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El hombre que hablaba con el silencio




En el Perú, la figura de Jorge Acuña es inconfundible. Su rostro blanco, su traje sencillo y sus gestos precisos transformaron la Plaza San Martín en un espacio donde las palabras ya no eran necesarias para comunicar la realidad. Allí, con un trazo de tiza en el suelo, comenzó a gestar uno de los movimientos más radicales en la historia de las artes escénicas del país: el teatro callejero. Acuña, nacido en 1931 en Pucallpa, dejó una huella profunda no solo en el teatro, sino en la conciencia social del país. Su muerte en Estocolmo, el 30 de abril de 2025, pone fin a una vida de lucha y creatividad, pero su legado perdura en la memoria colectiva del Perú.


El nacimiento de un mimo


Jorge Acuña fue, ante todo, un hombre de la calle. Desde joven se sumergió en el mundo del arte, tomando clases en la Escuela Nacional de Arte Dramático y luego formándose en el Teatro de la Universidad de Huamanga. Su primer encuentro con el teatro lo llevó a entender que el arte podía ser un vehículo de transformación social. Pero fue la mímica, la forma de arte que exige poco y lo da todo, lo que lo catapultó a la fama. Acuña no solo imitaba lo que veía; lo que hacía era reflejar, a través de gestos y expresiones, el dolor, la injusticia, el sufrimiento y, sobre todo, la dignidad de los más marginados.


Según Jorge Acuña, la motivación inicial para dedicarse al arte provino de un payaso llamado Fushico que llegó a su tierra natal, Iquitos, cuando él tenía cinco años. Acuña recuerda vívidamente cómo este "gigante" de zancos y nariz roja, que anunció la llegada de un circo al pueblo, dejó una marca indeleble en su memoria. Fushico no solo le mostró el arte del clown, sino que le inspiró el deseo de "ser otro", una motivación que lo acompañó toda su vida: "Me parece que ayer estuve con Fushico y seguramente mañana pensaré que esta entrevista me la está haciendo Fushico". Esta fascinación por ser otra persona, por transformarse a través del arte, fue la chispa que encendió su pasión por el teatro (Mego, 2011).


A mediados de la década de 1960, la situación política del Perú estaba marcada por la dictadura de Juan Velasco Alvarado. Un momento de profundo conflicto social y político. El teatro peruano estaba bajo censura, las voces críticas y los discursos subversivos estaban acallados. Sin embargo, Jorge Acuña vio en la mímica una oportunidad de resistencia. Si las palabras podían ser censuradas, el cuerpo podía hablar sin restricciones.


En 1968, Acuña decidió dar un paso que transformaría su vida y la del teatro peruano. Fue despedido del Teatro Universitario de Huamanga después de un enfrentamiento con las autoridades de la época, acusadas de querer silenciar el mensaje de su arte. Sin embargo, Acuña no se detuvo. En lugar de lamentarse, trazó un círculo con tiza en la Plaza San Martín, en el corazón de Lima, y comenzó a actuar para un público que, al principio, no entendía lo que veía. Pero el gesto de Acuña fue tan poderoso que, en pocos días, miles de limeños comenzaron a detenerse a mirar. Así nació el teatro callejero en Perú, y con él, una nueva forma de comunicación. En su entrevista, Acuña explica cómo su arte en la calle, inicialmente impulsado por la necesidad y el miedo de no poder ejercer su carrera en instituciones, fue recibido por la gente común como un acto de libertad, diciendo: "Allí desmantelé el gran teatro clásico. ¡Se acabaron las truculencias, los camerinos!" (Mego, 2011).


El teatro como acto de resistencia


En sus actuaciones, Acuña no solo jugaba con la invisibilidad, sino que mostraba al público una realidad desnuda, sin adornos ni filtros. A través de la mímica, denunció la pobreza, la corrupción, la represión política y la opresión de los sectores más vulnerables de la sociedad peruana. Acuña expresaba cómo este tipo de teatro "liviano" con el que se identificaban las personas comunes de las plazas, lejos del teatro clásico, reflejaba la realidad del pueblo sin adornos ni filtros. La mímica permitía que cualquier persona se sintiera parte del espectáculo, participando activamente del mensaje que traía el actor.


Pero su arte no se quedó solo en el Perú; el mimo traspasó fronteras. Acuña no solo se presentó en Lima, sino que llevó su arte a las comunidades más alejadas del país. Visitó pueblos, comunidades rurales y hospitales, llevando su mensaje de inclusión, de lucha y de esperanza. Años más tarde, en un acto de amor por su patria y de compromiso político, Acuña decidió compartir su arte en el exterior. Se trasladó a Suecia, donde continuó su labor pedagógica y su misión como mimo. Allí, su arte encontró un terreno fértil en los niños y en aquellos que, como él, creían en el poder de la transformación social.


La calle, su escenario y su aula


Acuña sabía que la calle, ese espacio común, era el mejor escenario para llevar el arte a las masas. No hacía falta un teatro con butacas cómodas y escenarios elaborados, solo hacía falta un poco de tiza, un cuerpo dispuesto y la capacidad de mostrar el dolor, la alegría y el miedo a través de gestos. En la calle, las personas no se sentaban pasivamente a recibir lo que les daban, sino que se involucraban, se sentían parte del espectáculo, se reconocían en los gestos y en el silencio que invadía cada rincón. Como relata: "la calle no es el final, sino el comienzo de todo, el escenario de las masas", un sentimiento que resuena profundamente en su obra y su vida (Mego, 2011).


A lo largo de su carrera, Acuña logró algo más que ser un simple mimo: se convirtió en un pedagogo de la vida. Enseñó a decenas de jóvenes que, como él, querían encontrar en la mímica una forma de expresión y resistencia. En su paso por Suecia, Acuña se dedicó a formar a nuevos artistas, a enseñarles que el arte no solo es un medio para entretener, sino también para interpelar a la sociedad y cuestionar el statu quo.


Un homenaje a su legado


La muerte de Jorge Acuña, aunque esperada en su avanzada edad, ha sido una pérdida irreparable para el arte peruano. Sin embargo, el homenaje más grande que podemos rendirle es continuar su trabajo, seguir llevando el teatro a la calle, a los rincones más olvidados de la sociedad, donde la desigualdad y la pobreza siguen siendo los actores principales. Tal como lo dijo: "al corrupto, al usurero, no le va a interesar nunca que el pueblo se culturice. Por eso los maestros están controlados, no pueden salirse de sus programas" (Mego, 2011).


A lo largo de su vida, Acuña nunca dejó de pensar que el arte debía ser una herramienta para la transformación social. En su lucha, encontró aliados en los más humildes y en aquellos que, como él, sabían que el silencio a veces dice más que mil palabras. A través de su arte, Jorge Acuña nos enseñó que no necesitamos grandes escenarios ni luces brillantes para hacer de nuestra vida una obra significativa. El cuerpo humano, con sus gestos, puede ser mejor escenario de todos.


Con su partida, el Perú pierde a uno de los grandes exponentes de su arte popular y comprometido. Pero, como él mismo solía decir: “No hay escenario más honesto que el pavimento”. Así, Jorge Acuña sigue vivo en las calles de Lima, en cada esquina, en cada plaza, donde el arte puede seguir siendo un acto de resistencia y denuncia.


Referencias:


Mego, A. (Entrevistador). (2011, febrero 2). Entrevista a Jorge Acuña Paredes. Obras de Alberto Mego. https://obrasdealbertomego.blogspot.com/2011/02/entrevista-jorge-acuna-paredes.html

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