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Cuento: El Ministerio de la Verdad Científica




En un mundo distópico, el Ministerio de la Verdad Científica manipula la realidad, imponiendo su propia versión de la ciencia y la historia para mantener el control absoluto sobre la sociedad.


Nadie sabe exactamente cuándo comenzó todo, porque todo lo que sabemos lo aprendimos de ellos. El Ministerio de la Verdad Científica, esa venerable institución con sus torres de mármol y laboratorios de nanotecnología ética, ha sido siempre la fuente incuestionable de la verdad. Sus expertos han perfeccionado el arte de fabricar certezas con el peso de la ciencia… o al menos, con el peso de lo que ellos llaman ciencia. Desde sus sagradas oficinas, un comité de ilustres académicos —todos varones, blancos y con al menos tres doctorados en manipulación retórica— dicta lo que es real y lo que no.  


No es casualidad que el Ministerio sea dirigido por los auténticos arquitectos de nuestra civilización, aquellos cuya sola existencia es prueba irrefutable de que la meritocracia funciona (siempre que tus padres hayan realizado un donativo generoso a la universidad). Son ellos quienes, con magnánima clarividencia, guían a la humanidad mediante la infalible herramienta del conocimiento objetivo, el cual, convenientemente, siempre coincide con sus intereses.  


Ellos descubrieron, por ejemplo, que la pobreza es una anomalía genética. Al parecer, los pobres simplemente carecen del gen de la ambición, el Homo Laxus, un hallazgo revolucionario que exime a los gobiernos de cualquier responsabilidad. Esto ha sido clave para el diseño de políticas públicas: “No podemos hacer nada —dicen los ministros y doctos funcionarios, con una sonrisa que rezuma empatía—. No es falta de oportunidades, sino una cuestión biológica”.  


También han demostrado, con estudios irrefutables, que el aborto altera el campo cuántico de la fertilidad planetaria, poniendo en peligro la tasa de natalidad de los ciudadanos de bien. Por suerte, sus algoritmos predictivos ya identifican a las potenciales rebeldes: basta con rastrear sus compras de toallas sanitarias orgánicas. Y qué decir de la homosexualidad, que, según la Ciencia, es producto de un exceso de carbohidratos en la adolescencia y puede corregirse con una dieta alta en carnes rojas y discursos sobre la familia tradicional y buenos valores.  


En economía, los académicos del Ministerio han probado, más allá de toda duda, que la mano invisible del libre mercado es real. De hecho, han publicado imágenes de su espectro en revistas indexadas, mostrando cómo esa entidad etérea deposita mágicamente el dinero en los bolsillos correctos. “Si eres pobre, es porque la mano no te eligió”, explican condescendientes, mientras ajustan sus corbatas de seda.  


El Ministerio de Cultura, asesorado por sus colegas del Ministerio de la Verdad Científica, ha establecido importantes conclusiones históricas. Las antiguas civilizaciones andina y mesoamericana, por ejemplo, nunca existieron. Eran solo un mito comunista inventado para dividir a la nación, una farsa tejida por marxistas con fetiche por dioses de nombres impronunciables, un relato artificioso recreado una y otra vez por hippies para vender artesanías en la plaza de armas del Cusco o en el D.F. Todos aquí descendemos de hidalgos españoles o de anglosajones bienhechores, gente de honor y emprendimiento. Quienes creen otra cosa son simplemente víctimas de teorías conspirativas, de psicosis colectiva, del “síndrome de identidad prehispánica”: enfermedad mental catalogada en el Manual de Realidades Alternativas… o, peor aún, de leer.


Además, los historiadores del Ministerio han aclarado que la Conquista de América fue, en realidad, un encuentro cordial entre visionarios y lugareños sin pasado, un workshop intercultural caracterizado por una confluencia afortunada de perspectivas diversas. Si bien hubo un inicial intercambio de saberes, especias y valores en absoluta armonía, que derivó en una alianza estratégica para el desarrollo conjunto, los nativos, tras una sesión de coaching motivacional impartida por los europeos, decidieron autodisolverse en un acto de filantropía histórica. Fue un vaciamiento voluntario del territorio, un gesto ecológico para evitar la sobrepoblación.


Por supuesto, no sin antes donar todas sus riquezas —oro y plata, especialmente— en un acto de solidaridad pre-globalización. Las crónicas sobre exterminios y saqueos son un claro intento de desprestigiar la grandeza de la civilización europea. Cualquier documento que afirme lo contrario es, evidentemente, fake news anticolonial.


Los medios de comunicación, aliados estratégicos del Ministerio de la Verdad Científica, cumplen un rol fundamental en la divulgación de estas verdades. Con rigor periodístico, explican que las superpotencias y potencias no hacen guerras, sino “intervenciones de paz proactivas”. Son ellos quienes, con absoluta responsabilidad informativa, han dejado claro que las superpotencias y potencias jamás hacen la guerra, solo hacen la paz… y precisamente por eso hacen la guerra. La lógica es inapelable. Bombardear un país no es más que una forma efusiva de compartir democracia. Y si alguien pregunta por los niños muertos, se le recuerda que las cifras son estimaciones subjetivas. La objetividad, como todos saben, es propiedad intelectual del Ministerio.  


También nos han demostrado que las potencias europeas no son, como algunos malintencionados sugieren, las causantes de la miseria en África y otros continentes. Según las investigaciones del Ministerio, Europa es —y, más recientemente, con el entusiasta respaldo de los norteamericanos— la sede de la Agencia de Ayuda Humanitaria Global (AAHG), que desde hace siglos trabaja incansablemente para sacar a África y al resto del mundo de la pobreza. El problema es que estos, con su terquedad genética, se empeñan en no aceptar la ayuda.


“Es trágico” —suspiran los expertos mientras beben café certificado—. “Les enviamos misioneros, consultores e inversionistas con las mejores intenciones; incluso les hemos revelado la existencia de sus propias minas de diamantes y demás recursos explotables, todo por el bienestar de su gente, pero insisten en culparnos”.


El fascismo es otra exageración histórica. Según el Ministerio de la Verdad Científica, se ha demostrado que su supuesta esencia siniestra es uno de los mayores fraudes de la humanidad. Los famosos campos de concentración, en realidad, no fueron más que talleres de costura y zapaterías donde se fomentaba la cultura del trabajo. Las temidas cámaras de gas, simples saunas terapéuticos. Y el Holocausto, un desafortunado error de traducción: al parecer, Hitler solo quería “holokar” (abrazar, en alemán arcaico) a las minorías. Todo lo que se cuenta sobre estos eventos no es más que un chapucero timo de los Aliados para opacar el progreso logrado por los nazis.


Desde la sede del Ministerio en nuestro país se han logrado aportes importantes, trascendentes, joyas epistemológicas en verdad. Nos han ilustrado, por ejemplo, acerca de la diferencia crucial entre plagio y copia. Conceptualmente, no es más que una inspiración retroactiva. Cuando un político roba una tesis, en realidad está homenajeando el conocimiento colectivo. Y si un puente se derrumba, no es por negligencia: es un acto performático de deconstrucción arquitectónica. “No es que se caiga —dicen—, sino que se desploma”. La semántica es fundamental para una comprensión científica de la realidad.  


Gracias al Ministerio de la Verdad Científica, sabemos que el COVID-19 fue un invento, un burdo montaje de Bill Gates para inocularnos chips y manipularnos a través de antenas 5G. Pero, en cualquier caso, bastaba con una sólida prescripción de ivermectina para combatirlo. Solo los enemigos de la verdad promovieron otros tratamientos más costosos y menos equinos. 


A veces, algún lunático intenta desafiar las verdades del Ministerio de la Verdad Científica y grita: “¡El planeta se muere!”, “¡El dinero se concentra en pocas manos!”. Pero el Ministerio, en su infinita y elegante paciencia cartesiana, responde con datos, con montañas de gráficos en 3D, papers escritos por think tanks de incuestionable neutralidad y revisados por pares (pares de la misma élite, por supuesto), y sesudos análisis que demuestran que todo está bien y que, si no lo está, es culpa tuya. Porque la ciencia nunca se equivoca. Al menos, no la de ellos.  


Hoy es mi primer día en el Ministerio de la Verdad Científica y estoy más que contento. Me dieron una bata blanca y un manual de falacias útiles. Me toca aportar desde la disciplina en la que he sido formado. Mi misión es clara: construiré interpretaciones científicas de la realidad, aplicando de manera aleatoria los pasos del método científico. Para ello, bastará con construir un marco conceptual subjetivo, una visión personal capaz de dotar de sentido cualquier realidad, especialmente si el Ministerio de la Verdad Científica ya la ha explorado y señalado como una línea de investigación promisoria para el potencial desarrollo de los ciudadanos de recto pensamiento. Me será suficiente, entonces, con tejer un sistema interpretativo que brinde coherencia interna a mis conclusiones.


Ya tengo aprobado mi primer proyecto de investigación. Llevará por título: “La risa reduce la expectativa de vida: un análisis de por qué los pobres no deberían tener sentido del humor”. De seguro será trending topic. Después de todo, la verdad es un constructo, y nosotros, sus arquitectos.



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