempos crudos de los ataques y masacres de SL, y la otra, en periodos de desmemoria, negacionismos y amnistías.


Para no ser acusado de apologético, Lombardi enmarca su film en la lógica de la guerra. Es comprensible, ya que estamos en un país, donde el conflicto armado interno dejó cicatrices profundas, y las motivaciones o contradicciones de los militantes senderistas pueden ser interpretadas como una forma de legitimación o relativización del horror vivido. Por ello, en esta adaptación de la novela de Carlos Enrique Freyre que imagina junto a Augusto Cabada, ser senderista no solo es repetir arengas sobre el presidente Gonzalo o Mao Tse-Tung de paporreta, ordenar degollamientos o matar a recién nacidos, sino estar de por vida con la cara sucia en campamentos al lado de ríos o acequias, mientras Aquiles es un testigo que finge ser parte de la agrupación. También esta lógica de la guerra le sirve a Lombardi para que su protagonista encuentre una redención, encarnada por el encuentro con la familia, que era lo que SL había separado.


En una escena, uno de los militares que interroga a Aquiles sin lisuras y de manera muy educada (el reverso de La boca del lobo) menciona los excesos como sucesos en el marco de la guerra. Así, el film que Lombardi considera como una oportunidad para hablar de SL desde dentro, en realidad, es una falacia, en la medida que el tamiz de su protagonista inhibe este acercamiento al crear un mundo de buenos y malos, una visión maniquea que replica el discurso de guerra y pacificación que se viene esparciendo desde los entes militares, tanto para atacar al LUM, al cine peruano mismo o a cualquier expresión que busque brindar otro panorama de los hechos.


Más allá de que Lombardi sostenga que hizo El corazón del lobo para “completar la visión”, lo que se ve es una posición de parte. No solo por adaptar la novela del guionista de Vidas paralelas (2008), el film de Rocío Lladó financiado por la universidad Alas Peruanas con apoyo del Ejército y el aval del General Donayre, que describe una historia de guerra desde la memoria salvadora de esta institución, sino por agradecer a una decena de militares en sus créditos finales que colaboraron con préstamos logísticos y con insumos para la verosimilitud del guion como asegurara el mismo Lombardi en una entrevista reciente dada a Ricardo y Rodrigo Bedoya. ¿Cómo se puede asegurar que se hace un film sobre el corazón de SL desde la mirada de una novela escrita por un militar en retiro y con el apoyo logístico de generales del Ejército? ¿Cómo hacer una película que busca explicar acciones de SL desde la ayuda de militares para entrevistar a senderistas arrepentidos? ¿No se podía entrevistar a condenados por terrorismo sin ayuda de militares?


Mientras en otros contextos cinematográficos se ha logrado explorar la psicología del terrorista sin ser acusado de apología, en el Perú la frontera entre representación y justificación sigue siendo extremadamente delgada. Así, el cine peruano queda atrapado en el miedo al riesgo, entre la necesidad de recordar y la imposibilidad de hacerlo sin ser juzgado, renunciando, como pasa con El corazón del lobo, a una exploración más profunda y ética de sus propios fantasmas históricos, más aún en tiempos de amnistías y favores que evitan sancionar delitos de lesa humanidad.

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