Trump, Coca-Cola y el negocio detrás del azúcar
- Redacción El Salmón
- 30 jul
- 5 Min. de lectura

El presidente Donald Trump, el 16 de julio de 2025, escribió en su plataforma Truth Social un mensaje que, a primera vista, parecía anecdótico:
“He estado hablando con Coca-Cola sobre usar AZÚCAR DE CAÑA REAL en Coca-Cola en Estados Unidos, y han aceptado hacerlo. Será una muy buena decisión de su parte. Ya verán. Simplemente es mejor.”
No era la primera vez que Trump intervenía en asuntos privados con tono de campaña. Ya lo había hecho con empresas automotrices, tecnológicas y hasta con cadenas de hamburguesas. Pero esta vez el mensaje tenía un eco particular. Porque, más allá del tono campechano y la referencia al “sabor real”, se activaron de inmediato una serie de alarmas en los mercados, en los lobbies agrícolas, y en las oficinas de los gigantes alimentarios. El cambio que Trump proponía no era simplemente volver a la Coca-Cola “de antes”, sino alterar un equilibrio económico que involucra miles de millones de dólares, políticas arancelarias, subsidios agrícolas y alianzas empresariales construidas durante décadas.
Una semana después, Coca-Cola confirmaba —sin mencionar a Trump— que lanzaría este otoño una nueva versión de su bebida clásica endulzada con azúcar de caña cultivada en Estados Unidos. No sería un reemplazo de la fórmula actual, sino una línea adicional, pensada para el consumidor que busca lo “natural” o lo “auténtico”. Pero el gesto ya estaba hecho: el presidente había usado su cargo para impulsar un producto, favorecer a un sector específico y, de paso, incomodar a otro.
El negocio azucarero y los amigos del presidente
En Estados Unidos, el negocio del azúcar es, desde hace décadas, uno de los más protegidos y menos competitivos del sistema agroindustrial. Pese a que el país podría importar azúcar más barato de América Latina o Asia, lo hace en cantidades limitadas. Las leyes agrícolas —renovadas y defendidas tanto por demócratas como republicanos— establecen cuotas, aranceles y subsidios que mantienen el precio interno del azúcar hasta un 90 % por encima del promedio mundial. ¿El motivo? Proteger a una docena de grandes productores, entre los cuales destaca una familia: los Fanjul.
Con sede en Florida, los hermanos José “Pepe” y Alfonso Fanjul dirigen un emporio que incluye Florida Crystals, Domino Sugar y otras empresas que dominan la producción, refinamiento y comercialización del azúcar de caña en Estados Unidos. Han construido su poder a través de lobby, financiamiento político y control territorial. Desde hace años son importantes donantes del Partido Republicano, y José Fanjul —el más visible de los dos— mantiene una relación personal fluida con Trump. No es un secreto: lo han visitado en Mar-a-Lago, lo han apoyado en sus campañas, y su conglomerado sería uno de los grandes beneficiados si el azúcar de caña gana protagonismo comercial tras el impulso presidencial.
Si la nueva Coca-Cola se posiciona como una alternativa popular —aunque no masiva— los mayores beneficiarios serán empresas como Florida Crystals, que ya operan bajo un entorno de protección estatal. Un producto más “premium” implica mayor margen de ganancia. Y si ese producto se vuelve políticamente respaldado, mucho mejor.
La otra cara del maíz
Pero cada movimiento económico tiene su contraparte. En este caso, la industria perjudicada es la del jarabe de maíz de alta fructosa (HFCS), el principal endulzante de las bebidas en EE. UU. desde la década de 1980. Su ascenso no fue casual. Fue resultado de décadas de subsidios al maíz, de avances tecnológicos y de decisiones estratégicas de gigantes como Pepsi y Coca-Cola, que encontraron en el jarabe de maíz una opción más barata, más estable y más fácil de conservar que el azúcar de caña.
Hoy, el jarabe de maíz mueve más de 7 millones de toneladas al año en EE. UU. y es parte del sustento de miles de agricultores en el Midwest. La reacción de la Corn Refiners Association, el grupo de lobby que representa a este sector, fue inmediata. Emitieron un comunicado en el que acusaban al gobierno de intervenir en el mercado con fines políticos, advertían sobre pérdidas económicas millonarias y afirmaban que no había ninguna evidencia científica que justificara el cambio de endulzante. Sus economistas calcularon que una migración masiva al azúcar de caña podría hundir el precio del maíz, provocar el cierre de refinerías y eliminar miles de empleos rurales.
En Iowa, Nebraska y otros estados clave, la lectura fue clara: Trump, el presidente que decía defender al campo, estaba ahora beneficiando a una élite agroindustrial del sur, a costa de los pequeños productores del centro.
Salud, marketing y mito
Para justificar su propuesta, Trump no recurrió a argumentos económicos, sino a otro tipo de apelación: la salud. Dijo que el azúcar de caña era “mejor”, “más real”, “menos dañina”. Lo hizo sin mostrar estudios ni consultar a expertos. En el fondo, apelaba a una sensación nostálgica: la idea de que los productos “de antes” eran más puros, más auténticos, más saludables.
Pero la evidencia científica es clara. Diversos estudios han mostrado que el cuerpo metaboliza de forma muy similar el azúcar de caña y el jarabe de maíz. Ambos son combinaciones de glucosa y fructosa. Ambos, en exceso, contribuyen al sobrepeso, la diabetes, la hipertensión y otros males crónicos. Lo relevante no es el tipo de azúcar, sino la cantidad consumida.
Incluso el secretario de Salud, Robert F. Kennedy Jr., respaldó la iniciativa de reducir el HFCS, aunque en un contexto más amplio. Su campaña “Make America Healthy Again” propone disminuir el consumo total de azúcar añadida, no simplemente cambiar su origen. Pero en manos de Trump, la medida se convierte más en una operación de imagen que en una política de salud pública.
Lo que Coca-Cola lanzará en otoño no será un producto más sano. Será uno más caro. Uno posicionado como “auténtico”, como “patriótico”, como parte de esa narrativa donde lo estadounidense es lo bueno, y todo lo demás es enemigo. Una Coca-Cola con caña de azúcar no curará la obesidad. Pero podría vender millones de unidades si se asocia con el discurso correcto.
Un cambio con nombre propio
En el fondo, este episodio no trata sobre edulcorantes. Trata sobre el uso del poder presidencial para beneficiar a aliados económicos concretos. No es la primera vez que Trump actúa en ese sentido, y probablemente no será la última. Desde su retorno al poder, ha usado su influencia para ajustar aranceles, interferir en decisiones corporativas y favorecer a ciertos grupos empresariales cercanos a su entorno. Lo que en otros gobiernos se oculta como lobbying o influencia indirecta, en el suyo se convierte en espectáculo directo.
El azúcar de caña —ese ingrediente que durante décadas fue símbolo de trabajo agrícola duro— hoy vuelve al centro de la política, no por sus cualidades nutricionales, sino por su valor simbólico, electoral y financiero. Es el tipo de jugada en la que Trump se siente cómodo: una causa aparentemente sencilla, con resonancia popular, que oculta una red compleja de intereses privados.
Cuando la nueva Coca-Cola llegue a los estantes, el consumidor tal vez no se detenga a pensar en ello. Pero cada sorbo contará una historia: la de cómo un presidente volvió a usar el poder del Estado para favorecer a sus aliados, disfrazando de sabor lo que, en el fondo, es puro cálculo.
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