Crónicas de la Primera Línea: la vida entre bombas, lágrimas y dignidad
- Antonio Quispe

- 28 oct
- 5 Min. de lectura

“Salvar una vida
en medio del gas
y el miedo
es un acto de amor que
nadie podrá criminalizar.”
Han pasado veinte años desde la primera vez que me puse un chaleco de brigadista. Era el verano del 2005 y los huaicos habían arrasado con buena parte de Chosica. Aquel joven médico egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos —aún con la bata blanca más grande que sus sueños— corrió entre lodo y piedras para asistir a los heridos. Allí aprendí mi primera lección: que el Perú duele, pero también se levanta. En las siguientes semanas, mientras las ambulancias iban y venían por la Carretera Central, empecé a comprender que ser médico en este país no es solo un oficio: es una forma de resistencia.
De atender heridos en desastres a atenderlos en medio de la represión
Los años me llevaron lejos de las aulas y cerca del dolor. Atendí victimas en accidentes de tránsito, epidemias y desastres naturales, pero nada, absolutamente nada, me preparó para lo que viviría en noviembre del 2020, durante las protestas contra el régimen efímero de Manuel Merino.
Aquella noche en la avenida Abancay, mientras el aire se convertía en humo de bombas lacrimógenas y los jóvenes caían uno heridos a uno, entendí que la medicina también puede ser un acto político. Porque cuando un Estado dispara contra su pueblo, atender a los heridos se vuelve un deber moral, no una opción. La brutalidad que vimos esos días no fue un error: fue una decisión. Y esa decisión marcó para siempre a una generación que decidió no callar.
El Perú que volvió a sangrar
Dos años después, el país volvió a temblar —no por un sismo ni una pandemia— sino por el ruido de los disparos de bombas lacrimógenas y perdigones. En las protestas contra el régimen de Dina Boluarte, los brigadistas tuvimos que aprender a atender intoxicaciones severas por bombas lacrimógenas y a curar heridas por perdigones en medio de nubes de gases tóxicos y una lluvia de macanazos y perdigones. Aprendimos a reconocer el rugido de las motos policiales antes de tenerlas encima; a identificar las zonas seguras a donde evacuar a los heridos; a identificar los signos de asfixia y shock sin necesidad de estetoscopio.
Muchos creen que los brigadistas somos héroes. No lo somos. Somos ciudadanos que decidimos no mirar a otro lado. Somos los que atendemos heridos cuando el Estado le niega el derecho a la salud a los ciudadanos solo por ejercer su derecho a protestar. En Juliaca, asesinaron a uno de mis estudiantes, nuestro héroe brigadista Marco Antonio Samillán Sanga, mientras atendía a un herido, y comprendí que el heroísmo no está en resistir el dolor, sino en no rendirse frente a la injusticia.
Nace una brigada, nace la resistencia
De aquel dolor nació la Asociación de Brigadistas Voluntarios del Perú. Un grupo maravilloso de expertos en primeros auxilios cuya única misión es proteger a quienes ejercen su derecho a la protesta. Todos nos graduamos en la zona caliente y aprendimos a organizarnos con cada activación. Aprendimos que además de las brigadas de primera línea se necesitaban de brigadas de segunda línea que hicieran seguimiento a los heridos. Aprendimos que para no ahogarnos debíamos usar respiradores de cara completa con filtros especiales para partículas finas. Que los cascos baratos se revientan al primer perdigonazo y que no podíamos usar banderas blancas porque la policía ve los palos como una amenaza. Aprendimos que a la Cruz Roja los heridos en los conflictos sociales les importaban muy poco y que solo les importaba que no usáramos su símbolo “patentado y protegido por ley”. Aprendimos que sin la solidaridad del pueblo no podíamos reunir los fondos para equiparnos y comprar los insumos médicos para atender a quienes más nos necesitan. Aprendimos que por más esfuerzo que pongamos no podíamos estar en todos lados mientras que la violencia sí.
Así empezó nuestro trabajo: reinventar los protocolos, entrenar brigadistas, activarnos en cada marcha, responder a cada llamado. Porque cada protesta reprimida era también una escuela de humanidad. Hoy, frente al llamado Pacto Mafioso que viene socavando nuestra democracia y destruyendo nuestro futuro, las calles vuelven a llenarse de indignación, y los brigadistas volvemos a estar donde más nos necesitan: al lado del pueblo, cuidando de quienes protestan pacíficamente y siendo blanco de quienes temen al pueblo organizado.
Manual para salvar vidas
En medio de esa violencia, entendí que no bastaba con atender: había que enseñar. Así nació el Manual para Brigadistas de Salud: ¿Cómo salvar vidas en conflictos sociales?, el primer documento sistemático que recoge la experiencia, el conocimiento y las lecciones de cientos de brigadistas que han puesto su cuerpo y alma en la defensa de la vida. Escribirlo fue más difícil de lo que parecía, demasiado dolor y demasiados recuerdos me atormentaron en cada página.
Cada capítulo es una herida abierta, cada foto un recuerdo de sangre y dolor. Pero también fue una catarsis, más que necesaria; un gesto de amor, para con todos los que nos apoyaron y nos siguen apoyando; un pequeño legado para los que nos tomarán la posta, para que sepan cómo protegerse, cómo atender, cómo no rendirse. Ese manual no es solo un texto técnico. Es un testamento de dignidad. Un homenaje a quienes arriesgan su vida por salvar la de otros, a los que curan sin preguntar de qué lado estás, y a los que entienden que, en tiempos de barbarie, cuidar es una forma de resistencia.
El deber de no callar
En el Perú, ser brigadista no es un delito. Es una forma de activismo social y una forma de defender los derechos humanos de manera pura y práctica. Pero cada día, nuestros compañeros son hostigados, perseguidos y criminalizados por ejercer la solidaridad. Nos llaman terrucos, rojos, agitadores e hijos de la ola verde, pero lo único que somos ciudadanos con un enorme sentido social.
Nos llaman subversivos, pero lo único que subvertimos es la indiferencia de un gobierno miserable. Así que a los gobernantes de turno les digo: ningún régimen dura más que la memoria de los que salvaron vidas cuando ustedes las destruían. Porque cuando la historia se escriba, no recordará los nombres de quienes dieron las órdenes de disparar, sino los de quienes se quedaron a levantar a los caídos.
Epílogo
Hoy, cuando nos activemos una vez más —entre el gas, la rabia y la esperanza—, recuerdo al joven brigadista de Chosica, embarrado hasta las rodillas, que creyó que curar bastaba. No sabía que algún día tendría que aprender a hacerlo bajo una lluvia de bombas lacrimógenas y perdigones. Y aunque el país parezca desangrarse otra vez, sé que cada brigadista que sale a la calle con su mochila, su respirador y su casco, lleva como su principal arma un corazón enorme dispuesto a sacrificar su propia integridad con tal que proteger a quien más lo necesita. Porque en el Perú de hoy, salvar vidas también es una forma de luchar por la democracia.













Comentarios